El Ejército sigue marcando el paso
Los militares ejercen una enorme influencia pese a contar con pocos ministros
Ricard González El Cairo 23 DIC 2013 - 17:00 CET
“Esto no ha sido un golpe de Estado, pues los militares entregaron el poder a un Gobierno civil tras deponer a Morsi”, argumentaba Nabil Fahmi, ministro de Exteriores egipcio, en un reciente encuentro con periodistas hispanos. Y al menos formalmente, así es. El presidente interino es el presidente del Tribunal Constitucional, y de los 37 ministros del Ejecutivo, los miembros del Ejército no llegan a media docena. Sin embargo, muchos egipcios consideran que, tras las bambalinas, los uniformados ejercen una enorme influencia sobre la Administración del país.
Un escándalo acaba de reforzar esta creencia. Dos miembros del comité que redactó la nueva Constitución denunciaron que el texto definitivo había sido modificado en secreto tras la última sesión de la Asamblea. Concretamente, se habría cambiado en el preámbulo la expresión que atribuye a Egipto “un sistema civil” por “un Gobierno civil”. El matiz es relevante, pues algunos expertos sugieren que podría abrir la puerta a un mayor papel de las Fuerzas Armadas en la gestión del país, situándolas por encima del Gabinete.
“La mayoría [de miembros del comité] no quisimos crear una polémica al respecto para no afectar a la aprobación de la Constitución”, declaró en una entrevista televisiva Mohamed Abul Gar, líder del Partido Socialdemócrata, sugiriendo que el Ejército impuso el cambio con el consentimiento de algunos miembros de la Asamblea. Sin embargo, su presidente, Amr Musa, lo negó.
“El Ejército es desde hace seis décadas la institución más poderosa del país, y su peso se hace sentir en las decisiones del actual gobierno, a base de apoyar a una o a otra facción en un Gabinete heterogéneo”, sostiene Georges Fahmi, un investigador del instituto AFA. De acuerdo con la hoja de ruta prevista, tras la aprobación de la Constitución se deben celebrar elecciones, y entonces asumirá el poder un Gobierno electo. No obstante, no está claro si tendrán lugar primero los comicios legislativos o los presidenciales.
En buena medida, el papel que desempeñe el Ejército durante los próximos años dependerá de si el ministro de Defensa, Abdelfatá al Sisi, decide presentarse a las elecciones presidenciales. La mayoría de analistas considera que el popular general, cuyas fotos adornan las calles y tiendas de El Cairo, sería el gran favorito. Incluso algunos de sus posibles rivales, como el nasserista Hamdin Sabahi, renunciarían a sus ambiciones presidenciales si él formalizara su candidatura.
Después del golpe, Al Sisi rechazó esta posibilidad, pero en sus últimas declaraciones públicas ha dejado la puerta abierta a dar un salto al ruedo político. Aunque la campaña ciudadana Kammel Gemilak (“completa tu favor”, en árabe), asegura haber recogido millones de firmas para convencerlo a presentarse, algunos de sus admiradores no lo ven claro.
El movimiento juvenil Tamarrud, que organizó las manifestaciones multitudinarias
antigubernamentales que precedieron el derrocamiento de Morsi, cambió su posición esta semana, y aconsejó a Al Sisi permanecer en su cargo. Entre los argumentos contra su candidatura, figura la voluntad de consolidar la transición a la democracia, y la percepción de que es mejor para la imagen y prestigio de las Fuerzas Armadas no implicarse en la gestión del día a día en un periodo tan turbio. Egipto vive una grave crisis política y económica, punteada por estallidos violentos periódicos, ya sea en forma de disturbios callejeros o atentados.
“En el Ejército, existe la mentalidad de que es la única institución capaz de mirar por el bien de la nación. Ven a los políticos como una casta motivada únicamente por sus intereses particulares”, sostiene Ahmed Kandil, analista del Centro de Estudios Estratégicos Al Ahram. Ahora bien, estas ideas se podrían plasmar en un papel de supervisor, más que de gestor, del sistema político, como sucedía en Turquía antes del ascenso al poder de Recep Tayyip Erdogan.
Vista su prestigio entre las Fuerzas Armadas y una parte de la sociedad, parece que la decisión recaerá exclusivamente en Al Sisi. En unos presuntos comentarios filtrados recientemente, el general explica haber tenido sueños premonitorios hace décadas que le sugerían estar predestinado a gobernar Egipto. En uno de ellos, conversaba con el difunto rais Anuar el Sadat: “Me dijo que yo sería presidente, y le respondí que ya lo sabía”.
Un escándalo acaba de reforzar esta creencia. Dos miembros del comité que redactó la nueva Constitución denunciaron que el texto definitivo había sido modificado en secreto tras la última sesión de la Asamblea. Concretamente, se habría cambiado en el preámbulo la expresión que atribuye a Egipto “un sistema civil” por “un Gobierno civil”. El matiz es relevante, pues algunos expertos sugieren que podría abrir la puerta a un mayor papel de las Fuerzas Armadas en la gestión del país, situándolas por encima del Gabinete.
“La mayoría [de miembros del comité] no quisimos crear una polémica al respecto para no afectar a la aprobación de la Constitución”, declaró en una entrevista televisiva Mohamed Abul Gar, líder del Partido Socialdemócrata, sugiriendo que el Ejército impuso el cambio con el consentimiento de algunos miembros de la Asamblea. Sin embargo, su presidente, Amr Musa, lo negó.
“El Ejército es desde hace seis décadas la institución más poderosa del país, y su peso se hace sentir en las decisiones del actual gobierno, a base de apoyar a una o a otra facción en un Gabinete heterogéneo”, sostiene Georges Fahmi, un investigador del instituto AFA. De acuerdo con la hoja de ruta prevista, tras la aprobación de la Constitución se deben celebrar elecciones, y entonces asumirá el poder un Gobierno electo. No obstante, no está claro si tendrán lugar primero los comicios legislativos o los presidenciales.
En buena medida, el papel que desempeñe el Ejército durante los próximos años dependerá de si el ministro de Defensa, Abdelfatá al Sisi, decide presentarse a las elecciones presidenciales. La mayoría de analistas considera que el popular general, cuyas fotos adornan las calles y tiendas de El Cairo, sería el gran favorito. Incluso algunos de sus posibles rivales, como el nasserista Hamdin Sabahi, renunciarían a sus ambiciones presidenciales si él formalizara su candidatura.
Después del golpe, Al Sisi rechazó esta posibilidad, pero en sus últimas declaraciones públicas ha dejado la puerta abierta a dar un salto al ruedo político. Aunque la campaña ciudadana Kammel Gemilak (“completa tu favor”, en árabe), asegura haber recogido millones de firmas para convencerlo a presentarse, algunos de sus admiradores no lo ven claro.
El movimiento juvenil Tamarrud, que organizó las manifestaciones multitudinarias
antigubernamentales que precedieron el derrocamiento de Morsi, cambió su posición esta semana, y aconsejó a Al Sisi permanecer en su cargo. Entre los argumentos contra su candidatura, figura la voluntad de consolidar la transición a la democracia, y la percepción de que es mejor para la imagen y prestigio de las Fuerzas Armadas no implicarse en la gestión del día a día en un periodo tan turbio. Egipto vive una grave crisis política y económica, punteada por estallidos violentos periódicos, ya sea en forma de disturbios callejeros o atentados.
“En el Ejército, existe la mentalidad de que es la única institución capaz de mirar por el bien de la nación. Ven a los políticos como una casta motivada únicamente por sus intereses particulares”, sostiene Ahmed Kandil, analista del Centro de Estudios Estratégicos Al Ahram. Ahora bien, estas ideas se podrían plasmar en un papel de supervisor, más que de gestor, del sistema político, como sucedía en Turquía antes del ascenso al poder de Recep Tayyip Erdogan.
Vista su prestigio entre las Fuerzas Armadas y una parte de la sociedad, parece que la decisión recaerá exclusivamente en Al Sisi. En unos presuntos comentarios filtrados recientemente, el general explica haber tenido sueños premonitorios hace décadas que le sugerían estar predestinado a gobernar Egipto. En uno de ellos, conversaba con el difunto rais Anuar el Sadat: “Me dijo que yo sería presidente, y le respondí que ya lo sabía”.
--O--
Egipto culmina su involución tras el golpe
El régimen aumenta la represión contra la oposición laica tras arrasar a los grupos islamistas
El Gobierno convoca un referéndum constitucional para enero
Ricard González El Cairo 23 DIC 2013 - 21:31 CET
A pesar de estar sellada a las protestas antigubernamentales desde hace casi medio año, los grafitis y las ausentes baldosas de la emblemática plaza de Tahrir de El Cairo aún evocan su tumultuoso pasado reciente. No obstante, su fisonomía podría cambiar pronto si prospera un concurso urbanístico para remodelarla. El futuro de Tahrir forma parte de una batalla para configurar, o quizás reescribir, el pasado, presente y futuro del Egipto posrevolucionario.
La narrativa oficial, seguida al pie de la letra por todos los medios de comunicación, asegura que el expresidente islamista Mohamed Morsi fue depuesto en julio por una revolución popular y no por un golpe de Estado. Una especie de segunda ola del tsunami que derrocó a Mubarak. Los carteles que piden el sí para el referéndum constitucional de mediados de enero lo hacen en nombre de las “revoluciones del 25 de enero y del 30 de junio”.
Sin embargo, esta interpretación terminó de perder su credibilidad el domingo, tras la severa sentencia de tres años de cárcel a tres conocidos activistas, iconos de la revuelta de 2011, por oponerse a la draconiana ley de manifestaciones. “Lo que está persiguiendo el régimen actual es un golpe contra la revolución del 25 de enero y sus objetivos”, proclamó Amr Alí, coordinador del revolucionario Movimiento 6 de Abril, cuyo fundador, Ahmed Maher, es uno de los condenados.
El panorama político egipcio es hoy tan confuso como fluido. Los partidos y movimientos políticos forman y luego realinean sus alianzas a un ritmo trepidante. El golpe unió a una heterogénea coalición constituida por jóvenes revolucionarios, partidos laicos, salafistas, instituciones religiosas, y el llamado Estado profundo, es decir, la red de instituciones e intereses que ha gobernado Egipto desde hace décadas. Liderando el proceso, desde la cabina de mandos, el Ejército.
No obstante, algunos pronto abandonaron del barco. El primero, el exvicepresidente Mohamed el Baradei, que no pudo tolerar el baño de sangre en el que se convirtió el desalojo del campamento islamista de Rabá al Adauiya en agosto. Le seguirían los jóvenes revolucionarios más inconformistas. Según la prensa local, el Gobierno está dividido en dos bandos: los que pretenden erradicar a los Hermanos Musulmanes, y los que apuestan por el diálogo. “Los halcones están ganando la partida, ya que gozan del respaldo del Ejército. Pero las palomas, aún no dan la guerra por perdida”, opina el analista Georges Fahmi, del instituto AFA. La política de mano dura se ha saldado con la muerte de centenares de islamistas y el arresto de miles, varios juicios a la cúpula de la Hermandad, incluido el antiguo rais Morsi, y el acoso a activistas laicos y ONG. Las medidas cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y de una buena parte de la sociedad, ansiosa por recuperar la estabilidad. Así pues, es de esperar que continúe al menos durante los próximos meses.
La hoja de ruta aprobada por el presidente interino, Adli Mansur, establece elecciones legislativas y presidenciales para 2014. Pero la próxima estación del segundo proceso de transición es la ratificación en referéndum de la nueva Constitución. Paradójicamente, el Gobierno aprieta las tuercas de la represión al mismo tiempo que asegura que la Carta Magna garantiza unos derechos inéditos en Egipto.
El país experimenta la reconstitución del régimen de Mubarak con algunos retoques necesarios para volver a hacerlo viable. El viejo establishment concluyó que podía gobernar de nuevo si limaba aquellas aristas del sistema que habían herido la dignidad de los egipcios: la corrupción rampante, y la apropiación del Estado por parte de un núcleo de empresarios multimillonarios. Se impone ampliar las bases de apoyo de aquel régimen.
La lógica legitimadora del sistema ha sido también remozada. A la vieja exclusión de los Hermanos Musulmanes, se ha añadido ahora una “guerra contra el terrorismo”.
Ahora bien, la sostenibilidad en el tiempo de este nuevo modelo resulta dudosa. ¿Es posible combinar una fachada de democracia con la represión del principal movimiento político del país? ¿Y recuperar inversiones y crecimiento económico sin estabilidad? “La política actual está condenada al fracaso. Las diversas crisis que padece el país solo se pueden solucionar con diálogo”, sostiene Fahmi. Solo si los poderes fácticos llegan a esa conclusión, revivirán los ideales de una revolución herida de muerte.
La narrativa oficial, seguida al pie de la letra por todos los medios de comunicación, asegura que el expresidente islamista Mohamed Morsi fue depuesto en julio por una revolución popular y no por un golpe de Estado. Una especie de segunda ola del tsunami que derrocó a Mubarak. Los carteles que piden el sí para el referéndum constitucional de mediados de enero lo hacen en nombre de las “revoluciones del 25 de enero y del 30 de junio”.
Sin embargo, esta interpretación terminó de perder su credibilidad el domingo, tras la severa sentencia de tres años de cárcel a tres conocidos activistas, iconos de la revuelta de 2011, por oponerse a la draconiana ley de manifestaciones. “Lo que está persiguiendo el régimen actual es un golpe contra la revolución del 25 de enero y sus objetivos”, proclamó Amr Alí, coordinador del revolucionario Movimiento 6 de Abril, cuyo fundador, Ahmed Maher, es uno de los condenados.
El panorama político egipcio es hoy tan confuso como fluido. Los partidos y movimientos políticos forman y luego realinean sus alianzas a un ritmo trepidante. El golpe unió a una heterogénea coalición constituida por jóvenes revolucionarios, partidos laicos, salafistas, instituciones religiosas, y el llamado Estado profundo, es decir, la red de instituciones e intereses que ha gobernado Egipto desde hace décadas. Liderando el proceso, desde la cabina de mandos, el Ejército.
No obstante, algunos pronto abandonaron del barco. El primero, el exvicepresidente Mohamed el Baradei, que no pudo tolerar el baño de sangre en el que se convirtió el desalojo del campamento islamista de Rabá al Adauiya en agosto. Le seguirían los jóvenes revolucionarios más inconformistas. Según la prensa local, el Gobierno está dividido en dos bandos: los que pretenden erradicar a los Hermanos Musulmanes, y los que apuestan por el diálogo. “Los halcones están ganando la partida, ya que gozan del respaldo del Ejército. Pero las palomas, aún no dan la guerra por perdida”, opina el analista Georges Fahmi, del instituto AFA. La política de mano dura se ha saldado con la muerte de centenares de islamistas y el arresto de miles, varios juicios a la cúpula de la Hermandad, incluido el antiguo rais Morsi, y el acoso a activistas laicos y ONG. Las medidas cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y de una buena parte de la sociedad, ansiosa por recuperar la estabilidad. Así pues, es de esperar que continúe al menos durante los próximos meses.
La hoja de ruta aprobada por el presidente interino, Adli Mansur, establece elecciones legislativas y presidenciales para 2014. Pero la próxima estación del segundo proceso de transición es la ratificación en referéndum de la nueva Constitución. Paradójicamente, el Gobierno aprieta las tuercas de la represión al mismo tiempo que asegura que la Carta Magna garantiza unos derechos inéditos en Egipto.
El país experimenta la reconstitución del régimen de Mubarak con algunos retoques necesarios para volver a hacerlo viable. El viejo establishment concluyó que podía gobernar de nuevo si limaba aquellas aristas del sistema que habían herido la dignidad de los egipcios: la corrupción rampante, y la apropiación del Estado por parte de un núcleo de empresarios multimillonarios. Se impone ampliar las bases de apoyo de aquel régimen.
La lógica legitimadora del sistema ha sido también remozada. A la vieja exclusión de los Hermanos Musulmanes, se ha añadido ahora una “guerra contra el terrorismo”.
Ahora bien, la sostenibilidad en el tiempo de este nuevo modelo resulta dudosa. ¿Es posible combinar una fachada de democracia con la represión del principal movimiento político del país? ¿Y recuperar inversiones y crecimiento económico sin estabilidad? “La política actual está condenada al fracaso. Las diversas crisis que padece el país solo se pueden solucionar con diálogo”, sostiene Fahmi. Solo si los poderes fácticos llegan a esa conclusión, revivirán los ideales de una revolución herida de muerte.
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