La batalla más encarnizada de la Segunda Guerra Mundial
En diciembre de 1941 Brisbane, una ciudad australiana de provincias de lo más anodino, estaba viviendo el acontecimiento más emocionante desde su fundación: un pánico de invasión. Si los japoneses no podían ser detenidos en Malasia, Indonesia o islas adyacentes –y el resultado hasta el momento de esos partidos parecía indicar que estaba crudo que fueran a serlo–, Australia podía convertirse, muy fácilmente, en la primera isla de cierto tamaño habitada por anglosajones en ser invadida desde los tiempos de la bayoneta de cubo.
Para evitarlo, ya que la gran mayoría de los australianos en edad militar estaban en ese preciso momento combatiendo al otro lado del mundo, Washington ofreció enviar a sus propias tropas a defender el país. El trato era que un gobierno australiano en estado de pánico no reclamaría de vuelta sus tres divisiones que estaban en Oriente Medio en un momento en que la guerra no iba del todo bien allí, los británicos no iban precisamente sobrados de veteranos y lo último que hacia falta era tener a 3 divisiones fogueadas metidas un mes en un transatlántico cruzando el Índico.
El gobierno australiano aceptó, y los primeros soldados norteamericanos llegaron, precisamente a Brisbane, justo antes de Navidad. Cuatro batallones de artillería de la Guardia Nacional equipados con cañones de 75mm, –copias americanas del soixante-quinze francés de la Primera Guerra Mundial–, y un par de escuadrones con sus aviones desmontados en cajas en las que, –se descubrió al intentar montarlos–, faltaban piezas. Algunas importantes.
Los australianos fueron lo suficientemente corteses para no señalar que ellos ya tenían cañones viejos y aviones poco útiles en cantidad almacenados allí, porque, como se suele decir, lo que cuenta es la intención y, como decía Vizzini en La Princesa Prometida, “Australia está poblada por criminales, y los criminales están acostumbrados a tratar con gente que no se fía de ellos”. Dos de las tres divisiones australianas ya estaban de camino a casa.
Tropas norteamericanas desembarcan en Australia con sus petates
y sus diferencias culturales al hombro. Enero de 1942.
y sus diferencias culturales al hombro. Enero de 1942.
(Foto Wallace Kirkland para TIME/LIFE).
De todos modos, los norteamericanos mantuvieron su parte del trato y la llegada de un número siempre creciente de yanquis dio paso a la segunda cosa más emocionante que ha ocurrido en Brisbane hasta el incendio del Skyneedle: una auténtica invasión. Casi un millón de norteamericanos llegaron a pasar por Australia, un país de 7 millones de habitantes, durante los siguientes 4 años.
Los australianos, como los ornitorrincos, habitan en su gran mayoría a lo largo en una estrecha franja a lo largo de la costa oriental de su continente cuya parte más septentrional es el estado de Queensland. Lógicamente fue allí donde se concentró a la mayoría de las tropas americanas para preparar la defensa contra una invasión japonesa, y cuando ese peligro remitió siguieron concentrándose allí campamentos, polvorines, almacenes y hospitales que servirían de base logística de la ofensiva del Ejército, –la Marina siempre llevó sus asuntos desde Pearl Harbor–, hacia las Filipinas. MacArthur instaló su Cuartel General (CG) en la capital del estado, Brisbane.
Al principio nadie tuvo queja de los yanquis. Los oficiales del CG siempre eran muy educados, alternaban sólo de clase media para arriba y muchos, –MacArthur alojaba a su familia en el Lennons Hotel–, se habían traído a sus señoras.
Pero naturalmente un ejército no consiste únicamente en caballeros del sur. Las clases de tropa que se pasaban la semana cementando, excavando, construyendo o adiestrándose en los alrededores, –la mayoría de las unidades que llegaron en 1942 eran de construcción y servicios–, acudían en manada a Brisbane con sus pases de permiso en busca de algo de civilización. Semejante influjo de una nutrida especie invasora tenía inevitablemente que causar trastornos en un ecosistema tan delicado como el Australiano.
Cometieron dos errores
El jueves 26 de noviembre de 1942 alrededor de las 7 de la tarde, uno de esos soldados había consumido una considerable dosis de civilización cuando, dando bandazos, bajaba por la calle Adelaide en pleno centro de Brisbane. Se topó con tres o cuatro soldados australianos, –el número no está claro porque ya se sabe que las batallas son cosas confusas, la niebla de la guerra y todo eso–, también bastante civilizados, y empezaron a charlar.
En esas estaban, muy amigablemente, cuando un Policía Militar (MP) norteamericano, un tal O’Sullivan, viendo el estado del soldado norteamericano le pidió su pase. Teniendo en cuenta que ya tenía problemas para tenerse en pie, le costó encontrarlo. O’Sullivan empezó a meterle prisa y amenazó con arrestarlo.
Hay algo en el carácter nacional australiano, –quizás el origen carcelario del país, no lo sé–, que les impulsa a tomar partido siempre por el más débil, a desfacer el entuerto, especialmente si se trata de enfrentarse a la autoridad. Así que los tres, o cuatro, australianos le dijeron a O’Sullivan que se lo tomase con calma, que dejase al chaval en paz y que se fuese a marear a otra parte.
Todos los Tommys sabían ya en 1942 por experiencia que siempre era buena idea tener cerca a los australianos durante sus deambulares por las zonas de bares y prostíbulos de las retaguardias del Imperio. Por el precio de unas rondas aquellos coloniales generalmente más altos, más fornidos y más versados en el arte de la pelea marrullera que el inglesito medio mantenían a raya, o incluso rechazaban a puñetazos, a la Policía Militar del Ejército Británico, –llamados Red Caps por sus características gorras rojas–, cuando intentaba aguar la fiesta.
Los Red Caps habían aprendido a no soliviantar a un australiano a través de un duro aprendizaje a lo largo de dos guerras mundiales, pero evidentemente nadie le había dado esa información a O’Sullivan, que al no poder dominar la discusión con los tres, o cuatro, australianos borrachos cometió el error estratégico de escalar el conflicto y ante una situación que se le escapaba de las manos sacó su porra.
Eso fue un error.
Vestidos para bailar. MPs norteamericanos en Brisbane.
(Foto Ralph Barry vía www.ozatwar.com).
Los australianos estaban especialmente predispuestos, en general contra los yanquis, en particular contra su Policía Militar, y, especialmente, contra sus porras. En noviembre de 1942 había unos 99.000 norteamericanos, –provenientes de un país donde el crimen violento era común–, en Australia, –donde los delitos más comunes eran el destilado ilegal de licor y el hurto–, y dos tercios de ellos estaban acuartelados en Brisbane o alrededores, una ciudad que contaba apenas 300.000 habitantes.
La llegada de los norteamericanos había disparado la delincuencia en la ciudad, –exactamente igual que en los clichés de extrema derecha sobre inmigrantes ilegales–, especialmente la prostitución y los crímenes violentos, –inauditos allí–, y las peleas, algo más comunes ya que el pasatiempo habitual de los soldados australianos en Brisbane antes de llegar los yanquis era buscar a los de aviación y zumbarse. Entre el peligro de invasión japonesa y la invasión americana real muchas familias habían vendido sus casas y se habían evacuado a sí mismas al campo. La Policía consideraba normal una noche en la que se disolvían 20 peleas.
La MP norteamericana no veía nada normal en una pelea, y si, acostumbrada a actuar con la contundencia de la policía norteamericana, ya era prepotente para un yanqui, para los australianos, –tres habían sido aporreados ese mediodía por un MP americano cerca de allí–, era de una arrogancia insoportable.Los australianos no tenían nada en contra de la gente arrogante que va por la calle buscándole la boca a la gente. Es más, estarían más que encantados de complacerle, pero eso sí, la trifulca de taberna, que allí era casi un honesto pasatiempo nacional, tiene una etiqueta y unas reglas.
En ella, exactamente igual que en una guerra, hay una jerarquía de la violencia. Uno no empieza lanzando una bomba atómica. Para un australiano sacar una navaja, como solían hacer los soldados norteamericanos, para solucionar algo que puede solucionarse perfectamente con unos amigables puñetazos y patadas es una descortesía. En que un agente de la autoridad sacase una porra, –la policía australiana, ni siquiera la militar, no las llevaba–, había algo que soliviantaba a cualquier australiano con sangre en las venas. Es como declararle la guerra submarina sin restricciones a Inglaterra. Una invitación a la guerra total.
Los australianos aceptaron gustosos la invitación y se lanzaron sobre O’Sullivan, al que su porra no le protegió de lo que vulgarmente se conoce como un chaparrón de hostias. Trastabilando por el suelo tuvo tiempo de soplar su silbato pidiendo refuerzos. Aparecieron algunos MPs norteamericanos más, pero también docenas y docenas de soldados australianos atraídos por el jaleo. O’Sullivan, por una de esas trágicas coincidencias de las batallas, había iniciado una guerra justo en el momento más inoportuno.
Australia era un país relativamente pobre a principios de los 40, y la guerra no lo estaba tratando bien. Movilización total y escaseces de cosas tan simples como platos de loza o cubiertos de latón. El racionamiento era draconiano, especialmente el de licores y cerveza, –lo que probablemente fuese el más duro sacrificio que la nación hiciera en aquella guerra–, de modo que los soldados australianos, y hasta los hombres mayores que habían tenido que volver a trabajar en la industria de guerra y se escapaban de sus trabajos para aprovechar las pocas horas que los pubs estaban abastecidos, tenían que ir corriendo de bar en bar a medida que se iba agotando la bebida.
El soldado australiano ya cobraba una miseria incluso en comparación con los salarios civiles de preguerra, pero mientras un australiano tenía prohibido entrar a los clubs y cantinas del Ejército o la Cruz Roja estadounidense, cuando un yanqui entraba con su cartera repleta en cualquier establecimiento australiano el patrón echaba a patadas a los australianos que hiciese falta para dejarle sitio. Bares, (donde consumiría escasa y preciosa cerveza racionada), restaurantes, taxistas, comercios y prostitutas atenderían antes a un sargento yanqui que a un teniente australiano, que cobraba lo mismo.
Pero los australianos hubiesen soportado incluso eso. Las habían pasado más putas en Tobruk. Pero es que los bares cerraban a las 6. Los patrones, misericordiosos, seguían sirviendo alcohol una hora más, pero a puerta cerrada. Después, más o menos a la hora en que O’Sullivan levantaba su porra, centenares de soldados australianos piripis y encabronados acababan desembocando en las calles de muy mal humor. Aquel día, para ver a unos MPs yanquis aporreando a unos compatriotas.
Los Desastres de la Guerra, versión australiana.
(Caricatura de Percy Lindasy para el Bulletin de Sidney, 12-7-1944. Publicada en Hasluck).
Los MPs norteamericanos que acudieron en ayuda de O’Sullivan tuvieron suerte de rescatarlo del suelo y retirarse con él hacia el Post Exchange (PX) norteamericano que estaba al final de la manzana pero para ello habían tenido que usar sus porras, atrayendo con cada golpe a más australianos indignados dispuestos a cobrarse venganza por semejante ultraje y que ya no se consideraron sometidos a las reglas de una pelea honesta. Empezaron a arrancarse adoquines y volar botellas. Ahora era “nosotros” contra los yanquis.
Incluso el soldado Stein, por cuya defensa había comenzado todo, acabó cobrando y tuvo que correr para llegar entero al PX, donde, ampliamente superados en número, los norteamericanos se atrincheraron y pidieron refuerzos con equipo antidisturbios. Eso fue otro error. En aquel entonces equipo antidisturbios significaba una escopeta del 12 con perdigón. La reacción de los australianos al ver llegar a más MPs escopeta en mano es fácil de imaginar. Basta multiplicar por dos o tres mil su reacción a las porras.
Varios australianos trataron de arrebatarle su escopeta a uno de los recién llegados. Según la versión oficial, durante el forcejeo el arma del soldado Grant se disparó accidentalmente. Tres veces, –lo que tiene su mérito teniendo en cuenta que era de repetición–, matando a un australiano, –un veterano condecorado del Desierto–, e hiriendo a media docena más. Hasta entonces es posible que las cosas se hubiesen calmado al remitir las borracheras. Pero aquello era la bomba atómica.
La situación se descontroló con la rapidez que las guerras totales suelen hacerlo. La muchedumbre se lanzó a la carga y en su huida Grant, que debía ser una bestia parda, le rompió la culata de la escopeta, –un buen trozo de nogal–, en la cabeza a un australiano mientras estos, que habían echado mano de las hebillas de sus cinturones, –la ultima ratio regis en una pelea australiana–, enviaban a uno de los americanos al hospital con fractura de cráneo.
La turba, armada con señales de tráfico como arietes, echó abajo las puertas y arrasó el primer piso del PX, el supermercado libre de impuestos donde los soldados norteamericanos podían comprar productos de lujo (chocolate, cigarrillos, medias de nylon y sobre todo alcohol…) racionados o fuera del alcance de unos australianos que se vengaban así de aquella impúdica exhibición de opulencia tras tres años de penurias.
Fuck or fight
Ya se sabe que los invitados sólo dan dos alegrías, y aunque los australianos en general agradecían la ayuda americana en sus horas más oscuras, –apenas hacía dos meses que el avance japonés se había detenido en Nueva Guinea, como quien dice en la casa de al lado–, la verdad es que los yanquis habían conseguido en muy poco tiempo cabrear mucho a mucha gente.
No solo estaba su prepotencia, y sus sueldos astronómicos, sus cantinas privadas y demás. Especialmente estaba el asunto de las chicas. Estaba ese efecto que los italianos que infestan nuestras playas y chiringuitos conocen tan bien, la atracción por lo exótico, pero para entenderlo en este contexto hay que tener en cuenta que la estrategia del cortejo australiano típico de entonces se le hará muy familiar a quien, como yo, sea de en un pueblo pequeño.
Los machos salían en manada y se dedicaban a proclamar su virilidad con todo tipo de demostraciones etílicas y físicas, generalmente para único beneficio de sus compañeros ya que las chavalas pasaban completamente de verles hacer el ganso. Durante décadas sólo la superior inteligencia femenina y la inestimable ayuda del baile agarrao habían permitido la perpetuación del pueblo australiano, como el de tantos otros.
Un soldado norteamericano ayuda a levantarse a su acompañante australiana.
Queensland, 1943. La pista de patinaje fue una gran sensación,
pero los únicos australianos que podían acceder
eran las mujeres que acompañaban a personal americano.
Queensland, 1943. La pista de patinaje fue una gran sensación,
pero los únicos australianos que podían acceder
eran las mujeres que acompañaban a personal americano.
(Foto Australian War Memorial).
Entonces llegan los yanquis con sus bonitos uniformes. No preguntéis porqué, pero aunque a vosotros os parezcan amariconados en comparación con el uniforme australiano tan chulo con ese sombrero y los pantalones metidos dentro de las botas, a las australianas de entonces el uniforme de paseo norteamericano, que si que es verdad que era de un tejido de mejor calidad, las volvía locas.
Naturalmente, si introduces en un escenario semejante a 100.000 tíos que no sólo son del país de las estrellas de cine, sino que se comportan como estrellas de cine, manejan mucha tela, van vestidos con un uniforme a la última moda, conocen los bailes de moda y los bailan, y al entrar en un garito en lugar de beber con sus amigotes hasta caer redondo y golpearse el pecho se acercan a las niñas y empiezan a hablar con ellas y hacerlas caso y esas chorradas que las gustan, pues evidentemente el macho local tiene las perspectivas evolutivas del koala.
Más Desastres de la Guerra.
(Caricatura de Norm Rice para el Bulletin de Sidney, 23-12-1942. Publicada en Hasluck).
Para el acendrado sentido de reparador de injusticias del australiano, aquella, especialmente por la manía de los americanos de acariciar en público a las mujeres, –algo visto como inmoral en la Australia de preguerra–, era una injusticia que exigía reparación. Sólo así se explica que el incidente del PX, con ser grave, se convirtiese en una algarada que se extendió de forma espontánea y casi inmediata por todo el centro de la ciudad.
La muchedumbre, a la que se unían civiles y hasta PMs australianos que se quitaban sus brazaletes, se entregó a un gigantesco ajuste de cuentas con todo soldado norteamericano que tuviera la mala suerte de andar por la zona aquella tarde. Llevados en volandas eran lanzados por los aires al interior de varios corros que se formaron en el cruce de Adelaide y Creek donde eran salvajemente apalizados.
Aquellos desgraciados sorprendidos paseando con mujeres fueron los primeros en recibir, aunque al ser aquella la zona de los locales más caros y exclusivos la mayoría eran oficiales que paseaban con sus esposas americanas. Detrás fueron los MPs yanquis a los que el servicio les obligaba a dirigirse hacia la pelea en lugar de huir como hacía el resto de norteamericanos, y que se convirtieron en la presa más codiciada, recolectándose una importante colección de sus odiadas porras.
Al poco un grupo de australianos armados con sus recién adquiridos trofeos se encontró frente a frente con una línea de MPs americanos que trataba de contener el motín un par de calles más abajo. Seguros del resultado de una pelea a porrazos, los MPs desenfundaron sus armas de cinto. Sólo la intervención de un oficial australiano desconocido pudo convencerles de no abrir fuego y evitar que Australia se uniese al Eje.
El centro de la ciudad permaneció sin control hasta que, hacia las 10 de la noche el tumulto comenzó a remitir a manguerazos. John Hinde, un corresponsal de guerra australiano que la presenció desde un balcón comentaría después que “la batalla más encarnizada que llegué a ver durante la guerra fue aquella noche en Brisbane”, lo que teniendo en cuenta que cubrió la guerra del Pacífico, no dice mucho de su capacidad como corresponsal de guerra.
A más de uno en el CG de MacArthur, que estaba una calle abajo de Adelaide, le entraron sudores fríos por lo que acababa de pasar. Entre los australianos la temperatura, en cambio, tendió a subir. Circularon todo tipo de rumores, a pesar de que las autoridades se apresuraron a decretar una censura total del incidente. Los yanquis habían matado no a uno sino a varias docenas de australianos, disparado con armas automáticas contra la gente… y otras por el estilo. La noche siguiente, después del oscurecimiento, varios centenares de soldados australianos volvieron a congregarse en el cruce de Adelaide y Creek. La policía australiana trató de controlar la situación, pero su único éxito fue interceptar a cuatro sargentos que iban en un jeep con dos subfusiles y un macuto de bombas de mano “a unirse a la pelea”.
Los únicos norteamericanos tan locos para estar en la calle eran los MPs de servicio y junto a los tranvías y mobiliario urbano se llevaron la peor parte. La muchedumbre acabó congregándose ante el CG de MacArthur, gritándole de todo menos guapo, sin saber que Mac estaba en Nueva Guinea desde hacía un mes. Al día siguiente, sábado 28, se acuarteló a las unidades de ambos ejércitos lo que eliminó de las calles a la práctica totalidad de los alborotadores. La Batalla de Brisbane había terminado.
Muchos soldados norteamericanos, que frecuentaban zonas de bares y prostíbulos alejadas del centro, no llegaron ni a enterarse de que había estallado. Ambos gobiernos echaron tierra sobre el asunto. La mera existencia de altercados fue censurada. Por eso no se explicaban porqué al ir Brisbane al sábado siguiente algún soldado australiano les palmeaba la espalda y diciéndoles, “¿no montamos mala cachiza el otro jueves, eh, yanqui?”, les invitaba a una ronda con el labio todavía medio partido, tumefacto pero feliz. Para él, el equilibrio del universo se había restablecido al modo tradicional australiano y no tenía motivo para guardar rencor alguno.
Aunque Grant fue absuelto, por un tribunal americano naturalmente, y siete australianos si fueron a la cárcel, aunque con condenas menores, para el australiano de a pie la batalla de Brisbane había sido una completa victoria que había puesto en su sitio a los yanquis. Y la verdad es que la mayoría de los 100 hospitalizados con contusiones de distinta consideración habían sido norteamericanos y la mayoría de estos pertenecían a la Military Police, que había recibió una de las más serias palizas de su historia.
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