El USS Maine
(ACR-1) fue un acorazado pre-dreadnought de Segunda Clase de la Armada
de los Estados Unidos,
fue comenzado en el astillero naval de Nueva York el 17 de octubre de 1888;
botado el 18 de
noviembre de 1889
amadrinado por Alicia Tracy Willnerding, nieta del Secretario de Marina Benjamin Tracy.
USS MAINE
Astillero Astillero Naval de Nueva York
Tipo Acorazado pre-dreadnought
Autorizado 3 de agosto de 1886
Iniciado 17 de octubre de 1888
Botado 18 de noviembre de 1889
Asignado 17 de septiembre de 1895
Baja 15 de febrero de 1898
Destino Hundido en el puerto de la Habana
Características generales
Desplazamiento 6
682 t
Eslora 97,23
m (319 pies)
Manga 17,37
m (57 pies)
Calado 6,55
m (21 pies y 6 pulgadas)
Blindaje
• Cinturón:
305 mm
• Cubierta:
51–76 mm
• Torretas:
203 mm
• Torre de
mando: 254 mm
• Mamparos:
152 mm
Armamento
• 4 cañones
de 203 mm (10")
• 6 cañones
de 152 mm (6")
• 7 cañones
de seis libras
• 8 cañones
de una libra
• 4 tubos
lanzatorpedos de 355 mm (14")
Propulsión
• 2
máquinas de vapor de triple expansión
• 8
calderas
•2 hélices
Potencia
9 293 hp
Velocidad 16,45 nudos (30,47 km/h)
Tripulación
392
tripulantes
Fue asignado el 17 de septiembre de 1895, el Maine zarpó del Astillero de Nueva York el 5 de noviembre de 1895 hacia Newport, R.I. y después hacia Portland, Maine, para visitar el estado que le brindó su nombre. El 29 de noviembre zarpó para inspección y ensayos, siendo asignado a la escuadra del Atlántico Norte el 16 de diciembre de 1895, partiendo al día siguiente hacia Fort Monroe, Virginia, adonde arribó el día de Navidad. Estuvo destacado en ese lugar hasta junio de 1896, partiendo el día 4 para Cayo Hueso para dos meses de cursos y ejercicios, regresando a Norfolk el 3 de agosto. El Maine continuó con extensas operaciones costeras hasta finales de 1897, cuando fue preparado para viajar a Cuba para proteger a los ciudadanos estadounidenses en caso de sucesos violentos en la lucha de España contra las fuerzas insurrectas.
El 11 de diciembre de 1897 parte de Hampton Roads hacia Cayo Hueso, adonde arriba el 15. Allí se le unen barcos de la escuadra del Atlántico Norte para realizar maniobras, partiendo de Cayo Hueso el 24 de enero de 1898 hacia La Habana.
Con la excusa de asegurar los intereses de los residentes estadounidenses en la isla, el gobierno estadounidense envió a La Habana el acorazado de segunda clase Maine. El viaje era más bien una maniobra intimidatoria y de provocación hacia España, que se mantenía firme en el rechazo de la propuesta de compra realizada por los Estados Unidos sobre Cuba y Puerto Rico. El 25 de enero de 1898, el Maine hacía su entrada en La Habana sin haber avisado previamente de su llegada, lo que era contrario a las prácticas diplomáticas tanto de la época como actuales. En correspondencia a este hecho, el gobierno español envió al crucero Vizcaya al puerto de Nueva York.
A pesar de lo inoportuno de la visita, la población habanera permanecía tranquila y expectante y parecía que el capitán general, Ramón Blanco, controlaba perfectamente la situación. Por otra parte, a pesar de que el Maine tuvo un gélido recibimiento por parte de las autoridades españolas, Ramón Blanco y el capitán del navío, Charles Sigsbee, simpatizaron desde el primer momento y se hicieron amigos.
Sin embargo, a las 21:40 del 15 de febrero de 1898, una explosión ilumina el puerto de La Habana. El Maine había saltado por los aires. De los 355 tripulantes, murieron 254 hombres y 2 oficiales. El resto de la oficialidad disfrutaba, a esas horas, de un baile dado en su honor por las autoridades españolas.
El capitán de la embarcación Charles D.
Sigsbee escribía una carta a su esposa en su recamara, cuando la primera de
dos explosiones lo tiró al piso. Desde tierra firme el espectáculo era más
impresionante.
Al escuchar la explosión el General
Lee, que se encontraba escribiendo un reporte a Washington sobre la
impresión en Cuba de la carta de Dupuy, corrió a la ventana para ver en
llamas al destructor de 6682 toneladas hundirse rápidamente por la proa. Los
españoles enviaron naves a rescatar a los sobrevivientes y antes que pudieran
contarse las bajas, las consecuencias, aunque no las causas, fueron
aparentes inmediatamente.
La explosión había ocurrido directamente
debajo de los dormitorios, matando a dos oficiales y 250 hombres
instantáneamente. Otros ocho morirían en las horas siguientes a la explosión,
tras la cual y bajo una gruesa lluvia el capitán Sigsbee, como era costumbre en
la época, abandonaría de último al Maine antes que se hundiera por
completo.
Teorías acerca
del hundimiento
- La primera teoría es que trató de una explosión provocada, bien por
patriotas cubanos pro-españoles, marinos españoles, insurgentes cubanos o
marinos estadounidenses interesados en provocar el desencadenamiento de la
guerra mediante una operación
de bandera falsa, se habrían acercado al buque en la oscuridad y
adosaron una mina a la proa del Maine.
- La segunda teoría es que la detonación se produjo accidentalmente en
los pañoles de munición, por una explosión espontánea de polvo de carbón de una carbonera
imprudentemente localizada junto a la santabárbara de la nave.
Tradicionalmente ha sido una opinión muy extendida
entre los historiadores españoles el creer que la explosión fue provocada por
los propios estadounidenses para utilizarla como excusa para su entrada en la
guerra. Algunos estudios actuales apuntan a una explosión accidental de la santabárbara, motivada por el calentamiento de los mamparos que la separaban de la carbonera contigua, que en
esos momentos estaba ardiendo.
Otros estudios recientes han señalado que, dados los
desperfectos causados por la explosión, si la misma hubiera sido provocada por
algún artefacto externo, ésta habría hecho al barco saltar (literalmente) del
agua. Algunos de los documentos desclasificados por el gobierno de EE.UU. sobre
la Operación Mangosta (proyecto para
la invasión de Cuba posterior al fracaso de Bahía de Cochinos) avalan la polémica hipótesis de que la explosión fue causada en realidad
por el propio gobierno de EE.UU. con el objeto de tener un pretexto para
declarar la guerra a España.
España negó desde el principio que tuviera algo que
ver con la explosión del Maine, pero la campaña
mediática realizada desde los periódicos de William RandolphHearst, hoy día el Grupo Hearst, uno de los principales imperios mediáticos del
mundo, convencieron a la mayoría de los estadounidenses de la culpabilidad de
España.
EE.UU. acusó a España del hundimiento y declaró un
ultimátum en el que se le exigía la retirada de Cuba, además de empezar a
movilizar voluntarios antes de recibir respuesta. Por su parte, el gobierno
español rechazó cualquier vinculación con el hundimiento del Maine y se
negó a plegarse al ultimátum estadounidense, declarándole la guerra en caso de
invasión de sus territorios, aunque, sin ningún aviso, Cuba ya estaba bloqueada
por la flota estadounidense.
Comenzaba así la Guerra Hispano-Estadounidense, que
con posterioridad se extendería a otras colonias españolas como Puerto Rico, Filipinas y Guam.
El hundimiento del acorazado fue el principal
detonante de la Guerra Hispano-Norteamericana. El suceso fue ampliamente difundido y tergiversado por diversos medios de
comunicación estadounidenses, como parte de la Propaganda en
la Guerra Hispano-Estadounidense, para
justificar la intervención y posterior anexión estadounidense de Cuba y una
serie de colonias españolas repartidas por todo el mundo.
Sin esperar el resultado de una investigación, la prensa sensacionalista de William RandolphHearst publicaba al día siguiente el siguiente titular: «El barco de guerra Maine partido por la mitad por un artefacto infernal secreto del enemigo».
Durante casi un mes entre diciembre y
enero de 1898, el recién construido USS Maine había estado esperando en
Key West, Florida, por las palabras claves que lo llevarían a su destrucción:
twodollars. El mensaje, (que debía ser repetido una sola vez) tenía que venir
del cónsul norteamericano en La Habana, un tal General Fitzhugh Lee y
significaba que las vidas de norteamericanos y sus propiedades estaban en
peligro por la revolución cubana en contra de los españoles.
La situación, sin embargo, no era tan sencilla,
y sería afectada por muchos acontecimientos presentes y pasados.
A diferencia de la revolución que
sacudiría Cuba poco más de medio siglo más tarde, el gobierno
norteamericano sí simpatizaba con esta. Sobre todo por razones económicas, pero
serían las electorales la que tendrían más peso en el desenlace de todo el
asunto.
La opinión pública norteamericana, vía una
incendiaria prensa amarillista liderizada por William RandolphHearst y
su New York Journal, no pasaba un día sin urgir al gobierno de intervenir
en la isla y ayudar a los patriotas cubanos en su lucha contra el
"salvaje" imperio español.
La prensa norteamericana de entonces
estaba envuelta en la llamada guerra de los periódicos. Esta era una batalla de
estilos, donde un bando encabezado por Hearst y otro encabezado por Joseph
Pulitzer, se peleaban por el mercado periodístico norteamericano. El bando
de Hearst favorecía el amarillismo escandaloso, el de Pulitzer una prensa más
seria, con ambos terminando siempre tan incendiarios como el que más. Y como lo
que vendía periódicos en la época era Cuba, la opinión pública recibía su dosis
diaria de noticias del frente español, que generalmente giraba en torno a las
barbaridades que cometían los españoles en contra de los patriotas
cubanos.
A pesar de esto, Washington
cuidadosamente se negaba a intervenir. O al menos a intervenir directamente. En
lo que iba de guerra habían sucedido varios conflictos diplomáticos por la
captura por parte de los españoles de suministros dirigidos a los rebeldes desde
Florida. El comercio de la isla, a pesar de ser española, estaba
prácticamente en manos del industrialato norteamericano y a solo ellos
perjudicaba la inestabilidad cubana, por lo que la excusa de Washington para el
armamento camuflado era siempre era el mismo: el derecho al libre comercio.
Pero este mangüareo también se debía otras
razones. McKinley, por ejemplo, apenas había sido juramentado el año
anterior y su política exterior aún no estaba definida. Que Washington le tenía
ganas a Cuba desde hacía tiempo no era ningún secreto, pero las condiciones
nunca se habían dado para cristalizar este deseo. Monroe había
diplomáticamente abierto las puertas al futuro expansionismo norteamericano con
su doctrina de "América para los Americanos", que en realidad era más
como "América para los Norteamericanos en vez de los para los
Europeos". Y sureños de la Florida habían intentado sin éxito
invadir la isla tan temprano como en 1841.
Pero en general la política de Washington
hacia Cuba era de esperar y limitarse al apoyo indirecto y la presión
diplomática. Cosa que en 1847 Quincy Adams puso en palabras al declarar que
tarde o temprano Cuba iría a manos de los Estados Unidos "como la fruta
desprendida cae del árbol".
Además, la armada española todavía
era demasiado poderosa para que los yanquis trataran de hacer algo, o al
menos eso creían ellos. Los españoles estaban fogueados por siglos de dominio
marítimo y geográfico, cosa que los Estados Unidos, sin experiencia en
conflictos internacionales, no podían decir ni en chiste. Pero para 1898 las
cosas habían cambiado. Los españoles se habían debilitado por las guerras de
independencia tanto en Cuba como las Filipinas, y los norteamericanos,
libres de la guerra civil y la conquista del oeste, no se equivocaron al ver en
esto otra oportunidad de expansión a costa de los castellanos.
Pero la duda estaba. ¿Podía los Estados
Unidos verse cara a cara con España? Muchos en Washington lo dudaban, y muchos
más en Madrid lo temían, y además, aunque el resto de las naciones
europeas veían con gusto que España perdiera sus posesiones en América, no les
daba ninguna nota que fueran a caer en manos de los Estados Unidos. Por lo que
a pesar que la milicia estadounidense se encontraba prácticamente ociosa y el
generalato ansioso por probarse a si mismo con un conflicto como el cubano, los
días siguieron pasando sin que McKinley se decidiera hacer nada. Y
quizás nunca hubiera podido hacer nada de no haber sido por dos hechos fortuito
que acabaron con la neutralidad de Washington y convirtieron en proféticas las
palabras de Grover Cleveland al transmitir la presidencia a McKinley.
"Siento profundamente, Sr. Presidente," dijo Cleveland "dejarle
la herencia de una guerra con España, que llegará antes de que transcurran dos
años".
Esto no era ninguna novedad. Ya desde
hacía más de un año que los perros de guerra en Washington habían hecho un plan
de ataque contra las Filipinas.
Culturalmente menos sólida en cuanto a su
identidad como nación independiente, creían los norteamericanos, los filipinos
eran un hueso más fácil de roer que Cuba, que ya se veía a si misma
como nación libre. Filipinas al final extendería la guerra con España, contra
Washington hasta 1902.
Y mientras se esperaba por el llamado de Fitzhugh,
que nunca llegaría o sería necesario, la empezaba a cuajarse en los círculos
diplomáticos de la capital norteamericana.
Entonces el ministro exterior de España en
la capital americana era un
Enrique Dupuy de Lôme. Un valenciano de
origen francés que había logrado mantener a Cleveland a distancia, autorizaría
a regañadientes la petición del Ministerio de Estado norteamericano para que el
Maine levara a anclas con destino a La Habana como visita de cortesía. De Lôme,
inocente de ser vigilado de cerca, expresó su disgusto a un amigo en una carta
fechada en diciembre de 1897, donde en lenguaje abierto llamaba a McKinley
un hombre crudo y populista hasta la indecisión. La carta nunca llegaría a su
destinatario, siendo interceptada por espías cubanos o norteamericanos, que la
enviaron como un regalo del cielo a la oficina de William RandolphHearst en
Nueva York. El 9 de febrero de 1898 la primera plana del Journal sería
el primer paso hacia la guerra: "El peor insulto a los Estados
Unidos en su historia."
McKinley inmediatamente solicitó una
disculpa oficial del gobierno español, que fue recibida el 14 de febrero junto
con la remoción de Dupuy, y un cortejo de delegados que buscaron solucionar el
conflicto sin ir a la guerra, pero los acontecimientos del día siguiente
condenarían la movida al fracaso.
En su primer reporte de Sigsbee urgía a Washington
a no hacer juicios antes de realizar una investigación sobre el siniestro. Pero
la guerra de los periódicos no se servía de intereses públicos, y antes que
Washington dijera algo Hearst anunció que él mismo investigaría la explosión. Pulitzer
respondió con la misma moneda, alquilando un remolcador y contratando a unos
buzos para estudiar el destructor y aunque nunca obtuvieron permiso para hacer
tales cosas, las portadas del World y el Journal dejaban poco
lugar a dudas: "El Maine fue partido en dos por una maquina infernal
secreta del enemigo" publicó Hearst. "Explosión del Maine fue causada
por una bomba", "Sospecha de torpedo" publicaría Pulitzer
para no quedarse atrás. En todos los Estados Unidos empezaron a usarse botones
con la orden del día: "Rememberthe Maine, ToHellwithSpain"
Por meses los periódicos habían estado
publicando detalladamente historias de horror sobre lo que era la vida bajo el
opresivo gobierno español. Favoritas eran sobre todo las relacionadas con la
errónea política de reconcentración aplicada por el ex gobernador de la isla
General Valeriano Weyler. Weyler había movido pueblos enteros a campos
de reconcentración con la intención de minimizar el daño a civiles durante la
guerra con los rebeldes, o al menos eso decía. Pero en realidad, como el
proyecto no había sido implementado correctamente, los campos de
reconcentración terminaron matando a miles de hambre y enfermedad,
eventualmente convirtiéndolos en focos de insurgencia.
Las historias en la prensa norteamericana
hablaban de españoles caníbales, torturas y campos de exterminio, pero por lo
general las historias solo eran inventos o exageraciones del conflicto. Uno de
los corresponsales que visitó Cuba en esa época fue el ilustrador Frederick
Remington. Enviado por Hearst, se sorprendió cuando al llegar a Cuba, la
isla estaba lejos de parecer el infierno que había leído en los periódicos.
"No hay guerra,"
Remington le escribió a Hearst. "Solicito que se me venga a buscar."
La respuesta de Hearst llegó por cable el
mismo día. "Favor quedarse. Usted suministre las fotos, yo
suministro la guerra." En el ínterin Hearst ganaría la primera de sus
muchas batallas periodísticas. La edición del 17 de febrero del Journal
sería la primera en los Estados Unidos en vender más de un millón de
ejemplares.
Y mientras las investigaciones sobre la
explosión se llevaban a cabo las teorías no dejaban de aparecer. El General Lee
pensaba que era accidental. Otros que habían sido los rebeldes cubanos para
forzar la intervención norteamericana. El Departamento de Marina por su parte
sugirió que quizás había sido el producto de una combustión espontánea
en los depósitos de carbón. Otras naves habían sufrido incidentes similares
aunque no tan graves. También se pensaba que el barco había derivado hacia una
mina, una bomba había sido traída a bordo por un visitante en La Habana o en Key
West y que las municiones habían sido empacadas incorrectamente.
En este ambiente, los españoles sabían que
el tiempo era oro, por lo que entrevistaron a los sobrevivientes en la primera
hora después del incidente, y el 20 de febrero una corte anunció que no había
encontrado evidencias sugiriendo una causa externa. Pero Washington se
había negado a realizar la investigación en conjunto y durante el siguiente mes
entrevistó de nuevo a los testigos, realizó una experticia y a finales de marzo
publicó el reporte final. Las explosiones en dos o más cartuchos delanteros
habían sido causadas por una mina submarina. No se asignó culpa, al menos
oficialmente, y mientras trascurrían los días, lo populista que Dupuy
había criticado en McKinley emergió presionado por una opinión pública cada vez
más escandalizada por la inacción.
El 11 de abril McKinley pidió al Congreso
poderes extraordinarios para intervenir militarmente en Cuba. Dos semanas más
tarde empezó lo que Teodoro Roosevelt describió como la "esplendida
pequeña guerra", que terminó con la victoria de los Estados Unidos el
12 de agosto de 1898.
Como resultado de la guerra España perdió
sus posesiones en el hemisferio occidental y las Filipinas.
Pero el misterio del Maine continúo en
tinieblas, apareciendo de vez en cuando en alguna comisión del Congreso hasta
que en 1911, el barco fue levantado del fondo del la bahía, para realizar otra
investigación sobre la causa de la explosión. La comisión volvió a concluir que
el agente había sido externo, aunque no con el lugar de la explosión. Pero antes
que se pudiera estudiar el fondo del barco, el mismo fue destinado a la
historia.
En 1912, el Maine fue arrastrado a alta
mar y tras una ceremonia de despedida con honores militares desapareció bajo
las olas.
Cien años después de aquella explosión, el Maine sigue siendo un caso abierto. Por un lado, los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo en cuál fue la causa que provocó la explosión del buque. Por otro, para Cuba, las consecuencias de aquella guerra aún persisten en cierto modo, ya que EE UU sigue siendo su principal enemigo.
Quizá el mejor símbolo de este desencuentro histórico está en el malecón de La Habana. Allí, un monumento descabezado frente al hotel Nacional recuerda a las víctimas del Maine. Está todavía la placa de bronce de 1926, firmada por el entonces comandante de la Marina norteamericana, con los nombres de los soldados y oficiales que se hundieron con el acorazado en el fondo de la bahía, pero el águila imperial que coronaba las dos columnas del monumento ya no está. El 1 de mayo de 1961, una grúa revolucionaria arrancó de cuajo el aguilucho, y hoy su cuerpo de bronce y las alas rotas están en la sala de la República del Museo de la Ciudad. Nadie sabe cómo fue a dar a manos norteamericanas la cabeza del águila, pero lo cierto es que hoy ésta preside el bar de la Sección de Intereses de EE UU en La Habana. En conferencias de prensa celebradas en él, sonrosados funcionarios norteamericanos han justificado bajo esta cabeza de bronce la necesidad de mantener el embargo contra Cuba.
En el Museo de la Ciudad, Yadira, la cuidadora de la sala de la República, da su particular versión de la historia. «El águila ésta toda desbaratá significa el fin del imperialismo». «Pero todavía existe EE UU, y es la principal potencia del mundo», requiero. «Sí, pero en Cuba ya no. Aquí el imperialismo ya se acabó», dice sonriendo Yadira. «Ahora aquí lo que tenemos es socialismo». En el Museo de la Revolución, otra sala guerrillera guarda parte de la cadena del ancla del Maine. La sala está cerrada por reparaciones, pero Norma Alonso, su responsable, cuenta gentilmente cómo se explica aquí la historia a los turistas: «Todo estaba planeado por Estados Unidos, fue un pretexto para la intervención, eso es lo que se ha dicho siempre en la historia de Cuba».
Para el historiador cubano Rolando Rodríguez, la explosión del Maine no fue la causa de la guerra. «EE UU estaba determinado a intervenir en Cuba a menos que España la pusiese en sus manos», asegura en un artículo publicado en Granma.
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