Los
últimos soldados
estadounidenses se retiraban de Irak y los amigos y familiares de los
muertos en combate se preguntaban si el sacrificio de los suyos valió la
pena.
El
número de fallecidos asciende a 4.500. David Hickman, de 23 años, natural de Greensboro, fue la
última baja de guerra. El comunicado de prensa fue muy escueto. Solo tres
párrafos para contar que murió el 14 de noviembre por las «lesiones sufridas por
un artefacto explosivo inesperado».
«David
Emanuel Hickman. ¿Acaso ese nombre no te provoca una sonrisa?», preguntaba en el
funeral Logan Trainum, uno de los mejores amigos del soldado, tras una
ceremonia en una iglesia de Greensboro.
Trainum afirma que no se tortura pensando por qué murió su amigo: «No tengo
datos suficientes como para formarme una opinión. Sencillamente estoy triste y
rezo para que mi mejor amigo no haya dado su vida en vano».
Lo
recuerda como un muchacho a quien le agradaba bromear con sus amistades.
Fanático del culturismo, se autodenominaba «Zeus» porque decía tener un cuerpo
que habría causado la envidia de los dioses. En secundaria jugó al fútbol
americano.
«Hay
mucha gente, también entre mi familia, que no saben lo que está pasando en el
mundo», afirmaba Wes Needham, que fue entrenador de David cuando era estudiante.
«Están ajenos a todo. Solo me siento y pienso en el coraje que hay que tener
para hacer lo que hacen, sobre todo a su edad», añade.
Víctimas jóvenes
Según
un estudio de la agencia «Associated Press», la edad media de los
estadounidenses muertos en Irak es de 26 años. Unos 1.300 tenían 22 años o
menos, mientras que unos 511 superaban los 35 años.
El
dolor está fresco para la gente que conocía a Hickman, pero el paso de los años
no ha aliviado la angustia de quienes perdieron a seres queridos en los primeros
días de la guerra, antes de que Estados Unidos se insensibilizara debido a la
acumulación de cifras.
Jonathan Lee Gifford, hijo de Vicky Langley, murió apenas dos
días después de la invasión. Más de ocho años después, ella se sienta en su
hogar de Illinois, rodeada de fotos de su hijo y un par de pinturas del joven en
uniforme que le enviaron desconocidos.
Dice
que no se obsesiona pensando en el sentido de la muerte de su hijo y de los
demás muertos. «Solamente el pueblo iraquí lo puede responder», sentencia.
Piensa constantemente en su hijo. Y recuerda cuando, después de dejarlo de
pequeño en su primer día de guardería, regresó a su casa y para encender todos
los electrodomésticos «porque todo estaba demasiado silencioso sin él».
Dice
que ya de adulto la llamaba sin falta cuando caía la primera nevada del año.
Jamás olvidará cuando llamaron a su puerta a las 11 de la noche y el capellán le
informó que su hijo de 30 años había muerto en Irak.
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