Pizarro, el conquistador que venció a 40.000 soldados incas con 200 españoles
Día 24/05/2013 - 08.45h
El aventurero realizó varias partidas de exploración al territorio desconocido de Perú, donde se tuvo que enfrentar a todo tipo de peligros
En los años en los que todavía no se conocían todos los recovecos del planeta eran pocos los que se atrevían a adentrarse en las desconocidas e inexploradas selvas del llamado Nuevo Mundo. Sin embargo, entre ellos se encontraba Francisco Pizarro, un español que, mediante espada y morrión, dirigió varias partidas de exploración a Perú y llegó a vencer, junto a otros 200 españoles, a un ejército de casi 40.000 incas.
Y es que el siglo XVI fue uno de los más prolíficos para la Corona, que mediante Pizarro tomó posesión de una gran parte del oeste de América del Sur. No obstante, esta tarea se realizó gracias al sacrificio de cientos de españoles que, con la promesa de un futuro mejor, se adentraron en inhóspitos e inexplorados territorios sabiendo de antemano que en cualquier momento les podía llegar la muerte.
Pizarro fue hijo bastardo, criador de cerdos y sin cultura. Nació en Trujillo (Cáceres)
Desde pequeño, Francisco nunca se destacó por su interés en la cultura, algo que sin duda ayudó a su padre a tomar la decisión de obligarle a cuidar cerdos. Sin embargo, y según cuenta la leyenda, a los pocos años los animales a su cuidado contrajeron una grave enfermedad y Francisco, por temor a ser culpado de ello, huyó a Sevilla con tan sólo 15 años. Desde allí iniciaría su vida militar, pues decidió embarcarse rumbo a Italia para luchar en los Tercios.
Pizarro comenzaría su andanza por las tierras del Nuevo Mundo con 24 años. Al parecer, viajó a América, como muchos, seducido por las aventuras y la posibilidad de ganar dinero. Tras su llegada participó como soldado en varias expediciones sabiendo de antemano que, debido a que era un hijo bastardo y carecía de cultura, le sería muy difícil ascender.
Eran años difíciles en los que los españoles trataban, a costa de multitud de vidas, de asentarse en el territorio luchando contra los naturales del lugar: los indígenas. «Los indios eran exóticos. Andaban desnudos, dormían en casuchas de madera y dormían en hamacas. Eran lampiños, de menor estatura que los españoles, pero bien proporcionados (…) En cuanto a las mujeres, iban descubiertas de medio cuerpo hacia arriba (…) Las vírgenes dejaban ver su cuerpo enteramente desnudo», determina el escritor y graduado en Derecho Roberto Barletta Villarán en su libro «Breve historia de Francisco Pizarro».
Todo cambió radicalmente para Pizarro durante una de las expediciones que dirigió el conquistador Alonso de Ojeda con la intención de tomar el golfo de Urabá (ubicado cerca de Panamá). El cometido, que en principio no parecía dificultoso, se complicó cuando los nativos locales, armados con arcos y flechas untadas en veneno, asediaron el emplazamiento español levantado en el territorio: el fuerte de San Sebastián.
Su primer mando militar sucedió pues parecía inmune a las plagas
«Al despedirse de sus hombres, Alonso de Ojeda (…) dejó a cargo al soldado barbudo (…). Su nombre lo conocía bien. A sus dotes por él conocidas se sumaba que era uno de sus mejores soldados y que (…) parecía inmune a las plagas que asolaban a su hueste. No dudó en dejarlo al mando ascendiéndolo a capitán y nombrándolo jefe de la expedición en su ausencia», destaca el autor.
Antes de partir, Ojeda ordenó a Pizarro resistir durante 50 días en el fuerte con los escasos soldados de los que disponía. A su vez, determinó que, si pasado ese período no recibía refuerzos, tenía potestad para huir junto a sus hombres en dos bergantines que dejaba a su disposición. El español no lo dudó y se aprestó a defender el lugar durante ese largo tiempo.
Una épica y mortal defensa
Como era de esperar, los casi dos meses siguientes fueron un calvario pues, a los combates con los indios, se sumó la escasez de alimentos. Tal fue la desesperación de los soldados que se vieron obligados a matar y comerse a sus caballos, algo inimaginable en aquella época. Para colmo, según pasaba los días, la posibilidad de recibir refuerzos se reducía.
Finalmente, una vez que pasaron los 50 días y nadie había acudido en su ayuda, Pizarro decidió que era hora de partir. Sin embargo, se le planteó una nueva dificultad: los dos buques amarrados no tenían capacidad para transportar a los 70 soldados que habían sobrevivido. Por ello, se vio obligado a tomar una difícil decisión.
«Pizarro optó entonces por esperar a que el hambre, la enfermedad y los indios redujeran a sus efectivos. Cuando sucedió, los soldados destruyeron el fortín y se amontonaron en los dos bergantines. Hacía seis largos meses que habían llegado a San Sebastián», explica por su parte el profesor de Civilización Hispanoamericana Colonial Bernard Lavallé en su texto «Francisco Pizarro y la conquista del imperio inca».
A partir de ese momento su tenacidad le valió la reputación de hombre valeroso y regio. De hecho, pronto llegó a convertirse en alcalde de Panamá, un territorio que se convirtió en la punta de lanza para la conquista española de Perú.
En 1522 Pizarro decidió que era hora de partir hacia tierras inexploradas
«La palabra Perú (Pirú o Perú) provenía, parece ser, de Birú, nombre de un cacique rico en oro y en perlas que, según los indios, vivía por allá, en el sur, y de quien los españoles habían escuchado hablar durante sus primeras exploraciones sobre la costa del Pacífico», sentencia Lavallé en su libro.
Las promesas de riqueza cautivaron así al barbudo conquistador español, que organizó en 1524 una primera expedición formada por dos desvencijados barcos, 110 hombres, 4 caballos e, incluso, un perro de guerra. No obstante, y a pesar del dinero invertido, esta primera aventura no tuvo demasiado éxito. A pesar de todo, Pizarro no se dio por vencido, y tan sólo dos años después planeó un nuevo viaje en el que, con unos recursos similares, partió de nuevo en busca de Perú.
Estatua de Francisco Pizarro en su localidad natal, Trujillo (Cáceres)
Aunque este éxodo comenzó de una forma algo más prolífica que el anterior, pues consiguieron capturar una barcaza mercante india cargada con todo tipo de perlas preciosas, no terminó de forma agradable. Concretamente, las dificultades llegaron después de que la columna española se adentrara en la jungla, donde los soldados, hambrientos, sedientos y carcomidos por las enfermedades, tuvieron que hacer frente también a algunos grupos de indígenas.
Tal fue la situación de los soldados, que, cuando llegaron a una isla segura, muchos decidieron que ya habían pasado suficientes calamidades como para seguir adelante. De hecho, la mayoría plantearon que erahora de izar el ancla y volver a territorio español.
En ese momento, Pizarro lanzó un discurso de gran emotividad intentando convencer a sus hombres de que aguantaran un poco más, pues las riquezas se encontraban al alcance de la mano. «Desenvainando su espada, habría trazado una línea sobre la arena y propuesto pasarla a aquellos que, en vez de la oscuridad y de las miserias seguras de Panamá, ¡prefirieran el oro y la gloria de Perú!. (…) Según la tradición, trece hombres atravesaron la línea trazada por su jefe. La historia de la Conquista los conoce bajo el nombre de los Trece de la Fama», determina el escritor.
Parece que la decisión les fue ventajosa pues, tras explorar una extensa área del oeste de América del Sur, lograron hacerse con todo tipo de riquezas entregadas por algunos caudillos locales y volvieron a Panamá como héroes en 1529. No obstante, tras este último viaje, ahora tocaba proyectar la invasión armada del territorio, la cual alzaría a Pizarro como gran estratega militar.
Una nueva y curiosa expedición
Este viaje armado fue planeado a penas dos años más tarde. «La expedición dejó el puerto de Panamá el 20 de enero de 1531. Llevaba más de 180 hombres y una buena treintena de caballos. (…) Conociendo la importancia militar que tenían entonces estos animales en los combates contra los indios, es una prueba manifiesta de que esta vez el objetivo ya no era explorar Perú, sino más bien conquistarlo militarmente», señala Lavallé.
Al mando de este contingente se destacó Pizarro, quien nombró a su hermano Hernando como uno de sus más destacados oficiales. No pasó mucho tiempo hasta que la columna española, que contaba en este caso con arcabuces -un arma muy temida por indígenas-, decidió pisar definitivamente suelo peruano. De hecho, planearon invadir a la civilización inca aprovechando que esta se encontraba sumida en una guerra civil que enfrentaba a dos de sus líderes (Atahualpa y Huáscar) por el poder.
Los conquistadores españoles desconocían las intenciones del líder inca Atahualpa
En poco tiempo, el contingente español recorrió hacia el sur un amplio trecho de la costa oeste de América del sur sin encontrar ni una mera onza de oro. A esto se unió el hecho de que, cuando la desesperación empezaba a cundir entre los soldados -ávidos de riquezas-, llegaron informes de que Atahualpa se había puesto al mando de un contingente formado por miles de incas en el norte.
Aunque es cierto que los conquistadores desconocían la actitud del líder suramericano hacia ellos, no podían correr el riesgo de que ese inmenso ejército se hubiera constituido para darles caza.
En busca de Atahualpa
Hoy todavía se desconoce por qué se tomó la decisión, pero ya fuera por soberbia, por descubrir las verdaderas intenciones de Atahualpa, o por buscar suerte en el norte, Pizarro decidió que partiría con sus soldados al encuentro del inca.
De nuevo, y haciendo uso de su oratoria, dio un discurso a los soldados en el que, según los cronistas, señaló que, en el caso de que los incas fueran hostiles, confiaba en que sus soldados estarían a la altura de las circunstancias. «Habría dejado saber a sus hombres que debían estar listos para cualquier eventualidad. Poco importaba su pequeño número frente a la “multitud de gentes” que rodeaban al inca. Pizarro esperaba que todos dieran “muestras de coraje como tenían costumbre como buenos españoles que eran”», señala el autor.
La suerte estaba echada. El contingente español formó decidido a avanzar hacia la ciudad de Cajamarca (ubicada en la sierra norte de Perú), al encuentro del poderoso líder inca. Desconocían si este combatiría o no, pero estaban decididos a hacer frente a cualquier eventualidad y confiaban en sus cañones, en sus fieles arcabuces -cuyo estruendo acongojaba a los indios-.y en sus caballos -animales que los nativos creían infernales y ante los que huían aterrados-.
Durante el largo camino, sin embargo, todo tipo de emisarios de Atahualpa acudieron al encuentro del pequeño ejército de Pizarro, ofreciéndoles multitud de regalos e informándoles de que su jefe pretendía reunirse con ellos en Cajamarca. No obstante, esto no relajó a los oficiales españoles, cuya vista se iba a la empuñadura de la espada con cada paso que daban. Tal era el recelo, que algunos oficiales de la columna aconsejaron al español no comer ni beber nada enviado por el rey enemigo.
Llegada a Cajamarca
El 15 de noviembre de 1532, la columna vio por fin la entrada de Cajamarca, una bella ciudad pétrea a 2.700 metros de altura. «Los españoles se quedaron mudos por el gran espanto que sintieron al ver la extensión del campamento enemigo. En él habría unas 50.000 personas, más de la mitad guerreros», explica, en este caso Barletta.
En un intento de ganar confianza y desconcertar a los posibles asaltantes que esperaran escondidos en la ciudad, Pizarro ordenó que sus jinetes entraran con un estruendoso galope en Cajamarca. En cambio, no hizo falta usar el terror que insuflaban las monturas españolas en los indios, pues esa parte de la ciudad estaba desierta. Aprovechando esa pequeña ventaja, los militares españoles decidieron entonces asentarse en la plaza central del lugar, la cual podría hacer las veces de fortaleza al contar sólo con dos entradas entre los edificios.
Cajamarca era una bella ciudad pétrea de unas 50.000 personas
Sin embargo, también ordenó a Hernando que ejecutara un curioso plan que había elaborado para poder vencer al inmenso ejército inca. «Pizarro pensó que Atahualpa podía atacar esa noche, así que tomó la iniciativa. Invitaría al Inca a cenar con él, y en ese momento lo apresaría. (…) El plan era osado, pero (…) lo ejecutó con firmeza», señala el autor peruano.
Tras seleccionar a una pequeñísima escolta, Hernando se presentó ante Atahualpa. Este, según Lavallé, era un hombre fuerte, atractivo y de unos treinta años. Altivo, el líder Inca no se dirigió en ningún momento de forma directa al representante español, sino que hizo que sus palabras pasaran primero por un noble. Por su parte, los españoles no descabalgaron de la montura en toda la entrevista ante el miedo de ser atacados.
Tras beber un licor local -no sin recelo por parte de los españoles, que seguían manteniendo la idea de que los presentes que se les otorgaban podían estar envenenados- Hernando pidió al líder Inca, como estaba previsto, acudir a cenar al improvisado cuartel español. Tras unos segundos, Atahualpa decidió no decepcionar a los visitantes y, aunque explicó que aquel día ya era tarde, acudiría en la jornada siguiente a comer. El plan estaba en marcha. Rápidamente, los jinetes volvieron a contar las novedades a su jefe para iniciar los preparativos para la captura.
Sin embargo, Atahualpa tenía su propia estrategia. «Su plan era simple: él iría ante los españoles aparentemente sin mala intención, pero muy decidido a tomarles por sorpresa, a matarlos junto a sus monturas, y a reducir a la esclavitud a quienes se salvaran. Para esta emboscada, ordenó a sus soldados cubrir sus ropajes hechos de hojas de palma con amplios vestidos de lana», señala por su parte Lavalle.
Una increíble victoria
Al día siguiente los españoles prepararon su emboscada. Concretamente, Pizarro estableció que el rapto de Atahualpa se llevaría a cabo en el centro de la plaza. A su vez, ordenó a todos sus jinetes mantenerse inmóviles hasta que él diera la orden de ataque. Todos se encomendaron a Dios, pues sabían que su única forma de sobrevivir en aquella ciudad era capturar al inca, de lo contrario, serían aplastados por el inmenso ejército enemigo.
Atahualpa llegó al campamento casi al anochecer, después de múltiple insistencias. Junto a él, traía a un inmenso séquito y una ingente cantidad de riquezas que avivaban todavía más las ilusiones españolas. En cambio, también se destacaban en sus filas miles y miles de combatientes ansiosos de acabar con los españoles conquistadores.
Todavía en aparente paz, el sacerdote de la compañía fue el primero en dirigirse, con su debido traductor, a Atahulpa. Como estaba planeado, el religioso se acercó al rey inca para pedirle que se convirtiera al cristianismo y aceptara la palabra de Dios. De hecho, y como símbolo de sus palabras, le entregó una Biblia al poderoso líder, el cual se encontraba sentado en un trono transportado por varios porteadores.
A Atahualpa, que nunca vio un libro antes, se le ofreció una Biblia y la arrojó al suelo
La paciencia cristiana se agotó. Pizarro, armado con su espada, se abalanzó entonces sobre Atahualpa con un pequeño séquito para, a continuación, dar la señal de ataque. En ese momento, los casi cincuenta jinetes españoles se lanzaron sobre los soldados enemigos y la multitud que, al tratar de huir, provocó una avalancha humana increíble en la que fallecieron cientos y cientos de incas.
Por su parte, mientras los cañones y los arcabuces daban buena cuenta de las tropas enemigas, Pizarro se abalanzó sobre el trono de Atahualpa acompañado por una veintena de soldados. Casi en trance, la escasa tropa atravesó y despedazó con sus espadas a la guardia personal del inca, que, finalmente, fue capturado.
Media hora después la plaza era un caos. La mayoría de las tropas enemigas habían huido de la ciudad con pavor. Por otro lado, casi tres mil cuerpos, una inmensa parte de los soldados de Atahualpa, salpicaban el suelo. Había sido una masacre, y había sido perpetrada por tan sólo dos centenares de españoles que habían puesto en fuga a un ejército de unos 40.000 hombres.
El fallido rescate de Atahualpa
El plan había tenido un final impecable. Tras la captura, Pizarro encarceló en una habitación a Atahulpa, quién, en un intento de ser liberado, prometió a los españoles llenar esa misma estancia de oro y otras dos similares de plata si le dejaban libre. Pizarro aceptó sin dilación y, así, comenzaron a llegar a la ciudad toneladas y toneladas de riquezas para los conquistadores.
Tras varios meses, los españoles lograron conseguir un botín cercano a 1.200.000 pesos, una ingente cantidad que nunca antes había sido obtenida en ninguno de los viajes de Pizarro. Los soldados no cabían en sí de gozo durante el reparto, pues al fin habían obtenido lo que llevaban años buscando.
En cambio, Pizarro se retractó en su promesa y decidió acabar con la vida de Atahualpa tras recibir falsas e interesadas opiniones de sus allegados. Finalmente, el 26 de julio de 1533, los oficiales españoles se reunieron y decidieron el ajusticiamiento del rey por, entre otras cosas, sus traiciones sobre los cristianos.
Esa misma tarde, las tropas españolas se reunieron en la plaza de la ciudad para poner fin a la vida del mandatario. «El inca fue amarrado a un tronco de árbol y se colocaron a sus pies haces de leña, pues se había tomado la decisión de quemarlo vivo por idólatra», destaca el escritor.
Atahualpa antes de su muerte recibió el bautismo
La muerte de Pizarro
Después de la proeza llevada a cabo con sus 200 hombres, la suerte dejó de sonreír a Pizarro, que acabó enemistado con otro de los conquistadores españoles, Diego de Almagro. El enfrentamiento llegó a tal nivel que ambos se enfrentaron en una batalla decisiva en la que vencieron las tropas pizarristas.
Tras la muerte de Almagro –el cual fue ajusticiado después de ser enjuiciado por los hermanos Pizarro-, una docena de sus partidarios atacaron por sorpresa a Francisco en su casa de Lima el 26 de junio de 1541. Finalmente, y a pesar de que se defendió hasta el final, el viejo conquistador español cayó muerto de una estocada en la misma ciudad que había fundado sólo seis años antes.
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