Stalingrado, el vuelco
Día 05/07/2014 - 04.48h
En el frío invierno de 1943, a las puertas de Siberia, entre ruinas, escombros y miseria, se decidió la Segunda Guerra Mundial
Fue un espanto. El pulso entre dos voluntades sostenido sobre cientos de miles de cadáveres. Hitler con voluntad absoluta de ganar. Stalin con la misma determinación en no perder. Ninguno de ellos dispuesto a dar un paso atrás en unas ruinas que ni eran estratégicas, ni comportarían especial ventaja militar para ninguno de los dos bandos. Sólo un triunfo moral. Al margen de cualquier retórica, Stalingrado, la Batalla de Stalingrado, fue el fruto de la mística hitleriana. Casi un decenio antes de los combates en la ciudad, Leni Riefenstahl rodaba su espectacular film sobre el movimiento nacionalsocialista entonces recién llegado al poder. Allí estaban, en vivo y en directo, todos sus gerifaltes, con sus galas pardas, con sus mitos germánicos, con sus desfiles y sus esvásticas. El nazismo en estado puro (Sieg Heil!). Considerado una obra maestra del séptimo arte, este largo reportaje cinematográfico resume en su título mejor que muchos tratados e interpretaciones sobre el Tercer Reich la esencia del pensamiento de Hitler: «El triunfo de la voluntad».
Hitler estaba convencido de que la voluntad de ganar conduce siempre a la victoria
Su negativa a ceder, a replegarse de Stalingrado, contra el criterio de sus generales y en la seguridad de que la fuerza de su voluntad terminaría prevaleciendo, supuso la derrota de Alemania, no sólo en la ciudad, no sólo en el frente del Este, sino en la guerra. Ésta pudo prolongarse por dos años más, pero Alemania ya estaba vencida, como previamente habían sido vencidos Japón e Italia. En el frío invierno de 1943, a las puertas de Siberia, entre ruinas, escombros y miseria, se decidió la Segunda Guerra Mundial con la derrota de la última potencia del Eje con posibilidad de alcanzar sus objetivos militares. Aún tendría que llegar Kursk, la mayor batalla de toda la contienda, o Normandía… Aún demostraría la Wehrmacht su enorme capacidad de combate retrasando un final inexorable. Pero Alemania ya estaba vencida. Stalingrado había supuesto el vuelco definitivo: «Antes nunca tuvimos una victoria. Después nunca fuimos derrotados» pudieron haber dicho Stalin o los generales del Ejército Rojo. Pero la frase es de Churchill, con referencia a otra batalla decisiva, El Alamein.
Derrota de Italia. En El Alamein, cuando aún se luchaba encarnizadamente en las calles de Stalingrado, perdió la guerra Italia. Aunque las fuerzas del Eje estuvieran dirigidas por generales alemanes, y alemanas fueran las tropas decisivas en aquella campaña, la guerra en el Norte de África era una guerra de Italia, por intereses italianos y en donde estaba involucrado el grueso del Regio Esercito. Italia perdió la guerra en El Alamein, aunque se tardara aún unos meses en expulsar a los germano-italianos definitivamente de Túnez. Luego vendrían Sicilia, la destitución de Mussolini, la invasión del territorio continental, el fin del fascismo y la entrada de los aliados en Roma, declarada ciudad abierta. («Roma cittá aperta», de Rossellini, con guión de Fellini, otro de los grandes títulos de la cinematografía universal).
Ni el suicidio de los kamikazes cambió la suerte de una guerra que ya estaba perdida
Tres escenarios, tres guerras, tres derrotas. A principios de 1943, en el corto espacio de poco más de medio año, una a una las potencias del Eje habían sido vencidas. Quizá ni los propios aliados fueran capaces de darse cuenta entonces de la magnitud de sus éxitos, de la suma de sus éxitos, pero la Segunda Guerra Mundial había quedado decidida y ni el régimen de cartón piedra mussoliniano, ni la capacidad de autosacrifico del soldado japonés y ni siquiera la voluntad de victoria de Hitler podrían ya revertir un resultado que tardaría aún más de dos años y medio en quedar certificado, a costa de tanto inútil sacrificio…
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