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jueves, 7 de agosto de 2014

1638 CUANDO EL VASCO CARLOS IBARRA PUSO A LOS PIRATAS HOLANDESES "EN SU SITIO"

Cabañas: cuando España humilló a una temible flota de «piratas» holandeses
Manuel P. Villatoroabc_es
Día 07/08/2014 - 03.22h
 

En 1638, el vasco Carlos de Ibarra logró evitar que Holanda robara un cargamento de oro que la escuadra hispana transportaba desde las Américas hasta la Península

Decenas fueron los navíos mercantes del Imperio español que, desde que comenzó la conquista de América, dieron con sus maderas en el fondo del mar cuando intentaban trasladar los tesoros obtenidos en el Nuevo Mundo hasta la Península debido a la piratería. No obstante, también hubo momentos en los que los asaltantes tuvieron que retirarse entre sollozos al haber sido derrotados por nuestros buques. Eso fue, precisamente, lo que aconteció entre el 30 de agosto y el 3 de septiembre de 1638 cuando una flota holandesa formada por 17 naves trató de asaltar un convoy español defendido por unos pocos barcos de guerra al mando de Carlos de Ibarra en Cabañas (cerca de La Habana). Ese día, el arrojo peninsular acabó con las pretensiones de aquellos militares de los futuros Países Bajos que, aunque decían que combatían por su país, se limitaban a comportarse como corsarios y suspiraban por una moneda de plata.
Para entender las causas que motivaron que hispanos y holandeses se dieran de bofetadas al otro lado del mundo, es necesario retroceder en el tiempo hasta los inicios del siglo XVI. Corría por entonces una época en la que España se encontraba embarcada (nunca mejor dicho) en la conquista del recién descubierto Nuevo Mundo. Eran aquellos, a su vez, unos años en los que la monarquía no escatimaba recursos a la hora de extraer y trasladar el oro y la plata que, desde los puertos de las Américas, arribaban a la Península a través de navíos que atravesaban con más gónadas que cabeza el Océano Atlántico. Sin embargo, el riesgo les merecía la pena, pues la llegada de estos tesoros suponía la supervivencia de un país maltrecho y con decenas de conflictos en medio mundo.

La Carrera de Indias

En vista de que, desde las Américas, los tesoros llegaban a manos llenas, los navegantes no tardaron en establecer una serie de rutas marítimas rápidas y seguras para trasladarse desde la Península hasta el Nuevo Mundo. Éstas fueron conocidas, en pocos meses, como la «Carrera de Indias». «La “Carrera de Indias” eran las rutas españolas que cruzaban el Atlántico en su sentido transversal. Fueron inventadas en 1492 y se fueron conformando en los tiempos sucesivos, a medida que se iban, a la par, ocupando espacios y fundando núcleos urbanos. […] La “Carrera” obtiene su nombre bien tempranamente, cuando se conforma sobre unos puertos precisos, uniendo los puertos del suroeste español con los hispanoamericanos del Caribe y del Seno Mexicano (entre otros)», explica Francisco de Solano –Profesor del C.E.H. del Consejo Superior de Investigaciones Científicas- en su dossier «La Carrera de Indias después de 1588».
Con las rutas establecidas y la promesa de conseguir toneladas de oro y plata viajando hasta el Nuevo Mundo, en pocos meses el Océano se llenó de marinos españoles deseosos de llenar las bodegas de sus buques hasta los topes y regresar a la Península como «nuevos ricos». No obstante, los tesoros también atrajeron a traficantes, piratas y toda aquella región enemiga de España con el suficiente presupuesto como para enviar alguna que otra flota a saquearnos. Todos ellos, huelga decirlo, estaban deseosos de esquilmar hasta el último ducado -a base de arcabuz y una buena cara dura- de los navíos que viajaban hasta las Américas. Así pues, las malas artes de estos invitados muy molestos e inesperados llevaron al fondo del mar a muchos de los bajeles de la «Carrera de Indias» que, sin escolta y equipados con algún que otro cañón solitario, se aventuraban a cruzar el Océano.
 
Tal fue la pérdida de riquezas, hombres y buques que, hasta el gorro de tanto corsario por aquí y pirata por allá, Felipe II estableció en 1561 que, regularmente, viajarían desde la Península varios convoyes con dirección a las Américas bajo la escolta de varios navíos militares. El objetivo era sencillo: ponérselo lo más difícil posible al avispado que quisiera llenarse los bolsillos de monedas a costa española. «En los principios del comercio de Indias qualquiera navío aprestado conforme a las ordenanzas tuvo libertad de emprender su navegación solo y en el tiempo que conviniese a su dueño, y aún después de que el temor de los corsarios obligó a no salir sino en conserva de otros buques, quedó en arbitrio de los comerciantes executarlo cuando les pareciese. […] En cambio, por Cédula de 16 de julio de 1561 “se mandó que no saliese de (España) nao alguna sino en flota, pena de perdimiento de ella y quanto llevase» explica Rafael Antúnez y Acevedo en su obra «Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales».

Una flota de «Tierra Firme»

Así pues, se estableció que serían dos flotas las que, cada cierto tiempo, viajarían hasta el Nuevo Mundo. Éstas estarían formadas tanto por navíos de la Armada española (que hacían las veces de escolta para los bajeles más pequeños y desarmados) como por varios mercantes. En cambio, para poder formar parte del convoy, los últimos se veían obligados a pagar un impuesto (llamado «avería») al Estado que, según se afirmaba, servía para sufragar el mantenimiento de los buques de guerra que atravesaban el Océano como «guardaespaldas».
En principio, el gravamen se correspondía con un porcentaje ínfimo del coste de la mercancía que los mercaderes llevaban en su bodega. Sin embargo, y con el paso de los años, esta cantidad fue aumentando ante la presencia de decenas de piratas y corsarios. Con todo, e independientemente de la legislación y las flotas de escolta, no dejaron de existir los valientes (o inconscientes) que, eludiendo la ley, se embarcaron hacia el Atlántico en solitario.
 
Concretamente, las dos flotas que viajaban de la Metrópoli al Nuevo Mundo fueron conocidas como la de «Nueva España» (que partía en enero) y la de «Tierra Firme» (que lo hacía en agosto). «La primera agrupaba a los mercantes que tenían su destino final en Veracruz (entrada a todo el ancho mundo mexicano) y en el hondureño puerto de Caballos (acceso al reino de Guatemala). La Flota de “Tierra Firme”, por su lado, tenía como último destino el virreinato del Perú, al que se accedía -después de tocar en Cartagena de Indias- desde Portobelo hasta Panamá, desde donde […] seguían hasta Guayaquil […] y, por fin, Valparaíso. […]. En temporadas secas se hacían los tornaviajes, en los que las dos flotas salían separadamente […], reuniéndose en la Habana, para iniciar conjuntamente la gran travesía del Atlántico», explica de Solano en su obra.

Piratas, el problema del mar

No obstante, y para desgracia y desesperación de los reyes españoles, los piratas no detuvieron su actividad aun sabiendo que los mercantes que volvían de América eran escoltados por la Armada. Y es que, la promesa de riquezas era demasiado grande como para dejarla pasar. Por ello, se siguieron contando por decenas los ataques de bucaneros y corsarios. «De 1530 a 1555 los ilegales fueron, preferentemente, franceses, como consecuencia de la rivalidad franco española entre Carlos V y Francisco I; ocurriendo hechos que, más tarde, serían muy frecuentes: los ataques piráticos no se concluían con la captura de una nave y de su correspondiente carga, con apresamiento de su dotación para un posterior rescate, sino que también incluían el ataque y saqueo masivo de poblaciones y ciudades», añade el experto español.
Uno de los mayores asaltadores de colonias españolas fue el pirata británico Francis Drake quien, por mandato real de su Graciosa Majestad inglesa, no dudaba en arremeter contra cualquier población costera con el único objetivo de saquear y obtener oro para su patria. Y es que, este sicario disponía de «patente de corso». «La piratería era una acción indiscriminada contra todo buque, en tanto que el corso se daba sólo contra los enemigos del Estado que otorgaba la patente. Además, la piratería se ejercía sin autorización alguna, en tanto que el corso requería necesariamente de la misma», explica Óscar Cruz Barney –profesor de Historia del Derecho en la Universidad Iberoamericana- en su obra «Notas sobre el corso y la patente de corso: concepto y naturaleza jurídica».
 
Con su patente estatal, Drake sembró el terror entre los españoles ubicados en América con sus buques de guerra y sus cañones (todos ellos subvencionados por Inglaterra). «Desde 1560 los ataques fueron, mayoritariamente, ingleses con actuaciones de figuras tan conocidas como Francis Drake y Jhon Hawkins, que fueron aproximándose a los puntos neurálgicos de la Carrera de Indias a fin de sacar mayores y rápidos provechos», completa, en este caso, de Solano. Tal era la capacidad militar de Drake, que llegó a asaltar y ocupar colonias enteras como Santo Domingo o Cartagena de Indias (de donde, posteriormente, fue expulsado).

En tierra: una guerra de 80 años

Mientras los piratas y los corsarios daban continuos dolores de cabeza a la monarquía española en las aguas, en tierra firme tampoco andaba mucho mejor la situación pues, en 1556, se había iniciado la que sería conocida a la postre como la «Guerra de los 80 años». Concretamente, este conflicto comenzó después de que Carlos I (V para los alemanes) decidiera dejar el gobierno de España y de los estados que hoy en día ocupan los Países Bajos (también conocidos entonces como las Diecisiete Provincias) a su hijo, Felipe II.
Esta abdicación no gustó demasiado en Flandes, lugar en el que les pareció una traición que se seleccionara como nuevo monarca a un miembro de la familia real que nunca había pisado su región y que, por el contrario, había vivido su infancia en la Península. Por si esto fuera poco, tampoco ayudó a calmar la situación una nueva religión creada por Martín Lutero -el Protestantismo-, la cual se había extendido por gran parte de los actuales Países Bajos. Haciendo uso de estos pretextos, la comarca no tardó en plantar batalla al nuevo monarca. Por su parte, Felipe II no estaba dispuesto a que se le subieran a sus reales barbas los flamencos, por lo preparó arcabuces, picas y soldados para iniciar una guerra por la supremacía.

Los holandeses se preparan

Décadas después, en 1638, la situación no había cambiado ni un ápice en el cada vez más pobre territorio hispano. Así pues, y a pesar de que en España ya se habían sucedido en el trono dos generaciones de reyes (el cetro se hallaba en poder de Felipe IV), la antigua región de Flandes seguía dándose de bofetadas contra nuestro país. Lo mismo sucedía en el mar donde, a las decenas de piratas, corsarios y bucaneros, se habían sumado las Diecisiete Provincias holandesas. Y es que éstas, cansadas ya de defenderse contra los Tercios dentro de sus fronteras, habían pasado la lucha al mar e intentaban, mañana sí y tarde también, robar el dinero que llegaba regularmente a la Península desde el Nuevo Mundo.
Tal era la ambición holandesa por las riquezas de la «Carrera de Indias» que, ese mismo año, organizaron una gran armada para interceptar a las flotas de «Nueva España» y «Tierra Firme». El objetivo, como no podía ser de otro modo, era hacerse con un gigantesco cargamento de plata que cruzaría el Atlántico en dirección a tierras hispanas. Según establecieron, sus navíos zarparían desde Brasil (donde contaban con varias bases navales) y darían caza en la Habana a los buques que viajaban de vuelta a España.
 
«Utilizándose los holandeses de las ventajas conseguidas en Brasil, establecieron en Pernambuco una estación naval como punto de partida de las expediciones a las Indias. [Esto] les evitaba los inconvenientes del [viaje] directo desde sus puertos del Norte de Europa, como [por ejemplo] los dispendios, las enfermedades, y las demoras en travesías tan largas», destaca el historiador y militar Cesáreo Fernández Duro en su extensa obra «Armada española (desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón)».
 
Aprovechando la superioridad que les ofrecían sus nuevos puertos, los holandeses prepararon una escuadra de 24 navíos de guerra cuyo mando fue entregado a Corneille Joll, un veterano almirante que, por haber perdido una pierna en batalla, era más conocido como «Pie de palo». Tras disponer la armada, este oficial dirigió sus bajeles hasta La Habana, el lugar de reunión de las flotas de «Nueva España» y «Tierra Firme» antes de regresar a la Península. Pero, como si la meteorología sintiera predilección por los colores rojo, amarillo y rojo, una fuerte tempestad provocó un retraso en su marcha. «El viaje no fue del todo afortunado; [Joll] sufrió un huracán con el que dieron al través en Cuba algunos bajeles, y cruzó muchos días sin descubrir en el horizonte ninguna de las velas que buscaba», añade Duro en su obra.

El aviso que no llegó

Tras la tormenta, Joll dividió a sus buques de guerra en pequeños grupos para, así, poder cubrir una extensión mayor de terreno y lograr avistar a las flotas hispanas antes de que tomaran las de Villadiego. Sin embargo, la suerte (que, de vez en cuando, también es rojigualda) quiso que un marino español viera de primera mano los tejemanejes de la armada holandesa y -como si todo el oro de las Américas estuviese en juego (que lo estaba, aunque en parte)- informara de ello a varios de sus compañeros para que partiesen a avisar a los respectivos convoyes de la «Carrera de Indias». Discernida de primera mano la magnitud del ejército enemigo, el mensaje estaba claro: si no querían perecer bajo los cañones de «Pie de palo», más les valdría evitar la contienda o pertrecharse bien antes de hacerse a la mar.
La premura hizo que uno de los avisos llegara en barco hasta la flota de «Nueva España». La de «Tierra Firme», por el contrario, no tuvo tanta suerte. «Un patache [buque muy ligero] español al mando de Francisco Poveda, burlando a cinco perseguidores, consiguió llegar con el aviso a Veracruz, impidiendo la salida de la flota de “Nueva España”. Por desgracia, el aviso no llegó a tiempo a Cartagena y, juzgándose allí que el enemigo presente se limitaba a algunos corsarios dispersos, se dio orden de salida a la flota de “Tierra Firme”», señala el historiador Agustín Ramón Rodríguez González en su libro «Los combates de Cabañas. Agosto-Septiembre de 1638».
 
Por su parte, la flota de «Tierra Firme», comandada por Carlos de Ibarra –un marino nacido en Éibar que dirigía a las armadas de Su Majestad desde 1616-, no tardó en arribar a Cabo Corrientes (a pocas horas de su destino). Allí, el oficial hispano recibió varias cartas en las que el gobernador de la zona le informaba de la escasa presencia de enemigos en aquellas aguas. Sin embargo, lo que el vasco desconocía es que estas misivas habían llegado con retraso y se habían enviado antes de recibir noticias de la aparición de «Pie de palo». Así pues, decidido a cumplir su misión y llevar aquellos buques cargados de riquezas al otro lado del Atlántico, el capitán dirigió los timones a La Habana, donde esperaba encontrarse con el convoy de «Nueva España».

Las flotas, cara a cara

El 30 de agosto de 1638, tal y como estaba previsto, la flota de «Tierra Firme» hizo su aparición cerca de La Habana dispuesta a encontrarse con sus refuerzos. La noche era plácida en el buque de Ibarra, quien no esperaba encontrarse con enemigos en aquella zona. No obstante, a la altura de una posición conocida como Pan de Cabañas, el vigía informó de un imprevisto: velas enemigas en el horizonte. El vasco no pudo salir de su asombro, pues los holandeses les habían cazado por sorpresa. Con todo, no entregarían su valiosa carga sin luchar antes, por lo que el oficial no lo dudó y ordenó a sus hombres preparar hasta el último cañón disponible. La contienda estaba a punto de comenzar.
Concretamente, y según varias fuentes de la época, Ibarra se jactó de la presencia de, al menos, 17 buques holandeses, mientras que su flota apenas contaba con media docena de barcos de escolta y varios mercantes. «Componían convoy y escolta siete galeones (algo escasos de gente y de armamento) y un patache, a los que se añadieron la almiranta de Honduras, una urca mercante llamada “La Portuguesa” y tres fragatas mercantes», completa González.
 
Con todo, y a pesar de que «Pie de palo» contaba con más del doble de navíos de guerra que Ibarra, el vasco había ordenado preparar de antemano el convoy para resistir un posible ataque, por lo que estaba dispuesto a defenderse hasta la muerte. «Previniéndose para un posible encuentro, Ibarra ordenó levantar protecciones con cables gruesos en las bandas, preparar curas para atender a los heridos, tener lista la pólvora en cartuchos y disponer de cubos de agua por doquier […] pero tales precauciones se tomaron contra una fuerza enemiga estimada, todo lo más, en nueve buques», añade el experto español.

El primer día de contienda

Tras una noche de intensos preparativos y alguna que otra oración por parte de los cristianos, el 31 de agosto las flotas tomaron posiciones para combatir en las primeras horas de la mañana. Ibarra, sabedor de la importancia de mantener a salvo la carga, ordenó a sus buques de guerra que protegieran a los débiles mercantes formando una línea frente a ellos. Por su parte, «Pie de palo» prefirió aprovechar la superioridad numérica de su armada y no dudó en lanzarse a toda vela contra la flota de «Tierra Firme».
Aproximadamente a las siete de la mañana, la primera bala cortó el viento en dirección a los españoles. Ésta fue seguida por una descarga de artillería cuyo tronar y humo coparon rápidamente todo el campo de batalla. Minutos después, cuando los cañones se silenciaron, Ibarra vio desde su nave como los holandeses se acercaban a su posición. «Fiados de su superioridad, los holandeses se lanzaron al abordaje […] acometiendo dos y tres barcos a cada uno de los españoles», añade González. El vasco, en cambio, ordenó a sus hombres no disparar hasta que los buques enemigos se encontraran lo suficientemente cerca como para no errar el tiro.
 
Decidido a tomar el barco de Ibarra a machetazo limpio, Joll ordenó a su nave capitana (un gigantesco bajel de 54 cañones) avanzar hasta la posición del almirante hispano acompañada por varios navíos más. «La capitana holandesa, con otras tres naves de las mayores […] arribaron sobre la de Ibarra. […] Llegaron decididos al abordaje, y la capitana de Joll metió el bauprés por la jarcia de trinquete de la contraria, teniendo el palo y la borda llena de gente [que esperaba para iniciar el abordaje]», explica, en este caso, Cesáreo Fernández Duro. En pocos minutos, la nave más imponente de «Pie de palo» había logrado chocar contra uno de los laterales del barco español mientras sus hombres aguardaban ansiosamente la señal de ataque.
 
En ese momento, Ibarra gritó a los cuatro vientos una orden que, muy probablemente, no olvidaría jamás el almirante holandés: «¡Fuego!». Acto seguido, decenas de cañones escupieron sus mortales bolas metálicas sobre la almiranta holandesa y otros tantos arcabuces dispararon varias descargas sobre los sorprendidos marinos enemigos. Tal fue el daño, que al gigantesco buque de «Pie de palo» no le quedó más remedio que retirarse abochornado (con los «cabos y aparejos cortados», según Duro) para evitar ser destruido. La primera arremetida había sido evitada con gran éxito.
 
Humillados, y prudentes en vista de lo sucedido, los cuatro enemigos que habían acudido a abordar la nave del vasco cambiaron de estrategia. Así pues, en lugar de abordar los buques de la flota de «Tierra Firme», optaron por quedarse a una distancia preventiva y cañonear hasta la saciedad el navío de Ibarra, algo que les dio mejores resultados. «Quedó la capitana española muy averiada, con excesivo número de balazos encima y debajo de la línea de flotación», añade Duro.
 
La lluvia de fuego fue tan intensa que, según explica el autor español en su obra, el almirante vasco se vio obligado a coger una bomba enemiga que había caído en la cubierta de su buque y lanzarla por la borda: «Don Carlos Ibarra quedó herido al tomar una granada caída a sus pies para arrojarla al agua. […] Ésta le reventó en las manos, hiriéndole la [metralla] en el brazo, cara y muslo, sin que por ello dejara su puesto. Continuó dando órdenes como si tal cosa».
 
Algo parecido sucedió con el resto de los buques españoles, los cuales lograron mantenerse firmes ante el asalto de los holandeses a pesar de sufrir varias decenas de muertos. Finalmente, tras ocho horas de largo combate, «Pie de palo» tocó a retirada. En ese momento, los hispanos aprovecharon para hacer un rápido recuento de daños. «En la almiranta […] murieron 23 personas y quedaron 50 heridos, graves los más. […]. Hubo en los demás galeones proporcionadas bajas, habiendo cumplido todos muy bien durante las horas que duró la pelea, principalmente [uno] que sirvió de blanco a número superior, perdiendo […] bastante gente. Se presumió que el enemigo no había sufrido menos», añade Duro.

Un nuevo ataque

Ese mismo día -aproximadamente a las tres de la tarde- «Pie de palo» reunió a sus oficiales con el objetivo de decidir cómo combatirían a partir de ese momento y, a su vez, deshacerse en gritos hacia aquellos torpes que, a pesar de contar con una superioridad numérica abrumadora, no habían conseguido romper las líneas de defensa española. «Joll no estaba nada satisfecho de sus capitanes, y les afeó que tres a uno no dieran mejor cuenta de la acción, instándoles en nombre de la patria a conducirse de otro modo el día siguiente», señala el experto español en su obra.
No obstante, el ánimo de los holandeses ya andaba por entonces a la altura de la suela de una bota, pues sus buques habían sufrido graves daños y sus tripulaciones habían sido diezmadas. Aún con todo, los carpinteros de abordo se dispusieron a reparar a toda prisa los desperfectos de los navíos y se estableció que, algunas jornadas después, se llevaría a cabo un nuevo ataque contra la flota de «Tierra Firme». Fuera por valentía o, simplemente por avaricia, lo cierto es que «Pie de palo» estaba resuelto a volver a puerto cargado de joyas y riquezas, y no iba a renuncia a ello por una única derrota.
 
Tas unos rápidos «remiendos» en sus buques, el 3 de septiembre Joll volvió a la carga, aunque en este caso prefirió no lanzarse de bruces contra los españoles y ordenó a sus buques quedarse a media distancia de la flota de «Tierra Firme». Sabedor de que esta estrategia le permitía aprovechar su ingente número de piezas de artillería y la mayor preparación de sus hombres, «Pie de palo» se dedicó durante una buena cantidad de horas a disparar cañonazos sobre sus enemigos y, especialmente, sobre el bajel de Ibarra. «Vino sola la capitana hacia la española, aunque sin intención de abordar, y recibiendo dos andanadas se apartó, cañoneándose ambas escuadras otra ocho horas», destaca, en este caso, Duro en su libro «Disquisiciones náuticas».
 
Durante la nueva contienda, uno de los objetivos prioritarios de «Pie de palo» fue también el galeón «Carmen» cuyo capitán –Sancho de Urdanibia- izó dos gallardetes (insignias) en los palos del buque. Este sencillo y aparentemente inocente acto provocó que los holandeses tomaran a su nave por la insignia de la formación, lo que les llevó a disparar sobre ella incesantemente durante toda la lucha. Tampoco ayudó a este oficial hispano el viento, el cual le hizo quedar separado de la formación principal y, por lo tanto, ser rodeado por varios enemigos.
 
Con todo, y tras un intenso combate (el cual no se describe pormenorizadamente en los documentos de época) los holandeses se dieron por vencidos y abandonaron definitivamente la contienda. «Los españoles lamentaron [en este combate] 54 muertos y 200 heridos, de los que prácticamente la mitad lo fueron en el Carmen, al que el resto de la escuadra mandó toda clase de auxilios, incluidos buzos, para reparar sus vías de agua», completa González. Tan dañado estaba el buque que, con la flota enemiga a la vista, hubo que llevar el navío hasta una bahía cercana para repararlo. Fuera como fuese, lo cierto es que Ibarra había logrado salvar el cargamento de plata.
 
Por su parte, y tal y como narra González, los holandeses también tuvieron que llenar multitud de ataúdes tras la batalla: «Los daños en los buques habían sido considerables, y en cuanto a las bajas, en el primer combate lamentaron unos 50 muertos y más de 150 heridos, contándose entre los muertos nada menos que el segundo y el tercer jefe de la escuadra, el vicealmirante Abraham Rosendal y el contralmirante Jan Mast, respectivamente, aparte de otros jefes. En el segundo combate, y entre muchos otros, murió el comandante Jan Verdist».

La vuelta a casa

El mismo día 3, cuando todo era júbilo entre los españoles por haber resistido la acometida de los corsarios holandeses, se inició un intenso debate entre Ibarra y sus oficiales en relación al futuro del convoy. Para unos, entre los que se encontraba el vasco, era de gran importancia llegar al puerto de La Habana costase lo que costase y partir desde allí hasta España. Para llevar a cabo esta misión, no obstante, era necesario atravesar la flota de «Pie de palo», peligrosa a pesar de estar dañada. Por otro lado, otro grupo consideraba que la mejor opción era partir hasta Veracruz y reunirse allí con la flota de «Nueva España».
 
 

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