Dos mujeres sirias contra el ejército de El Asad
Unos habitantes de Homs pasan delante de tiendas dañadas por los enfrentamientos entre el régimen y los opositores, el 12 de julio de 2012. / YAZEN HOMSY (REUTERS)
Me reclutaron en el año 2010, si la memoria no me falla. A los soldados nos reparten por todo el país; hay zonas más fáciles y otras menos, y yo no tuve suerte. Después de once meses en Damasco, que fue mi primer destino, me destinaron a un lugar muy raro y muy difícil: a Homs, que luego se haría tristemente famosa por la masacre que acaeció un año después allí. Formaba parte de un comando especializado en misiones difíciles, por eso, poco después del comienzo de la revolución, todo mi grupo fue enviado allí. Éramos un contingente de 800 personas y recuerdo que fue alrededor de mayo de 2011; todavía hacía frío por las noches.
Cuando llegamos a Homs tuvimos que vivir en un descampado donde solo teníamos nuestras tiendas de campaña. Estábamos dentro de la ciudad, en un recinto militar, pero en una zona sin edificios, al raso. Lo peor era soportar el frío por las noches y el calor durante el día. Además, dormíamos sobre el suelo y era muy molesto porque se te metían bichos entre la ropa. La comida estaba muy mala, como siempre… pero eso es normal en el ejército sirio.
Cuando fui a Homs tenía miedo. Sabía perfectamente que iban a hacer cosas malas con la gente. Veinte días después de nuestra llegada, parte de mi comando empezó a salir, pero yo no porque no todo el grupo tenía que hacerlo. A veces salían cien, a veces doscientos…. Los primeros días empezaron a meter en la cárcel y a matar a algunos en las calles o en sus casas, pero poco a poco. En cada salida asesinaban a tres o cuatro personas, lo suficiente como para meter miedo a la población.
Al cabo de un mes, me tocó hacer mi primera salida. Fuimos al barrio de Talkalakh, un suburbio en las afueras de Homs. Hasta entonces, mi trabajo no había sido luchar, sino realizar labores en el servicio de información de mi destacamento: atendíamos el teléfono, enviamos y recibíamos comunicaciones de comandos de otras ciudades como Damasco o Alepo…
Talkalakh está muy cerca de Líbano y por eso hay muchas armas, es muy fácil conseguirlas cerca de la frontera. En realidad, es una zona muy famosa porque por ahí hay mucho contrabando de todo tipo de objetos, desde comida a ropa y armas.
Fuimos a Talkalakh más o menos 500 personas con todo tipo de armamento pesado: misiles, tanques… todas las armas posibles salvo aviones. Cuando entramos, no había casi hombres. No sé cómo, pero se habían enterado de que íbamos a ir. Solo quedaban ancianos, aunque no demasiados, mujeres y niños. Me quedé muy sorprendido porque empezaron a matar gente y a destrozar las casas que encontrábamos a nuestro camino, pero no había hombres, ¡no había necesidad de destruirlo todo! Los de inteligencia en Siria son unas personas retorcidas. Dijeron a los soldados que había que destruir todas las viviendas de Talkalakh porque eran de terroristas. La mayoría de soldados no tiene mucha educación y se lo creen todo a ciegas, pero yo no, así que empecé a decirles que no lo hicieran, que no conocíamos a los dueños de esas casas y no sabíamos si eran terroristas o no. Y que sí era cierto que lo eran, no había por qué romper todo, que podíamos buscarles y meterles en la cárcel. Pero mis compañeros no lo entendían.
Después de haber hablado varias veces con mis compañeros, llamé la atención. Mi superior me preguntó por qué decía esas cosas a la gente. Y ahí me busqué un problema con él.
Hubo un episodio que me dolió mucho. Habíamos tomado un edificio en Talkakakh donde habíamos instalado el centro de mando. Cuando los soldados entraron en la casa, hicieron lo mismo que en las anteriores: robaron los objetos de más valor como el oro, el dinero, los portátiles, los móviles… y el resto lo destrozaron: tiraron la nevera al suelo, arrancaron los grifos, los azulejos, los enchufes… Mi jefe tenía 33 años, casi como yo, y pensé que me entendería; le dije que no podía permitirlo, pero me respondió que estaba seguro de que era la casa de un terrorista. Le pregunté que cómo lo sabía y el insistió.
Al día siguiente, llegaron dos mujeres y se plantaron frente a la puerta principal. Las podíamos ver desde el piso de arriba. Una de ellas explicó a un soldado que esa era su casa y que en la nevera había muchas cosas para comer, que podíamos coger lo que quisiéramos y que no nos preocupáramos por nada. También nos indicó que había dos plantas sobre la escalera y que si podíamos hacerle el favor de regarlas. Lo que ella no sabía es que dentro de su casa estaba todo destruido… la pobrecita. De esas plantas no quedaban ni las macetas. Sufrí mucho con esta historia. Fui a buscar a mi jefe y le conté que el terrorista que el decía que vivía en esa casa estaba abajo, en la calle, y que fuera a por él. Cuando bajó y vio a las mujeres no pudo ni hablar de la vergüenza.
Talkalakh está muy cerca de Líbano y por eso hay muchas armas, es muy fácil conseguirlas cerca de la frontera. En realidad, es una zona muy famosa porque por ahí hay mucho contrabando de todo tipo de objetos, desde comida a ropa y armas.
Un miembro del Ejército Sirio Libre en el barrio de Bad Todmor en Homs, el 12 de julio de 2012. / YACEN HOMSY (REUTERS)
Fuimos a Talkalakh más o menos 500 personas con todo tipo de armamento pesado: misiles, tanques… todas las armas posibles salvo aviones. Cuando entramos, no había casi hombres. No sé cómo, pero se habían enterado de que íbamos a ir. Solo quedaban ancianos, aunque no demasiados, mujeres y niños. Me quedé muy sorprendido porque empezaron a matar gente y a destrozar las casas que encontrábamos a nuestro camino, pero no había hombres, ¡no había necesidad de destruirlo todo! Los de inteligencia en Siria son unas personas retorcidas. Dijeron a los soldados que había que destruir todas las viviendas de Talkalakh porque eran de terroristas. La mayoría de soldados no tiene mucha educación y se lo creen todo a ciegas, pero yo no, así que empecé a decirles que no lo hicieran, que no conocíamos a los dueños de esas casas y no sabíamos si eran terroristas o no. Y que sí era cierto que lo eran, no había por qué romper todo, que podíamos buscarles y meterles en la cárcel. Pero mis compañeros no lo entendían.
Después de haber hablado varias veces con mis compañeros, llamé la atención. Mi superior me preguntó por qué decía esas cosas a la gente. Y ahí me busqué un problema con él.
Hubo un episodio que me dolió mucho. Habíamos tomado un edificio en Talkakakh donde habíamos instalado el centro de mando. Cuando los soldados entraron en la casa, hicieron lo mismo que en las anteriores: robaron los objetos de más valor como el oro, el dinero, los portátiles, los móviles… y el resto lo destrozaron: tiraron la nevera al suelo, arrancaron los grifos, los azulejos, los enchufes… Mi jefe tenía 33 años, casi como yo, y pensé que me entendería; le dije que no podía permitirlo, pero me respondió que estaba seguro de que era la casa de un terrorista. Le pregunté que cómo lo sabía y el insistió.
Al día siguiente, llegaron dos mujeres y se plantaron frente a la puerta principal. Las podíamos ver desde el piso de arriba. Una de ellas explicó a un soldado que esa era su casa y que en la nevera había muchas cosas para comer, que podíamos coger lo que quisiéramos y que no nos preocupáramos por nada. También nos indicó que había dos plantas sobre la escalera y que si podíamos hacerle el favor de regarlas. Lo que ella no sabía es que dentro de su casa estaba todo destruido… la pobrecita. De esas plantas no quedaban ni las macetas. Sufrí mucho con esta historia. Fui a buscar a mi jefe y le conté que el terrorista que el decía que vivía en esa casa estaba abajo, en la calle, y que fuera a por él. Cuando bajó y vio a las mujeres no pudo ni hablar de la vergüenza.
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