Pretorianos de Asad
Siria ya es el escenario de una guerra sectaria entre alauíes y suníes
Los primeros son los responsables de una represión que ya se ha cobrado más de 5.000 vidas
No se les puede distinguir por la manera de vestir o cualquier otro signo exterior. No se proclaman miembros de tal o cual comunidad, ni efectúan ceremonias públicas distintivas. Y, sin embargo, existen y todos sus compatriotas saben que existen: son los alauíes. ¿Cómo puede identificárseles? En un reportaje para Al Yazira, Nir Rosen ha dado esta respuesta: "Es fácil saber estos días si uno está en una zona alauí de Siria. Será ese lugar donde todos y cada uno de los rincones estén decorados con fotos del presidente Bachar, su hermano Maher y su padre, Hafez. Y donde las paredes estarán pintadas con el lema Asad para siempre".
Dos sangrientos conflictos, como mínimo, asolan ahora Siria. A lo que, siguiendo los ejemplos tunecino y egipcio, comenzó hace 11 meses como una lucha juvenil, pacífica y democrática contra los 40 años de dictadura de los Asad, se le ha ido sumando una guerra civil sectaria, cada vez menos soterrada, entre la minoría alauí gobernante y la mayoría suní. Es el triste resultado de la testarudez sanguinaria del rais Bachar el Asad y su clan.
Como los Asad, alauíes son los principales responsables de una represión que ya se ha cobrado más de 5.000 vidas: los jefes y muchos de los miembros de los mujabarat o servicios de espionaje, la Shabiha o milicia del régimen, las tropas de élite de la Cuarta División que dirige Maher el Asad. Y también los civiles que sostienen con más fervor a la familia presidencial.
Por el contrario, suníes son la mayoría de los miembros de las Fuerzas Armadas que se niegan a disparar contra la población rebelde o que incluso desertan. Y de los integrantes del denominado Ejército de la Siria Libre que, a fines del pasado año, comenzaron la resistencia armada. Y de los manifestantes en las calles de Homs y otros lugares.
Los enfrentamientos entre civiles alauíes y suníes se multiplican a lo largo y ancho de Siria. Los primeros temen que la caída de los Asad se transforme en una feroz persecución de su minoritaria y enigmática comunidad; los segundos piden "venganza". Los reporteros que informan sobre el Ejército de la Siria Libre cuentan que uno de sus mensajes primarios de reclutamiento llama a una guerra de los "verdaderos musulmanes" contra "los heréticos alauíes".
Podía haberse evitado, pero Bachar y los suyos se enrocaron en la idea de que las iniciales protestas democráticas eran fruto de una conspiración extranjera en la que estarían los norteamericanos, los europeos, los israelíes, los saudíes, los cataríes, el incendiario predicador fundamentalista suní Adnan al Arur, los islamistas turcos, tunecinos y egipcios y la cadena de televisión Al Yazira. Llegaron a decir que las noticias de Al Yazira sobre las protestas eran filmadas en "gigantescos platós" y bajo la dirección de "cineastas franceses y americanos".
Lo que comprendieron enseguida los correligionarios alauíes de los Asad fue que su hegemonía en la vida siria estaba amenazada. Y cerraron filas en torno al régimen. Ahora, si la comunidad internacional no lo remedia, ellos pueden ser los que paguen la principal factura en el baño de sangre con que todo indica que acabará esta historia.
También llamados alauitas y, antiguamente, nusairis y ansaríes, los alauíes sirios (a no confundir con la dinastía homónima marroquí) suponen entre el 12% y el 15% de los 24 millones de habitantes del país (los suníes estarían entre el 70% y el 75%, siendo el resto cristianos, un10%, drusos, kurdos y otros grupos étnicos o religiosos aún más minoritarios). Étnica y culturalmente, los alauíes son tan árabes como todos los demás; en cuanto a sus creencias religiosas, están enraizadas en el islam chií. El resto es misterioso: constituyen una secta iniciática y solo aquellos de entre ellos que alcanzan niveles superiores de poder o espiritualidad conocen todos sus secretos.
Según cuentan Laurent y Annie Chabry en su Politiques et minorités au Proche-Orient, los alauíes creen en un dios único que se ha encarnado siete veces en otros tantos seres humanos, la última en Alí Ibn Abi Talib, primo y yerno de Mahoma y cuarto califa del islam. Esas siete manifestaciones humanas de la divinidad se habrían expresado a su vez en otras dos personas asociadas, retomando así la idea de la trinidad. Con el tiempo, su fe se habría ido convirtiendo en un sincretismo, con incorporación de elementos del cristianismo, el budismo, el zoroastrismo, el neoplatonismo y el paganismo. También creerían, por ejemplo, en la reencarnación y la transmigración de las almas.
Secularmente, los alauíes, que no ayunan, no peregrinan a La Meca, no rezan en las mezquitas, beben vino y dan más libertad a sus mujeres, han sido considerados paganos politeístas por el ortodoxo y mayoritario islam suní, y por ello muy perseguidos. Su refugio han sido las montañas sirias que dan al Mediterráneo (el Yebel alauí), con Latakía y Tartus como principales ciudades.
Tras la I Guerra Mundial y la caída del imperio otomano, Francia se convirtió en la potencia colonial en Siria. Para asegurarse un mejor control del país, estimuló sus tendencias separatistas y llegó a crear un Estado independiente alauí, con capital en Latakía, que duraría hasta la II Guerra Mundial. Con la independencia, los granjeros alauíes encontraron un abrigo ideal en la ideología laicista, panarabista y socialistoide del partido Baaz. Se incorporaron masivamente a sus filas y a partir de ahí encontraron empleo en las Fuerzas Armadas, los servicios de inteligencia y la Administración.
El Baaz se hizo con el poder en 1963, y en 1970 uno de sus dirigentes, el alauí Hafez el Asad, general de aviación y ministro de Defensa, conquistó la presidencia. En apenas una década, la de 1970, los alauíes se convirtieron en la minoría hegemónica en el rompecabezas sirio. Hafez el Asad pactó con la burguesía suní de Damasco y Alepo: los alauíes llevaban el Estado y los comerciantes suníes se dedicaban a sus negocios.
En las últimas cuatro décadas, los alauíes han ido perdiendo sus señas de identidad religiosas originarias para sustituirlas por la adhesión a los Asad. Ahora son una comunidad sin verdadera convicción ideológica o religiosa, pero cimentada por el miedo a que el final del régimen de los Asad desemboque en una venganza masiva y sangrienta contra ellos. Se ven como una gente que defiende el carácter secular del Estado sirio y mucho más moderna que los suníes.
Ahora, los alauíes levantan en sus aldeas y barrios barricadas defendidas por vecinos armados. Por su parte, los extremistas suníes dicen que las prácticas religiosas secretas de estos "montañeses" son orgías y gritan a favor de que "vuelvan a sus granjas".
Así que el alzamiento democrático contra una autocracia se ha ido convirtiendo en un conflicto sectario entre, de un lado, los suníes y, del otro, los alauíes y sus parientes religiosos y aliados políticos: los chiíes de Irán, el Hezbolá libanés y la mayoría gubernamental en Irak. Algo muy explosivo.
No obstante, intelectuales alauíes se han distanciado públicamente del régimen de los Asad desde Beirut y Nicosia. Un grupo emitió hace poco un manifiesto instando a "los alauíes sirios y a otras minorías étnicas y religiosas que temen las consecuencias de una posible caída del régimen a participar en los esfuerzos para derrocar este Gobierno opresor y participar en la construcción de una nueva república siria basada en la primacía de la ley y en la ciudadanía". A esa vía, la reconciliación nacional en torno a una transición democrática, solo le quedan unos días de viabilidad, unas semanas como máximo.
Como los Asad, alauíes son los principales responsables de una represión que ya se ha cobrado más de 5.000 vidas: los jefes y muchos de los miembros de los mujabarat o servicios de espionaje, la Shabiha o milicia del régimen, las tropas de élite de la Cuarta División que dirige Maher el Asad. Y también los civiles que sostienen con más fervor a la familia presidencial.
Por el contrario, suníes son la mayoría de los miembros de las Fuerzas Armadas que se niegan a disparar contra la población rebelde o que incluso desertan. Y de los integrantes del denominado Ejército de la Siria Libre que, a fines del pasado año, comenzaron la resistencia armada. Y de los manifestantes en las calles de Homs y otros lugares.
Los enfrentamientos entre civiles alauíes y suníes se multiplican a lo largo y ancho de Siria. Los primeros temen que la caída de los Asad se transforme en una feroz persecución de su minoritaria y enigmática comunidad; los segundos piden "venganza". Los reporteros que informan sobre el Ejército de la Siria Libre cuentan que uno de sus mensajes primarios de reclutamiento llama a una guerra de los "verdaderos musulmanes" contra "los heréticos alauíes".
Podía haberse evitado, pero Bachar y los suyos se enrocaron en la idea de que las iniciales protestas democráticas eran fruto de una conspiración extranjera en la que estarían los norteamericanos, los europeos, los israelíes, los saudíes, los cataríes, el incendiario predicador fundamentalista suní Adnan al Arur, los islamistas turcos, tunecinos y egipcios y la cadena de televisión Al Yazira. Llegaron a decir que las noticias de Al Yazira sobre las protestas eran filmadas en "gigantescos platós" y bajo la dirección de "cineastas franceses y americanos".
Lo que comprendieron enseguida los correligionarios alauíes de los Asad fue que su hegemonía en la vida siria estaba amenazada. Y cerraron filas en torno al régimen. Ahora, si la comunidad internacional no lo remedia, ellos pueden ser los que paguen la principal factura en el baño de sangre con que todo indica que acabará esta historia.
También llamados alauitas y, antiguamente, nusairis y ansaríes, los alauíes sirios (a no confundir con la dinastía homónima marroquí) suponen entre el 12% y el 15% de los 24 millones de habitantes del país (los suníes estarían entre el 70% y el 75%, siendo el resto cristianos, un10%, drusos, kurdos y otros grupos étnicos o religiosos aún más minoritarios). Étnica y culturalmente, los alauíes son tan árabes como todos los demás; en cuanto a sus creencias religiosas, están enraizadas en el islam chií. El resto es misterioso: constituyen una secta iniciática y solo aquellos de entre ellos que alcanzan niveles superiores de poder o espiritualidad conocen todos sus secretos.
Según cuentan Laurent y Annie Chabry en su Politiques et minorités au Proche-Orient, los alauíes creen en un dios único que se ha encarnado siete veces en otros tantos seres humanos, la última en Alí Ibn Abi Talib, primo y yerno de Mahoma y cuarto califa del islam. Esas siete manifestaciones humanas de la divinidad se habrían expresado a su vez en otras dos personas asociadas, retomando así la idea de la trinidad. Con el tiempo, su fe se habría ido convirtiendo en un sincretismo, con incorporación de elementos del cristianismo, el budismo, el zoroastrismo, el neoplatonismo y el paganismo. También creerían, por ejemplo, en la reencarnación y la transmigración de las almas.
Secularmente, los alauíes, que no ayunan, no peregrinan a La Meca, no rezan en las mezquitas, beben vino y dan más libertad a sus mujeres, han sido considerados paganos politeístas por el ortodoxo y mayoritario islam suní, y por ello muy perseguidos. Su refugio han sido las montañas sirias que dan al Mediterráneo (el Yebel alauí), con Latakía y Tartus como principales ciudades.
Tras la I Guerra Mundial y la caída del imperio otomano, Francia se convirtió en la potencia colonial en Siria. Para asegurarse un mejor control del país, estimuló sus tendencias separatistas y llegó a crear un Estado independiente alauí, con capital en Latakía, que duraría hasta la II Guerra Mundial. Con la independencia, los granjeros alauíes encontraron un abrigo ideal en la ideología laicista, panarabista y socialistoide del partido Baaz. Se incorporaron masivamente a sus filas y a partir de ahí encontraron empleo en las Fuerzas Armadas, los servicios de inteligencia y la Administración.
El Baaz se hizo con el poder en 1963, y en 1970 uno de sus dirigentes, el alauí Hafez el Asad, general de aviación y ministro de Defensa, conquistó la presidencia. En apenas una década, la de 1970, los alauíes se convirtieron en la minoría hegemónica en el rompecabezas sirio. Hafez el Asad pactó con la burguesía suní de Damasco y Alepo: los alauíes llevaban el Estado y los comerciantes suníes se dedicaban a sus negocios.
En las últimas cuatro décadas, los alauíes han ido perdiendo sus señas de identidad religiosas originarias para sustituirlas por la adhesión a los Asad. Ahora son una comunidad sin verdadera convicción ideológica o religiosa, pero cimentada por el miedo a que el final del régimen de los Asad desemboque en una venganza masiva y sangrienta contra ellos. Se ven como una gente que defiende el carácter secular del Estado sirio y mucho más moderna que los suníes.
Ahora, los alauíes levantan en sus aldeas y barrios barricadas defendidas por vecinos armados. Por su parte, los extremistas suníes dicen que las prácticas religiosas secretas de estos "montañeses" son orgías y gritan a favor de que "vuelvan a sus granjas".
Así que el alzamiento democrático contra una autocracia se ha ido convirtiendo en un conflicto sectario entre, de un lado, los suníes y, del otro, los alauíes y sus parientes religiosos y aliados políticos: los chiíes de Irán, el Hezbolá libanés y la mayoría gubernamental en Irak. Algo muy explosivo.
No obstante, intelectuales alauíes se han distanciado públicamente del régimen de los Asad desde Beirut y Nicosia. Un grupo emitió hace poco un manifiesto instando a "los alauíes sirios y a otras minorías étnicas y religiosas que temen las consecuencias de una posible caída del régimen a participar en los esfuerzos para derrocar este Gobierno opresor y participar en la construcción de una nueva república siria basada en la primacía de la ley y en la ciudadanía". A esa vía, la reconciliación nacional en torno a una transición democrática, solo le quedan unos días de viabilidad, unas semanas como máximo.
“Mataron a mi amor de 23 años y deserté”
El baño de sangre que vive Siria lleva a unirse a los rebeldes a muchos miembros de las fuerzas de seguridad del régimen, como Mohamed, exagente de la inteligencia
“No sabía cómo fabricar un explosivo. Puse ‘bomba’ en Google, me salieron los ingredientes, pedí que me los trajeran de Líbano y me salió bien”, explica Hafez con una sonrisa infantil, sentado en una de las casernas del Ejército de la Siria Libre (ESL), en la provincia de Homs. Este informático es el único artificiero de las fuerzas rebeldes sirias de esta zona, salpicada de lugares secretos al abrigo de las tropas de Bachar el Asad. “Somos pobres y no tenemos nada, solo nuestras mentes. Estamos aprendiendo rápido, ¡es nuestra primera revolución!”. Por la puerta entra Aneshma, nombre de guerra de este coronel desertor del Ejército, con una bolsa de plástico negra llena de teleobjetivos para sus M16. Hay un pequeño revuelo y una decena de jóvenes, todos entre 25 y 35 años, comienzan a toquetearlos con la ilusión de un niño con zapatos nuevos.
“Nos faltan armas, nos falta de todo. Pero queremos la libertad y lucharemos hasta el final”, dice el militar con mucha calma, rodeado de papeles con las instrucciones que intenta leer, pero están en inglés y no las entiende. Solo uno de ellos permanece apartado, observando una fotografía en su móvil. “Mi amor”, anuncia señalando la pantalla, donde aparece una hermosa siria. “Tenía 23 años. La mataron los shabiha(matones del régimen) en julio por participar en una manifestación. Después deserté. Le ordenaron a mi compañero que me pegara un tiro, pero era mi amigo y me dejó escapar. Hay muchos como yo que quieren abandonar, pero tienen miedo por sus familias porque toman represalias”, explica Mohamed, un exagente de la inteligencia, la temidamujabarat.
El ejército rebelde lo componen sobre todo musulmanes suníes, muchos son desertores, mecánicos, granjeros o agricultores de la zona, que conocen el terreno y las carreteras secundarias. Las principales están tomadas por las tropas gubernamentales. Sobre la pared hay apoyados varios Kaláshnikov, M16, fusiles italianos y dos morteros. “Esos se los robamos a unos hombres de Hezbolá. Cogimos sus cuerpos y los colgamos de los cables de la luz en Homs”, cuenta Hafez, con un gesto de orgullo.
No es el único lugar en el que asoman armas. En la ciudad de Al Qusayr, Masim, miembro de la resistencia de 25 años, espera una llamada sentado en el salón junto a su pistola Beretta nueve milímetros de calibre. Observa pensativo uno de sus cuatro móviles, uno para cada compañía. El régimen corta las redes telefónicas y la luz desde hace meses, comunicarse o encender la calefacción es tarea imposible. La vida está paralizada desde el inicio de la revolución, no tiene trabajo y ahora su misión consiste en inventar artilugios para conseguir una conexión de Internet o teléfono para mostrar su revolución al mundo. “Ojalá tengamos algún día libertad de expresión. Ahora si hablas, te matan”. Masim enterró hace poco a uno de sus amigos, Farsad, el cámara de la revolución. Losshabiha le cogieron hace unos meses, le asesinaron y le arrancaron los globos oculares. Ahora se ha convertido en un héroe venerado y conocido con el sobrenombre de Los Ojos de la Verdad.
El hermano de Masim, Mustafá, está sentado a su lado, intentando hacer funcionar dos aparatos de espionaje made in China, un ratón de ordenador que es a su vez un teléfono móvil y un enchufe múltiple al que se le puede insertar una tarjeta SIM para que detecte movimientos y llame a ese número. Sobre la mesa hay unos 50 llaveros que llevan una cámara oculta. “Se creen que somos estúpidos. Pero los estúpidos son ellos. Un soldado de Bachar el Asad me preguntó en un control si llevaba Facebook encima. ¡Como si fuera un aparato!”, ríe a carcajadas.
Entre ellos está uno de los 10 hombres encargados de organizar la entrada de suministros en el país, Abu Emir, de Hama. Medicinas, aparatos electrónicos, armas y maletines repletos de fajos de billetes. “El dinero lo envían hombres de negocios sirios en el extranjero que financian la revolución”, explica, con el rostro preocupado. “Tenemos muchos problemas. Todos cuestionan las operaciones del ESL, todos quieren ser comandantes, no se ponen de acuerdo. Tampoco le hacen mucho caso a la opinión que pueda tener la resistencia civil en los pueblos, y eso es un problema”, asegura. Aun así, Abu Emir está a favor de seguir con la lucha armada: “Llevamos meses manifestándonos de forma pacífica y han asesinado a cientos de personas simplemente por acudir a una protesta. ¡Nos tenemos que defender de algún modo!”.
Son las siete de la tarde. Un padre corre en un descampado con su hija pequeña en brazos, que no ha sobrevivido a los salvajes bombardeos que han castigado durante una semana a una población desprotegida, en medio del abandono y la oscuridad, tan negra como el futuro de unas gentes que se encomiendan a Alá cada minuto, aislados del mundo y sin ayuda.
En el barrio de Baba Amro, en Homs, el estruendo de las bombas, 500 al día, se entremezcla con los cánticos que emanan de los altavoces de las mezquitas, donde rezan durante horas seguidas por los cientos de muertos de la última semana. Aquí no tienen tiempo de geranios ni arroces, hay que recoger los restos humanos que se esparcen en las casas bombardeadas, donde los cadáveres destrozados e irreconocibles muestran la crudeza de una pesadilla sin escapatoria. “Somos seres humanos, pero nos están matando como animales. ¿Dónde está la ayuda de la comunidad internacional? A nadie le importa”, exclama Daniel Abu Dari, activista, frente a la puerta de un hospital repleto de heridos y cadáveres donde no queda anestesia ni se puede operar.
Los tanques de El Asad rodean toda la ciudad. Hay que salvar vidas, aunque solo hay dos doctores exhaustos que no pueden tenerse en pie. Los francotiradores disparan a todo lo que se mueve, hasta los gatos. Las calles están vacías. Los rostros de la población, hacinada en las plantas bajas de los edificios, reflejan dolor, desesperación y rabia. Dos personas cruzan la calle a toda velocidad, sendas balas les persiguen.
Mientras hombres, mujeres y niños sirios mueren en Homs, la televisión gubernamental muestra un programa de cocina, la receta de hoy son unas ricas albóndigas sirias. En Al Qusayr, Masim señala la pantalla con un gesto de resignación. Se coloca la bufanda y sale cruzando con temeridad una esquina en la que le gritan “¡ganaaas! (francotirador)”. La atraviesa tranquilamente, acompañado de varios niños inconscientes que ríen divertidos, como si fuera un juego. Los vecinos han colocado una barricada baja e inútil con una foto de El Asad en dirección al francotirador. Convivir con el peligro les ha convertido en potenciales suicidas, acostumbrados a la muerte, a la sangre, a una violencia creciente que se respira en una guerra civil que no hace más que empezar.
La revolución funciona en dos direcciones. Por un lado, el Ejército de la Siria Libre elimina todos los elementos militares prorrégimen, el último objetivo fue el cuartel general de los servicios secretos, donde mataron a cinco personas. Por otro, la resistencia política negocia con las familias alauíes y cristianas que se han beneficiado de la mafia del régimen, frente al 80% de musulmanes suníes en Al Qusayr. “Los cristianos son nuestros hermanos. En esta ciudad hemos convivido siempre sin ningún problema, no hay razón para que ahora nos matemos los unos a los otros”, asegura Um Zaha Edine, de 60 años. “No vamos a darle el gusto a Bachar. Todos queremos lo mismo, que se vaya y deje de matar al pueblo”.
Sin embargo, en muchas familias se masca la división, como en la de Muamar, capitán del Ejército del régimen, que juega con su hija de dos años, Durra, cuando aparece su hermano Husein, miembro del ESL. A la pregunta de qué manda si la fidelidad al régimen o a los suyos, exclama: “¡Cómo voy a denunciarle, es mi hermano!”.
Fuente Diario "EL PAÍS"
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