Laureada al Alcántara 14
FERRER DALMAU
Empezaban los años veinte, en Madrid todavía respiraba confiada la Corte. De vez en cuando se escuchaban los carruajes por Arenal, cuando los Grandes de España acudían a palacio para ser recibidos por los Reyes. Y aquella aristocracia -mitad militar, mitad decadente- comentaba muy entretenida los acontecimientos del Tiro al Pichón, y las portadas de ABC o la crónica social de La Época. Veraneaban en San Sebastián o en Biárriz.
Claro que en aquel julio de 1921 no todos los niños bien estaban de vacaciones. Es cierto que muchos, la mayoría, se libraban de servir en las guerras coloniales gracias al dinero de papá, comprando el deshonor a muy buen precio, y a la vez condenando a un régimen que no podría sobrevivir a tan infame cobardía de sus élites. Pero en esas cortesanas recepciones tampoco era extraño encontrar uniformes de verdad -no los disfraces protocolarios de diplomáticos y grandes maestres-, sino muy jóvenes húsares o cazadores de caballería, luciendo las galas de su regimiento, capaces a la vez de asumir la más refinada etiqueta de palacio, cortejar a señoritas virtuosísimas envueltas en seda, y al mes siguiente estar en mitad de una sangrienta carga de caballería, escupiendo maldiciones y decapitando enemigos a sablazos. Hay quien no lo sabe, pero en la armonía de esa dualidad consiste la civilización.
Regada con sangre
El caso es que miles de españoles de toda clase -desde marqueses hasta niños de inclusa- pasaron aquel verano del 21en la arena nada acogedora de la llanura de Annual. Regándola con sangre.
Aquello debió de ser bastante parecido al horror que imaginaba Conrad, al que filmó Coppola en su Apocalipsis. En muy pocos días se deshacía un ejército de 20.000 hombres, la mitad muertos o cautivos. La derrota en las llanuras de Annual, donde el general Silvestre pagaba con la vida sus errores, se había convertido en una huida desesperada, sedienta, caótica. Silvestre -amigo de Alfonso XIII- había soñado con acrecentar el dominio africano y hasta bautizar la nueva ciudad conquistada con el nombre del monarca. Pero todo aquel sueño de colonial grandeza iba a ser una pesadilla en pocas horas, todo un desastre pocos días.
Abd-el-Krim había iniciado una insurrección general, estaban pasando a sangre y fuego todo el protectorado español, amenazando incluso la ciudad de Melilla. Las harkas -compañías indígenas con oficiales españoles- se pasaban en bloque a los insurrectos, al igual que la policía indígena, reeditando la rebelión de los cipayos que sufrieron los ingleses, y haciendo estragos entre la tropa, que -presa del pánico- ya ni siquiera obedecía a sus oficiales. Era más una carnicería que una batalla.
Muerto -quizás suicidado- Silvestre, el general Navarro se hizo cargo de gestionar el desastre, y es muy justo reconocerle que no eludió una durísima responsabilidad, y que el cumplimiento de ese deber habría de costarle un terrible cautiverio. Años más tarde -ya de regreso en la península- la patria tuvo a bien agradecerle su comportamiento de aquellos días fusilándole en Paracuellos. Pero esa es otra historia.
El caso es que Navarro había medio organizado una columna con los desechos del ejército, y que trataba de ponerla a salvo en Monte Arruit para reorganizarse, y que la única unidad operativa que encontró para proteger la retirada era el regimiento de cazadores de Alcántara 14, mandado por el teniente coronel Primo de Rivera, hermano del que luego sería dictador. El resto del ejército era una masa aterrada que huía en desorden. Primo de Rivera, sin embargo, conseguía mantener no solo la disciplina de su regimiento, también la moral que requiere el sacrificio.
El Igan tenía de río solo el nombre, y quizá algo de agua en otra época del año. Desde luego ese verano era un pedregal seco, identificable solo por los riscos que lo flanqueaban. En aquellos altos esperaba una confiada y muy numerosa fuerza rifeña, decidida a exterminar a aquel ejército en aterrado y en plena fuga.
El general Navarro confió a Primo de Rivera y a sus cazadores la misión de desalojar a los insurrectos de aquella altura desde donde podían hacer tanto daño a los españoles. En realidad era pedir a los que habían conservado la dignidad militar que se sacrificaran por los que huían en desbandada, incapaces de combatir.
La última arenga
Primo de Rivera reunió a sus oficiales sin mucha ceremonia. La arenga fue breve, todo un ejemplo del estilo lacónico de lo militar: “La situación, como pueden ustedes ver, es crítica. Ha llegado el momento de sacrificarse por la patria, cumpliendo la sagrada misión del arma. Que cada cual ocupe su puesto y cumpla con su deber”.
Primo montó en Vendiamar un purasangre español que tampoco sobreviviría a aquella jornada, y formó al regimiento en línea de a cuatro. Miró al trompeta de órdenes, un chaval de 14 años, y le dijo que se quedara en retaguardia, porque él daría las órdenes a viva voz. El trompeta, por supuesto, ni caso. Primero desenvainar los sables, luego avanzar al paso, trote, preparados para la carga y, al fin, el definitivo carguen, la orden más terrible de todas, porque hay que vencer todo resto de instinto de supervivencia para cabalgar hacia la muerte.
Pero los rifeños de Abd-el-Krim no retroceden. Así que después de la primera carga hace falta otra, y luego otra, y otra más. Hasta ocho veces reagrupa Primo de Rivera a sus fuerzas y las lanza contra el enemigo. Al ataque -sin recibir órdenes para ello- se han sumado los oficiales veterinarios y los jovencísimos trece trompetas, de los que no quedó ni uno. Todo lo que queda del regimiento carga como si fuera aquello un sacrificio ritual, ineludible. Las monturas ya no pueden galopar y atacan al paso, otros soldados avanzan a pie, y el caso es que, extenuados pero enardecidos, caballos y jinetes rompen al fin las líneas de los insurrectos y los obligan a huir.
Gracias a la batalla ganada la columna de Navarro de momento está a salvo, pero el regimiento de Alcántara casi ha desaparecido. Más de un noventa por ciento de bajas. Hay que remontarse a la tumba de Rocroi para encontrar un porcentaje parecido. De los 691 hombres que habían formado al toque de diana, aquella noche del 23 de julio solo quedaban 67. De los 32 oficiales, tan solo regresarían cuatro. Muchos se quedaron entre los riscos del río Igan, sin poder pasear nunca más sus vistosos uniformes por los bailes de Madrid. Ahora, allá donde los luzcan, casi un siglo después, podrán adornarlos con la Laureada de San Fernando.
El teniente coronel Primo de Rivera, por su parte, ya tenía en su poder la condecoración. Se la prendió al féretro en el que regreso de África -y muy emocionado- el mismo rey Alfonso XIII.
El poema debido
Mucho más conocida que la de Alcántara, al mencionar una heroica carga de caballería es más fácil que venga la mente la inglesa en Balaclava. Y es que además de formar parte de la historia de los grandes errores bélicos, la famosa carga de esa brigada ligera tiene también un hueco en la literatura por el poema que le dedicara Lord Alfred Tennyson, y otro en el cine por la película de Michael Curtiz y Errol Flynn. Quizá se explica porque un combate a caballo -y mucho más la carga de toda una brigada con húsares, dragones y lanceros- es algo terriblemente evocador para el romanticismo victoriano, y un vistoso espectáculo cinematográfico para Hollywood.
Sin embargo, cuesta creer que la carga del Alcántara en Annual no haya sido digna de una novela, ni de un poema, ni siquiera de un corto. Quizá porque aún existe, previas necedades de la memoria histórica, una autocensura sobre nuestra historia bélica, algo que proviene a partes iguales del hartazgo por tanta derrota y de cierto espíritu cobardón y miserable, el que ha asumido con entusiasmo que soldados de otros países mueran para garantizar nuestra propia seguridad. Algo parecido a ese dinero que pagaban algunas familias pudientes para evitarles a sus hijitos la guerra de África.
Concedida al fin la Laureada debida a los de Alcántara, quizá sea de justicia que algún poeta -alguno de los hermanos García Máiquez, por ejemplo- construya unos versos para la carga del río Igan. En la pintura ya ha cumplido Ferrer Dalmau.
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