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lunes, 15 de diciembre de 2014

GAGOMILITARIA NOTICIAS.-OPERACIÓN ATLANTA UNA MISIÓN...... ¡ MADE IN SPAIN !

Operación Atalanta, una misión con sello español
 
javier reverte
Día 14/12/2014 - 15.16h

El compromiso de España en el Índico se ha traducido ya en la detención de 168 piratas. Es el país que más medios aporta


ignacio gil
Los cuarenta y ocho miembros del servicio de patrulla aéreo
La fragata de guerra española «Navarra» abandona Yibuti después de cumplir los cuatro meses de servicio integrada en la Operación Atalanta, la misión de la UE encargada de combatir la piratería en el Índico y de proteger los cargueros que cruzan el Golfo de Adén camino del Canal de Suez y de Europa. La releva la patrullera oceánica «Rayo». Y otro relevo se produce al mismo tiempo: el del destacamento Orión, un servicio de patrulla aéreo que, a partir de ahora, sustituye al que comandaba el teniente coronel Carlos Fernández-Llebre. El nuevo comandante del contingente es el también teniente coronel Francisco Javier Alameda, un madrileño sosegado de 51 años de edad y padre de tres hijas. «¿Cómo no va a ser tranquilo un hombre con cuatro mujeres en casa?», bromeo. Y él sonríe y se encoge de hombros.
 
Tras desembarcar de la fragata «Navarra», el fotógrafo Ignacio Gil y yo vamos a volar en una de las patrullas del nuevo avión destacado por España en la zona, un Delta-4, que sustituye al anterior P-3. El nuevo es un bimotor turbo-hélice fabricado por CASA ( la misma empresa española creadora del exitoso Aviocar), con dos motores de 1.750 caballos, velocidad máxima de 450 kilómetros por hora, una autonomía de vuelo de 10 horas, un alcance de 10.000 metros de altura y una tripulación de nueve personas que puede ampliarse hasta las trece. Hoy volaremos once, nosotros dos incluidos.
Los militares madrugan en la paz y en la guerra y, a eso de las 7,45 horas, ya estamos en base francesa Coronel Massat, a las afueras de Yibuti, que es el aeródromo de donde parten las misiones de la Operación Atalanta. Los 48 miembros del destacamento Orión y los periodistas asistimos a un «briefing» sobre el cometido del día. Hoy se trata de volar directos hasta la cabecera del corredor de seguridad establecido por el mando de la Operación Atalanta –un corredor de 490 millas náuticas, unos 880 kilómetros–, para regresar luego en vuelo más bajo, zigzagueando, hasta la misma base de operaciones en Yibuti. El corredor se ideó como una línea imaginaria que cruza por la mitad el Golfo de Adén, desde el Océano Índico, hasta el estrecho de Bad el Mabden, en la entrada del Mar Rojo. La distancia de cada una de las dos costas, la del Yemen y la de Somalia, es de alrededor de los 140 kilómetros.
 
Hoy el vuelo será tranquilo, con poco oleaje, y un viento liviano. A la ida, en la altura, y al regreso, en vuelo más bajo, tendremos siempre viento de cola. Así son de caprichosos los dos monzones y en este tiempo toca el de invierno, el más benigno de ellos: el que sopla desde el noroeste.
 

Vamos a la pista. Dos suboficiales nos ajustan los chalecos salvavidas, que pueden pesar ocho o diez kilos, cargados de bengalas, señales luminosas, radio, líquido que teñiría las aguas de amarillo alrededor nuestro para que nos vieran los aviones de rescate caso de caer al mar, un repelente de tiburones... Antes de eso, hemos rellenado un papel con claves para ser reconocidos en una posible operación de salvamento en territorio somalí... Y al fin, el comandante de vuelo nos explica cómo funciona el paracaídas si tenemos que saltar: es preciso, al tocar suelo, dejarse caer de lado, sobre un glúteo, aunque es seguro que te romperás algún hueso. Y si amerizas, lo más importante es dirigir el paracaídas contra el viento, porque si éste te tumba de frente sobre el agua, te ahogas seguro. De modo que, ante tanta instrucción imposible de memorizar de golpe, estoy seguro de que moriré si caigo. Decido que la mejor manera de salir vivo de la aventura es no consentir que el avión se desplome, diga lo que diga el piloto.

Sobre el Índico

El comandante de la nave, José Tamame Nicolás, es un «mañico» de aire jovial. Le acompañan como pilotos un teniente mallorquín, Federico Juliá, y otro cordobés, Máximo Segura. A las 8,40 horas se produce el despegue, con un bramido de motores que nos obliga a llevar cascos. El Delta-4 es un avión sólido y fiable. Está pensado para la guerra y no hace concesiones al confort de tiempos de paz: entre otras cosas, su pequeña «toilette» tiene un uso limitado y, lo mismo que el avión es ruidoso en grado extremo, puede llegar a ser también extremadamente oloroso. No está ideado para vuelos de más de diez horas.
 
Alza vuelo el pájaro, alegre, ágil, hacia un cielo muy claro sobre el que cabalgan ocasionales nubecillas. Y el Índico cobra bajo nosotros un brillo argentino forjado por la violencia del sol. A veces, nuestra sombra navega sobre el mar de plata bruñida. Pronto alcanzamos los 7.000 metros de altura, con viento de cola de 171 nudos, o 320 kilómetros por hora (un nudo es igual a una milla náutica, esto es: 1,8 kilómetros). Tenemos por delante ocho horas de misión y, por razones tácticas, llevamos el combustible justo. La hora prevista de regreso son las 16,30.
 
Volamos en dirección noreste y pilotan la nave los tenientes Juliá y Segura, en tanto que el comandante Tamame prepara unos «sandwiches» calientes para la tripulación. Es algo muy común en el arma de aviación, menos jerarquizada que otras por razones de peligrosidad. En la parte trasera del avión comienzan las tareas de localización de barcos de carga y posibles piratas. Hace días que los aviones de Atalanta buscan un «dhow» (faluco) sospechoso de practicar la piratería, de nombre «Yussuf», pero nadie da con él. Quizás se ha escondido en la costa somalí o en la yemení. O quizás no es una nave pirata y se ha esfumado sencillamente porque no cumple con la documentación necesaria para navegar en estas aguas, cosa que sucede con numerosos «dhows» yemeníes, iraníes y, sobre todo, somalíes.
 
Entramos en el corredor de seguridad y el mecánico de vuelo, sargento Mario Navarro, me cede su asiento en la cabina de mando, a la espalda de los pilotos. Por el circuito interno de radio, Juliá y Segura me van explicando las características de la misión. Cada hora, el primero lee un mensaje en inglés para todos los canales abiertos en la zona. Dice: «Este es un avión de la Patrulla Marítima Europea de la Operación Atalanta en el Corredor Internacional Recomendado de Vigilancia (ITRC). Si algún buque tiene información sobre piratería u otra actividad ilegal, puede contactarme en el dial 16». Vuelvo atrás a sentarme un rato con el comandante Tamame. Me cuenta que, para aterrizajes de emergencia, tienen marcado como más cercano el aeropuerto yemení de Adén, pero que no es muy seguro. Prefieren, en un caso así, tomar tierra en el de Dire Dawa, al norte de Etiopía, cerca de la mítica ciudad de Harare, donde residió el poeta Arthur Rimbaud. «En todo caso –añade–, cualquier sitio es mejor que las tierras somalíes».
 
Tamame da el relevo a Segura pasadas dos horas de misión. El joven piloto cordobés se sienta conmigo un rato: es grande de cuerpo –casi no cabe en el asiento– y rezuma andalucismo por los cuatro costados. La Atalanta es su primera misión importante y, sin duda, la vive con emoción singular. Casi todos los otros miembros de la tripulación, por el contrario, son veteranos del Índico. Algunos de ellos han servido aquí en dos ocasiones anteriores, como el teniente Juliá.
Voy hacia la parte trasera de la nave, su verdadero centro de operaciones, el «ojo volador», como se me ocurre ahora llamarlo. Mediante el radar se controla el tráfico de buques y la presencia de barcos extraños. Allí operan la capitán María Cruz Acero, el teniente Diego Cordero y el soldado Miguel Ángel Vidal, responsables tácticos de la misión. Más atrás, el soldado Guillermo Morán fotografía los buques que cruzan el corredor y el sargento Camilo Martínez clasifica las imágenes y las analiza. El de todos ellos es un trabajo muy técnico, fundamental en la Operación Atalanta. Los datos se pasarán esta noche al buque «Andrea Doria», donde se encuentra el comandante supremo de la misión europea.
 
Regresamos a mucha más baja altura, unos 800 metros sobre el mar, y de nuevo con viento de cola. El Delta-4 entra y sale del corredor, serpenteando, en busca de naves sospechosas o para certificar que los cargueros llevan las medidas de seguridad apropiadas a bordo. Y comienzan a aparecer los «dhows» tradicionales del Índico, naves de otras edades: son las mismas que vieron los primeros portugueses que navegaron estas aguas en el siglo XV, pero ahora provistas de motores de gas-oil en lugar de la altanera vela latina.
 
El avión gira a su alrededor hasta identificarlas plenamente y comprobar que no portan nada extraño a bordo, como hombres armados, pequeños esquifes de potentes motores, escalas de abordaje.... De los ocho avistados, casi todos de bandera yemení, ninguno es sospechoso. Pero asoma en el mar un noveno barco que se parece al fantasmagórico barco «Yussuf». Y nuestra nave gira una y otra vez en su cercanía hasta comprobar que es un buque diferente. Le dejamos en paz y nos alejamos. «Yussuf» sigue siendo un misterio.
 
Son las 16,15 horas, casi ocho horas desde nuestra partida, cuando la tarde comienza a desfallecer y nos acercamos a la costa de Yibuti. Hemos recorrido 1.345 millas náuticas (unos 2.400 kilómetros) y los tanques de combustible están casi secos. El teniente coronel Alameda sale a la pista a recibirnos. Y asistimos al «briefing» sobre el vuelo que cierra el día de trabajo para el destacamento Orión.
Luego, Ignacio y yo abandonamos la base camino de nuestro hotel en la ciudad, una suerte de «jaula de oro» en un recodo de la bahía de Yibuti. Desde la ventana se ve el sol derrumbarse como sucede siempre en los trópicos (por aquí cerca pasa el de Cáncer): de golpe, como un pedrusco grande y dorado abriéndose camino entre nubes asustadas.
 
 

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