Espejismo de normalidad en Damasco
“Lo que me da miedo no son los ataques de fuera, sino los de dentro”
“Estamos cansados, un bombardeo es lo último que necesitamos, ya hemos visto mucha guerra”. Una joven cubierta con un velo de color claro sale al encuentro del grupo de periodistas que visita Jaramene, un distrito a menos de ocho kilómetros del centro de Damasco. La joven, que dice llamarse Zaina, no puede terminar de hablar porque una anciana que pasea a su nieta de cuatro años la interrumpe a gritos: “¡Díganle a Obama que si bombardea Siria sólo perjudicará a gente que ya lo ha perdido todo”. El grupo en torno a los periodistas extranjeros va hacíendose más y más numeroso.
“No tenemos miedo porque Siria ha demostrado que puede resistirlo todo" afirma Ahmed, un refugiado que dejó su Homs natal buscando refugio en Damasco y que diariamente acude a la plaza El Suyuf (Las Espadas) en busca de trabajo como jornalero. Junto a el, una docena de hombres aguarda desde el alba al capataz de una obra cercana. Pero hoy no hay trabajo y todos quieren hablar.
“Yo sólo temo a Dios. Ni a Estados Unidos, ni a Francia ni a Israel” dice el mayor de todos. El más joven le toma el relevo: “A mí lo que me dan miedo no son los ataques de fuera, sino los de dentro”.
Pronto el grupo se ha hecho tan voluminoso que invade la calle impidiendo el tráfico. Los soldados de Asad lo disuelven. Pero Imad, el jefe de la expedición, con atuendo paramilitar y menos de 30 años, no forma parte del Ejército, sino de los llamados comités de autodefensa: civiles armados por el régimen que trabajan codo con codo con las unidades regulares. Jaramane, que era un distrito obrero habitado principalmente por drusos y cristianos, se ha convertido hoy en refugio para más de 500.000 desplazados. Su población casi se ha duplicado desde que se inició el conflicto.
Para regresar al centro de Damasco hay que utilizar la carretera del aeropuerto, una zona disputada por los rebeldes. La ruta atraviesa Beit Sahem, que ofrece al automovilista una silueta de edificios calcinados. “No tomen fotos”, advierten los soldados, “los tejados están llenos de francotiradores”.
Los combates se han alejado algunos kilómetros del centro de la capital en los últimos meses, pero el intercambio de disparos es perfectamente audible desde la céntrica plaza de Yusuf Al Asme tanto de día como de noche. Los damascenos han aprendido a ignorarlos. O hacer como que no los oyen. “Son ya mas de dos años. Forman parte del paisaje”, exclama con resignación Saad cuando el restaurante en el que trabaja de sol a sol retumba con una explosión que, como experto, es capaz de ubicar con toda precisión: proviene de los suburbios de suroeste, Muadamiya y Daraya. Basta subir a un edificio alto del centro para apreciar como desde esos barrios se elevan diariamente columnas de humo sobre el parduzco cielo de la capital.
Nada parace alterar ya el ánimo de sus habitates. Ni la guerra civil a la que se han visto obligados a acostumbrarse, ni la amenaza inminente de un ataque nortemericano. “Quizá nos hemos vuelto escépticos después de tanto tiempo” dice con una media sonrisa Marwan Shahoud, empresario de Latakia, de visita de negocios en la capital.
“Sinceramente no creo que vaya a producirse un bombardeo” dice mirando a su hijo con el que almuerza en una popular cafetería en la que no queda una mesa libre. El eco de los combates en los suburbios se mezcla con la música brasileña del hilo musical. No es una excecpción. Damasco entero es un enorme trampantojo. Un decorado idílico que disimula el infierno.
La ciudad funciona a pleno rendimiento y, aunque aun faltan 15 días para que comience el curso escolar, el tráfico congestiona el centro desde el alba. El suministro eléctrico funciona regularmente. Ni rastro de los cortes constantes de hace unos meses. Los comercios están bien abastecidos y nadie parece haber sucumbido a la tentación de hacer acopio de productos.
“¿Me pregunta usted cómo veo Damasco?”, dice Marwan sonriendo mientras apura su cigarrillo recostado en su silla “Escriba que esta ciudad esta esperando a Godot”, en alusión a la obra de Samuel Beckett. “¡Pero recuerde que Godot nunca llega!”, agrega entre carcajadas. Claro que eso ni Vladimir ni Estragon lo saben.
“No tenemos miedo porque Siria ha demostrado que puede resistirlo todo" afirma Ahmed, un refugiado que dejó su Homs natal buscando refugio en Damasco y que diariamente acude a la plaza El Suyuf (Las Espadas) en busca de trabajo como jornalero. Junto a el, una docena de hombres aguarda desde el alba al capataz de una obra cercana. Pero hoy no hay trabajo y todos quieren hablar.
“Yo sólo temo a Dios. Ni a Estados Unidos, ni a Francia ni a Israel” dice el mayor de todos. El más joven le toma el relevo: “A mí lo que me dan miedo no son los ataques de fuera, sino los de dentro”.
Pronto el grupo se ha hecho tan voluminoso que invade la calle impidiendo el tráfico. Los soldados de Asad lo disuelven. Pero Imad, el jefe de la expedición, con atuendo paramilitar y menos de 30 años, no forma parte del Ejército, sino de los llamados comités de autodefensa: civiles armados por el régimen que trabajan codo con codo con las unidades regulares. Jaramane, que era un distrito obrero habitado principalmente por drusos y cristianos, se ha convertido hoy en refugio para más de 500.000 desplazados. Su población casi se ha duplicado desde que se inició el conflicto.
Para regresar al centro de Damasco hay que utilizar la carretera del aeropuerto, una zona disputada por los rebeldes. La ruta atraviesa Beit Sahem, que ofrece al automovilista una silueta de edificios calcinados. “No tomen fotos”, advierten los soldados, “los tejados están llenos de francotiradores”.
Los combates se han alejado algunos kilómetros del centro de la capital en los últimos meses, pero el intercambio de disparos es perfectamente audible desde la céntrica plaza de Yusuf Al Asme tanto de día como de noche. Los damascenos han aprendido a ignorarlos. O hacer como que no los oyen. “Son ya mas de dos años. Forman parte del paisaje”, exclama con resignación Saad cuando el restaurante en el que trabaja de sol a sol retumba con una explosión que, como experto, es capaz de ubicar con toda precisión: proviene de los suburbios de suroeste, Muadamiya y Daraya. Basta subir a un edificio alto del centro para apreciar como desde esos barrios se elevan diariamente columnas de humo sobre el parduzco cielo de la capital.
Nada parace alterar ya el ánimo de sus habitates. Ni la guerra civil a la que se han visto obligados a acostumbrarse, ni la amenaza inminente de un ataque nortemericano. “Quizá nos hemos vuelto escépticos después de tanto tiempo” dice con una media sonrisa Marwan Shahoud, empresario de Latakia, de visita de negocios en la capital.
“Sinceramente no creo que vaya a producirse un bombardeo” dice mirando a su hijo con el que almuerza en una popular cafetería en la que no queda una mesa libre. El eco de los combates en los suburbios se mezcla con la música brasileña del hilo musical. No es una excecpción. Damasco entero es un enorme trampantojo. Un decorado idílico que disimula el infierno.
La ciudad funciona a pleno rendimiento y, aunque aun faltan 15 días para que comience el curso escolar, el tráfico congestiona el centro desde el alba. El suministro eléctrico funciona regularmente. Ni rastro de los cortes constantes de hace unos meses. Los comercios están bien abastecidos y nadie parece haber sucumbido a la tentación de hacer acopio de productos.
“¿Me pregunta usted cómo veo Damasco?”, dice Marwan sonriendo mientras apura su cigarrillo recostado en su silla “Escriba que esta ciudad esta esperando a Godot”, en alusión a la obra de Samuel Beckett. “¡Pero recuerde que Godot nunca llega!”, agrega entre carcajadas. Claro que eso ni Vladimir ni Estragon lo saben.
No hay comentarios:
Publicar un comentario