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jueves, 5 de septiembre de 2013

INCREIBLE PERO CIERTO!! LA HISTOIRA DEL SARGENTO NICHOLAS STEPHEN ALKEMADE

La Increíble Historia del Sargento Nicholas Stephen Alkemade

Este relato a ciertas personas le resultara poco creíble, pero a veces lo increíble puede convertirse en realidad. Este inaudito hecho de la Segunda Guerra Mundial, ocurrió en los aciagos días del mes de marzo de 1944. Pero antes de describir los insólitos sucesos, veamos quien fue el protagonista de la misma.

Nicholas Alkemade

Nick Alkemade nació en 1929 en North Walsham, Norfolk, Inglaterra, cerca de Burnham Thorpe, de padre holandés y madre inglesa.

Cuando Nicholas tenía 18 años fue llamado a filas, prestando servicio en la Royal Air Force, inicialmente en operaciones de salvamento de aviadores caídos al mar. Deseoso de mayores emociones, fue trasladado al 115º Escuadrón de Bombarderos (en 1943 la unidad fue modernizada con los bombarderos Avro Lancaster IIS). Alkemade, ya en el ala de combate fue entrenado como artillero de cola, posición no muy agradable entre los miembros de la tripulación de un bombardero.

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Sargento Nicholas Alkemade


Previo a la Aventura/El Puesto del Artillero de Cola

Para el artillero de cola, su puesto es un lugar frio y solitario dentro de un bombardero Lancaster, separado del resto de la tripulación por dos puertas y 11 metros de fuselaje. Es un hueco estrechísimo, en donde apenas cabe el artillero, no había espacio ni para el paracaídas, de manera que solamente se lleva puesto el arnés. El paracaídas se guardaba en el fuselaje principal a un metro de la segunda puerta y separado de los pertenecientes a los demás miembros de la tripulación. En caso de emergencia el artillero de cola (en este caso nuestro protagonista) tiene que salir de la torrecilla, tomar el paracaídas, engancharlo al arnés, y saltar, confiando en que la antena de radio que va más atrás no lo parta en dos.

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Torreta de cola del Avro Lancaster


La Increíble Historia

La noche del 24 al 25 de marzo de 1944, la unidad de Alkemade formó parte de una flota de 300 aviones que hizo una incursión sobre Berlín.

En este caso, ¿quién mejor para contar los acontecimientos que el propio sargento Alkemade? Pues la narración da comienzo así:

“Nuestro Lancaster iba acercándose a Berlín, podíamos ver los largos dedos de los proyectores luminosos que escrutaban el negro cielo. Al aproximarnos más, percibimos las señales rojas y verdes dejadas previamente por nuestros aviones de reconocimiento para guiarnos. Los bombarderos que nos precedían dejaron caer sus cargas mortales y centenares de fogonazos luminosos hicieron erupción debajo de nosotros; deslumbradoras explosiones rojas, blancas y destellos anaranjados de las piezas antiaéreas.

Nos llegó el turno. Soltamos nuestra bomba explosiva de 1800 Kilos y otras tantas bombas incendiarias.

Cumplido nuestro cometido, giramos en dirección a nuestra base, muy atentos en los cazas alemanes que ya habían comenzado a actuar.

Volábamos sobre el Ruhr, cuando de pronto una serie de choques poderosos sacudieron nuestro avión, después se oyeron dos truenos terribles al estallar dos granadas en la base de mi torreta. La cubierta de plexividrio se hizo pedazos y desapareció. Uno de los fragmentos grandes hizo una larga herida en la pierna derecha. A no más de 45 metros de mi se veía el borroso contorno de un Junkers 88 de combate. Su frente mostraba una línea de fogonazos blancos al ametrallar a nuestra herida máquina. Apunté a quemarropa y apreté el gatillo de las cuatro ametralladoras Browning 303. El Junkers fue traspasado por los proyectiles y lo vi alejarse con un motor en llamas.

Chorros de combustible en llamas salían de nuestros depósitos y pasaban frente a mí. El Capitán irrumpió diciendo: No podemos esperar más tiempo, muchachos. Tiene que saltar. ¡Salten!, ¡Salten!, ¡pronto!

Abrí a codazos la puerta de la torreta situada a mi espalda, luego me volví y abrí también la del fuselaje.

Entonces horrorizado, me encontré entre una hoguera gigantesca. El humo y las llamas se precipitaron hacia mí. Ahogándome y a ciegas, me refugie en mi torrecilla.

Pero ¡tenía que recoger el paracaídas! Abrí otra vez la puerta y me lancé en su busca.

¡Era demasiado tarde! La envoltura se había quemado y la seda, antes estrechamente comprimida, iba saliendo comprimida pliegue por pliegue, desvaneciéndose en llamas.

Reflexioné un instante. Apenas cumplidos los 21 años, me sorprendía el fin del mundo. El aceite del sistema hidráulico se había inflamado y las llamas me quemaban la cara y las manos. De un momento a otro el avión podía estallar. Decidí saltar con la esperanza de evitar el dolor de morir abrasado. Al fin y al cabo parecía que muerto ya estaba y una caída libre desde 6000 metros de altura acabaría con mi vida en el justo momento de tocar el suelo.

Rápidamente hice girar la torrecilla hasta una posición de través, abrí la portezuela y desesperado me deje caer en la oscuridad de la noche. Al ir cayendo, una sensación de eterna irrealidad me envolvía y pensé en mi novia Pearl.

Después la nada. Seguramente perdí el conocimiento.”

Si compañeros, este artillero decidió saltar al vació, pienso que realmente habría que estar en su pellejo para saber que se siente al elegir el tipo de muerte que se quiere para sí mismo. ¿Pero qué sucedió luego?

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Recreación de la caída de Alkemade.


Nicholas Alkemade al despertar lo primero que sintió fue un intenso frío, una pulsación en su cabeza y un terrible dolor de espalda. Vio que podía mover las piernas ¡Estaba vivo! de sus labios broto lo siguiente:”¡Gracias Dios mío!”

Sigamos la narración de Alkemade: “trate de incorporarme, pero el dolor era muy intenso. Estirando la nuca pude ver que mis botas de aviador habían desaparecido y que mi ropa estaba quemada y hecha jirones, esculque en mis bolsillos y encontré la caja de cigarrillos bastante maltrecha y el encendedor. No les había pasado nada. Al encender uno, ya que comencé a sentir los rigores del frío, observe que mi reloj no se había detenido. Sus manecillas luminosas marcaban las 3:20 am, había sido cerca de la media noche en que nuestro avión fue alcanzado.”

Nicholas, al notar las condiciones en que se encontraba físicamente, pensó para sí, que ese día no le importaría en absoluto ser un prisionero de guerra. En su cuello tenía el silbato que se utilizaba para mantener contacto con el resto de la tripulación en caso que el avión tuviese que descender al mar. Empezó a tocarlo a intervalos, le pareció que transcurrieron horas, siguió sonando el silbato hasta que logro oír voces, era un grupo de civiles que con linterna en mano le dijeron: “raus Heraus” (levántate) al notar que no podía hacerlo, lo subieron a una lona y lo arrastraron a una casa cercana. Una vez allí Alkemade manifestó que una anciana con la cara curtida pero bondadosa le sirvió el mejor ponche de huevos que él hubiese probado en su vida.

Alkemade cuenta: “Estando en el suelo de la cabaña, oí el ruido de un automóvil que se detuvo fuera. Dos hombres vestidos de paisanos entraron ruidosamente en la habitación (posiblemente Gestapo). Indiferentes a mis dolores, me obligaron a ponerme de pie y me metieron en su automóvil. Me llevaron a un hospital. Me tuvieron mucho tiempo en la sala de operaciones. Solo después supe la extensión de mis lesiones: piernas abrasadas, luxación de rodilla derecha, punzada en la cadera producida por una astilla, torcedura en la espalda, ligera contusión en la cabeza y profunda herida en el cuero cabelludo; además quemaduras de primero, segundo y tercer grado en la cara y manos. La mayor parte de estas lesiones las sufrí antes de abandonar el avión.

Luego de cierto tiempo, vino un sujeto ampuloso que vestía el uniforme de la Wehrmacht, me hizo las usuales preguntas de sondeo: ¿Qué objetivo atacaron ustedes? ¿En dónde está su base?...y muchas otras. Declaré mi nombre, grado y número de serie. A las demás preguntas, solo pude replicar: “No me es permitido contestar”.

En seguida empezaron a preguntarme acerca de mi paracaídas. ¿En dónde lo escondió? ¿Lo enterró? (Los espías que descendían en territorio enemigo, comúnmente ocultaban sus paracaídas, los aviadores que caían en medio de un combate aéreo no lo hacían).
-Me tiré sin paracaídas- les dije.

Creí que la cara del oficial de Wehrmacht iba a estallar de rabia. Profirió una letanía de juramentos, giro sobre los talones y salió taconeando. Durante tres días se repitió el interrogatorio. Al fin me dejaron tranquilo.

Después de tres semanas, cuando mis heridas estaban bastante cicatrizadas, fui llevado al campo de prisioneros de guerra del arma de la aviación, llamado Dulag Luft, cerca de Fráncfort, en donde se me mantuvo incomunicado. El tiempo que pasé así me dio la oportunidad de pensar sobre la manera de convencer a mis interrogadores de que mi increíble historia era verdad.

Cuando una semana más tarde un joven teniente de la Luftwaffe me condujo a la oficina del comandante del Dulag Luft, yo me hallaba preparado.

- Entiendo que debemos felicitarlo, sargento- dijo con sorna el comandante en un inglés excelente - ¿Quiere relatarme usted mismo, por favor, toda la historia de su extraordinaria aventura?
Entiendo que usted pretende haber saltado de un bombardero incendiado, desde una altura de 6000 metros, sin paracaídas, una historia demasiado fantástica, sargento, nicht wabe? (¿No es verdad?).
Le dije que si quería podía comprobar mi relato ¿No había acaso caído un Lancaster destrozado en esa zona la noche del 24 al 25 de marzo? Si era así, ese era el avión del que yo había saltado. Seguramente encontrarían los restos achicharrados de mí paracaídas, justamente delante de la puerta trasera del fuselaje. También podían examinar mi arnés de paracaídas, y verían por sí mismos que nunca había sido usado.

El comandante me escuchó en silencio-. Es una historia verdaderamente extraordinaria.
Habló entonces en alemán al teniente, este saludó y salió. El comandante me pasó un cigarrillo y conversamos amigablemente durante unos 15 minutos, hasta que el teniente irrumpió en la oficina, agitando el arnés de mi paracaídas en una mano y seguido de otros tres oficiales, los cuales gritaban excitadamente en alemán.

El teniente arrojó el arnés sobre el escritorio, y señaló los ganchos de cierre automático que todavía estaban en sus sujetadores, y los tirantes de sostén, aún adheridos a las fajas del pecho. El comandante consideró fríamente todos estos detalles, se recostó después en su sillón y nos miro pensativo de uno en uno. Habló por fin en inglés y nunca podré olvidar sus palabras.
-¡Caballeros es un milagro! Ni más ni menos.

Se levantó, se dirigió hacia mí, y me tendió la mano, que yo estreche.

- Felicitaciones, mi joven amigo, por estar vivo ¡Que historia para contar a sus nietos!

Inmediatamente todos me asediaron, palmeándome la espalda, estrechándome la mano, profiriendo sonoras expresiones de felicitación. El comandante me despidió diciendo:

- Mañana, se lo prometo, se informará a sus compañeros sobre la forma en que ha llegado usted a ser prisionero de guerra.

Al día siguiente, pude darme cuenta de la gran agitación de las autoridades de la Lutfwaffe, estas habían estado bastante activas. Sobre el escritorio del comandante, se veían varias piezas quemadas de metal, entre las que reconocí la argolla de una cuerda de paracaídas y un pedazo de alambre que debía ser la cuerda misma.

- Son los restos de su equipo – me explicó el comandante -.

Los encontramos precisamente en el lugar en que dijo usted que estaría. Para nosotros, esta prueba es concluyente.

Según se me informó, el destrozado Lancaster se hallaba como a 20 kilómetros del lugar en que yo había caído. Cuatro de mis compañeros habían muerto abrasados y habían sido sepultados con todos los honores correspondientes en un cementerio militar cercano a Meschede. Por los nombres y números, comprendí que solo “Ginger” Cleary, nuestro navegante, Geof Burwell, operador de radio, y yo, habíamos sobrevivido (más tarde supe que ellos habían sido expulsados del avión por la explosión final).

Un oficial alemán de aviación y dos suboficiales me escoltaron al recinto en que se hallaban reunidos unos 200 aviadores aliados prisioneros. Se me hizo ponerme de pie en un banco. Después, el oficial de la Luftwaffe relató mi historia a los incrédulos aviadores.

Aquello fue un pandemónium. Se olvidaron nacionalidades. Me vi estrujado por franceses, alemanes, ingleses y norteamericanos, que me estrechaban la mano, me hacían preguntas a gritos, y me obligaron a aceptar el obsequio de un cigarrillo o una tableta de chocolate.

Después me entregaron un papel, firmado durante la demostración por el oficial inglés de más alta graduación, quien había copiado la relación autenticada por los alemanes y la había hecho firmar también por los dos suboficiales británicos de mayor antigüedad. Dice así:

Dulag Luft
Se ha investigado y comprobado por las autoridades alemanas que la afirmación hecha por el sargento Alkemade, 1431537 R.A.F., es verídica en todos sus detalles, esto es, que se arrojó desde una altura de 6000 metros sin paracaídas y llegó al suelo sano y salvo, su paracaídas se incendio en el avión. El sargento Alkemade cayó sobre una gruesa capa de nieve en medio de unos abetos.
Testigos:
H.J. Moore, Teniente Primero, oficial británico de más alta graduación,
R.R. Lamb, 1339582, Sargento Primero,
T.A. Jones, 411, suboficial británico de más antigüedad.
Fecha: 25/4/44.

Después de la liberación en mayo de 1945, el Servicio Secreto investigó los registros de Dulag Luft, encontró que eran ciertos los informes sobre mi extraña aventura, y los incluyó en la Historia Oficial de la Real Fuerza Aérea”.

Conclusión

Nicholas regreso a Inglaterra en 1945, concediendo una multitudinaria rueda de prensa en Londres para explicar los pormenores de su insólita experiencia. Se casó con su novia Pearl, y vivieron en Loughborough, ciudad situada en la parte central de Gran Bretaña, donde trabajo como vendedor en una tienda de variedades. Alkemade tal vez se pregunto alguna vez, por qué una cosa tan maravillosa tuvo que suceder a un hombre tan común y corriente como él. Pues la verdad nunca obtuvo una respuesta satisfactoria.

Nicholas Alkemade, murió el 22 de junio de 1987, y hoy día, tal vez leyendo estas líneas, nos hagamos la misma pregunta que él una vez se hizo ¿Qué explicación pudo tener este extraño acontecimiento? Muchos años después de ocurrido este acontecimiento y en plena era espacial, los científicos emitieron una teoría que de alguna manera lo explique, se demostró que el cuerpo humano puede soportar una aceleración o desaceleración de unos 20 g (20 veces la aceleración de la gravedad terrestre) sin lesiones graves. Desacelerar con fuerza de 20 g desde los 55 metros por segundo hasta llegar a velocidad cero, significa parar en un espacio de sólo 8 metros. Coincidentemente, esta es la altura que puede tener un grupo de pinos lleno de ramas flexibles.

Pero mi teoría personal es esta: ¡Dios estaba al lado de Nicholas Alkemade ese día!

Fuentes:
-Selecciones Reader´s Digest Antología de Aniversario. Año 2000. Articulo “Caí desde 6000 metros y estoy vivo (Pág.21)
-http://www.tocorre.com/es/main.forum.php?fid=1&tid=101884&self_nid=0&page=det,tid
-http://www.jotdown.es/2012/01/nicholas-alkemade-mas-vidas-que-un-gato/
-http://www.taringa.net/comunidades/2-guerra-mundial/2790835/Nick-Alkemade-Una-historia-increible.html
-http://www.exordio.com/1939-1945/personajes/nicholas_alkemade.HTML

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