La última batalla del soldadito
La crisis también golpea el pequeño universo de las miniaturas, maquetas y modelos a escala.
Ordenadores, la edad de los coleccionistas y el descenso del regalo distancian a niños y adultos
La crisis parece justificarlo todo. Todo lo mata. Lo explica todo. Su veneno ha llegado también al fondo de la botella de cristal que encierra un bergantín, tan trabajosamente allí adentrado: los niños ya no miran su casco pintado de rojo vivo; ni desde su cubierta, salpicada de mástiles trenzados por mínimas maromas, imaginan comenzar doradas aventuras surcando azules océanos; tampoco sueñan ya con proezas bañada por pinceladas de espuma, iluminadas por la luna misteriosa que guía en la noche a los piratas. El bajel navega al pairo tras los cristales. También las maquetas, las miniaturas, los modelos a escala comienzan a extraviarse de la mente de los niños en Madrid. La atención infantil la capturan ahora mucho más los juegos electrónicos en pantallas en las que titilan mentirosos brillos virtuales y gruñen estridentes sonidos. La sonrisa ha dado paso a la crispación: ya no dominan los niños esos universos en miniatura; es ahora un éter verdoso y hostil quien, a su antojo, les domina a ellos.
También los adultos, que un día practicaron el arte del regalo o supieron hacerse coleccionistas de primores construidos con sus propias manos, pieza a pieza mientras evocaban sin saberlo un mundo infantil ordenado y gozoso, comienzan ahora a abandonar su afición, por falta de recursos o simplemente, porque la edad o la muerte los ha retirado de tan bellos menesteres. Muchos carecen ya de aquel remanente de dinero que les llevaba anhelantes hasta los mostradores de tiendas madrileñas muy especiales, situadas en calles como Jorge Juan, Desengaño, Lope de Hoyos o Princesa, donde, durante años, se dejaron embargar por extraños, enjundiosos, caprichos y adquirieron barcos, aviones, trenes, automóviles, algunos de hasta 3.000 piezas, con los que erigir y fantasear un mundo de miniaturas de semejanzas excepcionalmente parecidas a la realidad.
Papel, madera, resina, plástico, plomo, incluso cera; todo ello tratado con lupas, ínfimos pinceles, pequeñas gubias, alicates, cuchillas retráctiles, tijeras o cortauñas; pintados de esmaltes de colores vivos; barnizados con refulgentes brillos o pavonados en tonos mate para proteger el acero y otros metales, han creado un universo en pequeño de figuras humanas, animales y objetos, donde la imaginación, libérrima, discurre hacia horizontes que rebasan los apretados límites de la vida cotidiana. Ese mundo en miniatura se resiste a morir. El negocio del coleccionismo, de las maquetas y de los prototipos a escala atraviesa una fase complicada de su historia. Puede que no muera del todo, pero se encuentra gravemente tocado por la omnipresente crisis.
Un comercio en Princesa
Anastasio López Gorostiola, de 82 años, madrileño hijo de segoviano y neoyorquina, lleva desde 1953 al frente de su negocio de la calle de la Princesa; inicialmente fue una perfumería que luego, poco a poco, él transformó. Sarcástico, mas también estoico, permanece al pie de un cañón a punto de dejar de disparar, a menos que las adversidades traídas por la malhadada crisis se truequen feliz y súbitamente en bonanza y el dinero vuelva a afluir a los bolsillos particulares, mientras la lúdica electrónica virtual deja de abducir a los niños con sus reclamos. “Si las cosas siguen así, tendré que cerrar en unos meses”, dice Anastasio con resignación. Su mirada recorre los estantes de su histórico comercio, donde aún ofrece juguetes mecánicos activados por cuerda.
“Fueron hojalateros los primeros industriales de la juguetería española”, explica Anastasio. “Pasaron luego a fabricar cuchillerías y de ahí comenzaron posteriormente con los juguetes: es el caso de la fábrica Payá, de Ibi, en Alicante”. Todavía conserva planchas de hojalata de esta factoría juguetera, en las que venían figuras perfiladas y coloreadas para ser recortadas con alicates y montadas mediante el cuidadoso trenzado de pequeñas abrazaderas. Con una sonrisa López Gorostiola rebusca en un libro el monumento erigido en Ibi a una tartana, carromato mecánico de los que entonces allí se construían, de la cual él conserva una bella reproducción, a escala, claro.
“Los clientes más habituales de estos comercios suelen ser de tres tipos: los que saben mucho; los que quieren saber y los que no tienen ni idea pero alardean de conocerlo todo”, comenta el comerciante madrileño, que recuerda cómo hace un tiempo, un visitante de su tienda se marcó un estruendoso farol: “Tenía yo un modelo de avión P51 Mustang, norteamericano, muy moderno, aquí en el mostrador”, cuenta divertido. “Estaba junto a unos amigos, algunos de ellos ingenieros de Construcciones Aeronáuticas y otros antiguos pilotos destinados en el cercano Ministerio del Aire, que conocían bien ese modelo. Entonces, el visitante se atrevió a decir: “Yo he pilotado ese avión: es un Stuka””. Ni Anastasio ni sus amigos pudieron contener la risa, ya que la distancia tecnológica entre ambos aparatos, alemán y norteamericano, que no tienen nada que ver, era de muchas décadas.
Recuerda asimismo a un crío de tres años, Manolito Tena, cliente suyo, que era capaz de identificar un Phantom y distinguirlo de un F-14 Tomcat con solo mirarlos. “Hoy es abogado, pero entonces le llamábamos “el niño aeronáutico”.
Entre las mejores joyas que Anastasio atesora se encuentra un Rolls Royce Cabriolet, con 2504 piezas, de color amarillo, como el del célebre filme protagonizado por Ingrid Bergman y Omar Shariff: “Es una auténtica maravilla: en este catálogo de 1998 ya figuraba y creo recordar que años antes su precio era de 70.500 pesetas, entonces una fortuna”. Pese a todo, Gorostiola no se ha quedado a la zaga: “Tengo el Airbus 400 y también el EFA Eurofighter”, dice citando y señalando dos modelos de aviones muy actuales sobre uno de sus estantes.
Miles de soldaditos de papel
No lejos de la calle de la Princesa donde tiene su tienda de Gorostiola, vive Luis Reyes. Viajero por cinco continentes, amante de la historia, es escritor. En su casa del barrio de Argüelles, el literato manchego posee una fascinante colección de soldaditos de papel; lleva años fabricándolos, mimándolos, colocándolos en formación sobre relucientes estantes o dispersándolos para idear imaginarios combates. Él sabe más de los Tercios de Flandes que cualesquiera de los especialistas militares al uso y disfruta contando cómo en el siglo XVI, la incorporación a la Infantería de los caballeros nobles, que echaron pie a tierra como piqueros –es decir, provistos de picas-, mantuvo el prestigio y la invencibilidad de los españoles durante siglo y medio en los campos de batalla de la vieja Europa. “Cuando murió Franco, pensé que ya podía uno dedicarse a coleccionar soldaditos y comencé pues la tarea“, explica Reyes. Desconoce el número exacto de cuantos soldaditos posee, pero se cuentan por miles.
“Tengo mucha afición pero no hasta el extremo de matar por ellos, como algunos serían capaces de hacer”, bromea. Y ufano, añade: “Tengo toda la Infantería inglesa de la época victoriana; todos los ejércitos combatientes de las guerra de Crimea; las tropas napoleónicas que combatieron en la campaña de Rusia, al completo; la caballería alemana del Káiser…”. Cuando comenzó a coleccionar, Luis pedía a dos amigos, uno madrileño y otro moscovita, que le hicieran los dibujos de sus soldados; luego, en Madrid, encargaba a una fotomecánica que le imprimiera las láminas y posteriormente, ya en su casa, mientras su esposa le leía novelas como “Guerra y paz”, de Leon Tolstoi o “Memorias de ultratumba”, de Francisco Renato de Chateaubriand, él recortaba primorosamente sus soldados. “En España debemos quedar unas doscientas personas que coleccionamos soldados de papel”, señala, “pero el número se reduce poco a poco”.
Explica su afición, enraizada en su infancia, como “un deseo de crear primero y ordenar después un pequeño microcosmos donde tú, el coleccionista, eres quien lo dirige”. Recuerda Luis Reyes a su amigo Rafael de Francisco, quien fuera Director General de Política Interior durante los primeros Gobiernos socialistas: “Rafael cuenta con una de las mejores colecciones de soldaditos de toda Europa”, dice. De Francisco, que posee más de 6.000 folios de recortables, resalta por su parte “el potencial iconográfico y lúdico del coleccionismo, que algunos explican por el deseo de retornar a un pasado grato, generalmente infantil, como ha teorizado la psicóloga Melanie Klein”.
Recuerda que, bajo el franquismo, “los españoles nos formamos dentro de la iconografía del fascismo” así como que “en aquella época, apenas se imprimían recortables del Ejército, quizá por temor a encontrar resistencias en algunas provincias”. De Francisco estuvo condenado bajo el franquismo a seis años de prisión acusado de pertenencia a un grupo clandestino de oposición.
A propósito del coleccionismo cosmopolita, Luis Reyes y Rafael de Francisco evocan la figura de Edward Ryan, agente de la CIA y jefe de su estación en Berlín durante la Guerra Fría, a quien definen de liberal-progresista, y al que consideran, sin duda, como el principal coleccionista de soldaditos de papel de todos los tiempos. Por su parte, la rusa Tatiana Pigariova, del Instituto Cervantes de Moscú, acopia información sobre la afición al coleccionismo en España y en Rusia, donde esta pasión ha llevado a una persona a recolectar los papeles de seda en los que se envolvían las naranjas exportadas allí desde España a partir de la época de los zares.
¡Senadores al tren!
En Madrid, José Federico de Carvajal, dirigente socialista, quien fuera Presidente del Senado, es conocido por su afición a los trenes eléctricos en miniatura, dicen sus amigos. No les resultaba nada extraño hallarle en su casa ataviado con el uniforme de jefe de estación, gorra y banderín rojo al hombro y un silbato en la boca, dirigiendo las operaciones de un tren eléctrico accionado por él mismo entre un enjambre de vías dispuestas sobre un amplio tablero. El coleccionismo ferroviario, del que Carvajal ha sido uno de sus más conspicuos exponentes en Madrid, resulta ser uno de los más apasionadamente vividos por los coleccionistas, que cuentan con casas especializadas, como Matey, en Fuencarral 127, donde decenas de modelos de todos los tamaños siguen brindando su atracción a los aficionados a este tipo de colecciones: cabe dotarse de una buena miniatura de máquina de tren y un vagón por menos de 150 euros. Pero esta tienda, una de las de mayor veteranía de la veintena que hay en Madrid, posee asimismo colecciones de aviones de fabricación china, de estilizados fuselajes, de banderas procedentes de todo el mundo, de esos que figuran en las mesas de los ejecutivos de líneas aéreas y que, por su esbeltez, dan ganas de atraparlos durante un descuido.
La crisis no afecta de igual modo a todo el comercio de maquetas, miniaturas y modelos a escala, pero “si, se vive un cierto parón”, reconoce Matey. “La gente tiene la idea de que los hobbys son caros”, dice, “pero antes, un tren eléctrico te podía costar media paga mensual, cosa que ahora no sucede en absoluto, es mucho más asequible”, añade. Se muestra esperanzado porque “la gente va descubriendo cómo los avances de la técnica de los trenes en miniatura, otorgan más libertad y autonomía a los aficionados a este hobby”. Y explica: “Antes, con los modelos analógicos, la atracción por los trenes se limitaba al mero placer mecánico de comprobar cómo daban vueltas alrededor de las vías; pero ahora, gracias a la digitalización, es posible accionar varias máquinas a la vez, medir el frenado, calibrar el arranque según la cantidad de combustible, introducir sonidos reales de máquinas y vagones, diseñar la iluminación de las estaciones…Incluso cabe, mediante un router, dirigir a distancia, a través de tu tableta o un iphone, las rutas que deseas que sigan tus trenes”. Para Matei “la superioridad alemana en cuanto a trenes se refiere es evidente; los mejores barcos son españoles e italianos y para los británicos quedan los soldaditos de metal”, segmento este de negocio que considera “en franco retroceso”.
En sus escaparates, contiguos a las salas de cine de la calle de Fuencarral, tantos cinéfilos en cola a la espera de las entradas han combatido la tediosa vigilia deleitándose en la contemplación de modelos en miniatura de trenes, barcos, automóviles, aviones de línea o carros de combate como hoy el King Tiger, modelo Henschel Turret que, al precio de 26,9 euros, decoran sus relucientes estantes entre esmaltadas figuras de soldaditos de metal, en este caso Tercios españoles de Flandes, con sus calzas, capacetes y arcabuces primorosamente tallados.
Superpotencia en maquetas
La fascinación histórica ha sido otro de los reclamos más atractivos para miniaturistas, coleccionistas y maquetistas. Madrid es, sin duda, una de las superpotencias maquetistas del todo el mundo. Y ello porque cuenta con una reproducción excelsa de la ciudad en el año de 1830, sin parangón en otras latitudes. Fue un militar, el teniente coronel de Artillería León Gil de Palacio, quien ideara, trazara y creara una maqueta de 5,20 metros de longitud por 3,50 de fondo, construida durante 23 meses en 10 bloques en madera de chopo, con cartulina, papel pintado, serrín, vidrio y plomo, donde Madrid comparece esplendoroso con todos los detalles de su rica —y aún algo pueblerina— fisonomía de aquella fecha. A una escala de 1/816, la pureza de sus trazas, el alineamiento de sus calles, el minucioso arbolado, los huertos y jardines umbríos, los conventos, las ricas casas tapiadas y los palacios de anchas fachadas con diminutos blasones, esmaltan una obra de arte que cabe contemplar hoy mismo en el Museo Municipal de Historia de la calle de Fuencarral, 78.
El Palacio Real se yergue allí descollante a un lado de la majestuosa maqueta, cuya mera contemplación, por la perfecta hechura de sus líneas y la métrica humana, comprensible, de sus dimensiones, impulsa la mente hacia un éter sin tiempo donde tan magna reproducción a escala de la ciudad se ve trocado súbitamente en un laberíntico universo de callejas, costanillas y plazuelas, de embozados con relucientes espadas y damas enlutadas de encajes. Entonces, la imaginación alza el vuelo hacia el corazón de la historia madrileña mientras, poco a poco, gana altura, planea lentamente y, emulando al Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, desciende luego hasta la estantería de esa tienda de la calle de la Princesa donde, en el fondo de una botella, el bergantín varado espera ahora, con sus velas hinchadas otra vez, la ocasión irrepetible de zarpar con rumbo desconocido.
También los adultos, que un día practicaron el arte del regalo o supieron hacerse coleccionistas de primores construidos con sus propias manos, pieza a pieza mientras evocaban sin saberlo un mundo infantil ordenado y gozoso, comienzan ahora a abandonar su afición, por falta de recursos o simplemente, porque la edad o la muerte los ha retirado de tan bellos menesteres. Muchos carecen ya de aquel remanente de dinero que les llevaba anhelantes hasta los mostradores de tiendas madrileñas muy especiales, situadas en calles como Jorge Juan, Desengaño, Lope de Hoyos o Princesa, donde, durante años, se dejaron embargar por extraños, enjundiosos, caprichos y adquirieron barcos, aviones, trenes, automóviles, algunos de hasta 3.000 piezas, con los que erigir y fantasear un mundo de miniaturas de semejanzas excepcionalmente parecidas a la realidad.
Papel, madera, resina, plástico, plomo, incluso cera; todo ello tratado con lupas, ínfimos pinceles, pequeñas gubias, alicates, cuchillas retráctiles, tijeras o cortauñas; pintados de esmaltes de colores vivos; barnizados con refulgentes brillos o pavonados en tonos mate para proteger el acero y otros metales, han creado un universo en pequeño de figuras humanas, animales y objetos, donde la imaginación, libérrima, discurre hacia horizontes que rebasan los apretados límites de la vida cotidiana. Ese mundo en miniatura se resiste a morir. El negocio del coleccionismo, de las maquetas y de los prototipos a escala atraviesa una fase complicada de su historia. Puede que no muera del todo, pero se encuentra gravemente tocado por la omnipresente crisis.
Un comercio en Princesa
Anastasio López Gorostiola, de 82 años, madrileño hijo de segoviano y neoyorquina, lleva desde 1953 al frente de su negocio de la calle de la Princesa; inicialmente fue una perfumería que luego, poco a poco, él transformó. Sarcástico, mas también estoico, permanece al pie de un cañón a punto de dejar de disparar, a menos que las adversidades traídas por la malhadada crisis se truequen feliz y súbitamente en bonanza y el dinero vuelva a afluir a los bolsillos particulares, mientras la lúdica electrónica virtual deja de abducir a los niños con sus reclamos. “Si las cosas siguen así, tendré que cerrar en unos meses”, dice Anastasio con resignación. Su mirada recorre los estantes de su histórico comercio, donde aún ofrece juguetes mecánicos activados por cuerda.
“Fueron hojalateros los primeros industriales de la juguetería española”, explica Anastasio. “Pasaron luego a fabricar cuchillerías y de ahí comenzaron posteriormente con los juguetes: es el caso de la fábrica Payá, de Ibi, en Alicante”. Todavía conserva planchas de hojalata de esta factoría juguetera, en las que venían figuras perfiladas y coloreadas para ser recortadas con alicates y montadas mediante el cuidadoso trenzado de pequeñas abrazaderas. Con una sonrisa López Gorostiola rebusca en un libro el monumento erigido en Ibi a una tartana, carromato mecánico de los que entonces allí se construían, de la cual él conserva una bella reproducción, a escala, claro.
“Los clientes más habituales de estos comercios suelen ser de tres tipos: los que saben mucho; los que quieren saber y los que no tienen ni idea pero alardean de conocerlo todo”, comenta el comerciante madrileño, que recuerda cómo hace un tiempo, un visitante de su tienda se marcó un estruendoso farol: “Tenía yo un modelo de avión P51 Mustang, norteamericano, muy moderno, aquí en el mostrador”, cuenta divertido. “Estaba junto a unos amigos, algunos de ellos ingenieros de Construcciones Aeronáuticas y otros antiguos pilotos destinados en el cercano Ministerio del Aire, que conocían bien ese modelo. Entonces, el visitante se atrevió a decir: “Yo he pilotado ese avión: es un Stuka””. Ni Anastasio ni sus amigos pudieron contener la risa, ya que la distancia tecnológica entre ambos aparatos, alemán y norteamericano, que no tienen nada que ver, era de muchas décadas.
Recuerda asimismo a un crío de tres años, Manolito Tena, cliente suyo, que era capaz de identificar un Phantom y distinguirlo de un F-14 Tomcat con solo mirarlos. “Hoy es abogado, pero entonces le llamábamos “el niño aeronáutico”.
Entre las mejores joyas que Anastasio atesora se encuentra un Rolls Royce Cabriolet, con 2504 piezas, de color amarillo, como el del célebre filme protagonizado por Ingrid Bergman y Omar Shariff: “Es una auténtica maravilla: en este catálogo de 1998 ya figuraba y creo recordar que años antes su precio era de 70.500 pesetas, entonces una fortuna”. Pese a todo, Gorostiola no se ha quedado a la zaga: “Tengo el Airbus 400 y también el EFA Eurofighter”, dice citando y señalando dos modelos de aviones muy actuales sobre uno de sus estantes.
Miles de soldaditos de papel
No lejos de la calle de la Princesa donde tiene su tienda de Gorostiola, vive Luis Reyes. Viajero por cinco continentes, amante de la historia, es escritor. En su casa del barrio de Argüelles, el literato manchego posee una fascinante colección de soldaditos de papel; lleva años fabricándolos, mimándolos, colocándolos en formación sobre relucientes estantes o dispersándolos para idear imaginarios combates. Él sabe más de los Tercios de Flandes que cualesquiera de los especialistas militares al uso y disfruta contando cómo en el siglo XVI, la incorporación a la Infantería de los caballeros nobles, que echaron pie a tierra como piqueros –es decir, provistos de picas-, mantuvo el prestigio y la invencibilidad de los españoles durante siglo y medio en los campos de batalla de la vieja Europa. “Cuando murió Franco, pensé que ya podía uno dedicarse a coleccionar soldaditos y comencé pues la tarea“, explica Reyes. Desconoce el número exacto de cuantos soldaditos posee, pero se cuentan por miles.
“Tengo mucha afición pero no hasta el extremo de matar por ellos, como algunos serían capaces de hacer”, bromea. Y ufano, añade: “Tengo toda la Infantería inglesa de la época victoriana; todos los ejércitos combatientes de las guerra de Crimea; las tropas napoleónicas que combatieron en la campaña de Rusia, al completo; la caballería alemana del Káiser…”. Cuando comenzó a coleccionar, Luis pedía a dos amigos, uno madrileño y otro moscovita, que le hicieran los dibujos de sus soldados; luego, en Madrid, encargaba a una fotomecánica que le imprimiera las láminas y posteriormente, ya en su casa, mientras su esposa le leía novelas como “Guerra y paz”, de Leon Tolstoi o “Memorias de ultratumba”, de Francisco Renato de Chateaubriand, él recortaba primorosamente sus soldados. “En España debemos quedar unas doscientas personas que coleccionamos soldados de papel”, señala, “pero el número se reduce poco a poco”.
Explica su afición, enraizada en su infancia, como “un deseo de crear primero y ordenar después un pequeño microcosmos donde tú, el coleccionista, eres quien lo dirige”. Recuerda Luis Reyes a su amigo Rafael de Francisco, quien fuera Director General de Política Interior durante los primeros Gobiernos socialistas: “Rafael cuenta con una de las mejores colecciones de soldaditos de toda Europa”, dice. De Francisco, que posee más de 6.000 folios de recortables, resalta por su parte “el potencial iconográfico y lúdico del coleccionismo, que algunos explican por el deseo de retornar a un pasado grato, generalmente infantil, como ha teorizado la psicóloga Melanie Klein”.
Recuerda que, bajo el franquismo, “los españoles nos formamos dentro de la iconografía del fascismo” así como que “en aquella época, apenas se imprimían recortables del Ejército, quizá por temor a encontrar resistencias en algunas provincias”. De Francisco estuvo condenado bajo el franquismo a seis años de prisión acusado de pertenencia a un grupo clandestino de oposición.
A propósito del coleccionismo cosmopolita, Luis Reyes y Rafael de Francisco evocan la figura de Edward Ryan, agente de la CIA y jefe de su estación en Berlín durante la Guerra Fría, a quien definen de liberal-progresista, y al que consideran, sin duda, como el principal coleccionista de soldaditos de papel de todos los tiempos. Por su parte, la rusa Tatiana Pigariova, del Instituto Cervantes de Moscú, acopia información sobre la afición al coleccionismo en España y en Rusia, donde esta pasión ha llevado a una persona a recolectar los papeles de seda en los que se envolvían las naranjas exportadas allí desde España a partir de la época de los zares.
¡Senadores al tren!
En Madrid, José Federico de Carvajal, dirigente socialista, quien fuera Presidente del Senado, es conocido por su afición a los trenes eléctricos en miniatura, dicen sus amigos. No les resultaba nada extraño hallarle en su casa ataviado con el uniforme de jefe de estación, gorra y banderín rojo al hombro y un silbato en la boca, dirigiendo las operaciones de un tren eléctrico accionado por él mismo entre un enjambre de vías dispuestas sobre un amplio tablero. El coleccionismo ferroviario, del que Carvajal ha sido uno de sus más conspicuos exponentes en Madrid, resulta ser uno de los más apasionadamente vividos por los coleccionistas, que cuentan con casas especializadas, como Matey, en Fuencarral 127, donde decenas de modelos de todos los tamaños siguen brindando su atracción a los aficionados a este tipo de colecciones: cabe dotarse de una buena miniatura de máquina de tren y un vagón por menos de 150 euros. Pero esta tienda, una de las de mayor veteranía de la veintena que hay en Madrid, posee asimismo colecciones de aviones de fabricación china, de estilizados fuselajes, de banderas procedentes de todo el mundo, de esos que figuran en las mesas de los ejecutivos de líneas aéreas y que, por su esbeltez, dan ganas de atraparlos durante un descuido.
La crisis no afecta de igual modo a todo el comercio de maquetas, miniaturas y modelos a escala, pero “si, se vive un cierto parón”, reconoce Matey. “La gente tiene la idea de que los hobbys son caros”, dice, “pero antes, un tren eléctrico te podía costar media paga mensual, cosa que ahora no sucede en absoluto, es mucho más asequible”, añade. Se muestra esperanzado porque “la gente va descubriendo cómo los avances de la técnica de los trenes en miniatura, otorgan más libertad y autonomía a los aficionados a este hobby”. Y explica: “Antes, con los modelos analógicos, la atracción por los trenes se limitaba al mero placer mecánico de comprobar cómo daban vueltas alrededor de las vías; pero ahora, gracias a la digitalización, es posible accionar varias máquinas a la vez, medir el frenado, calibrar el arranque según la cantidad de combustible, introducir sonidos reales de máquinas y vagones, diseñar la iluminación de las estaciones…Incluso cabe, mediante un router, dirigir a distancia, a través de tu tableta o un iphone, las rutas que deseas que sigan tus trenes”. Para Matei “la superioridad alemana en cuanto a trenes se refiere es evidente; los mejores barcos son españoles e italianos y para los británicos quedan los soldaditos de metal”, segmento este de negocio que considera “en franco retroceso”.
En sus escaparates, contiguos a las salas de cine de la calle de Fuencarral, tantos cinéfilos en cola a la espera de las entradas han combatido la tediosa vigilia deleitándose en la contemplación de modelos en miniatura de trenes, barcos, automóviles, aviones de línea o carros de combate como hoy el King Tiger, modelo Henschel Turret que, al precio de 26,9 euros, decoran sus relucientes estantes entre esmaltadas figuras de soldaditos de metal, en este caso Tercios españoles de Flandes, con sus calzas, capacetes y arcabuces primorosamente tallados.
Superpotencia en maquetas
La fascinación histórica ha sido otro de los reclamos más atractivos para miniaturistas, coleccionistas y maquetistas. Madrid es, sin duda, una de las superpotencias maquetistas del todo el mundo. Y ello porque cuenta con una reproducción excelsa de la ciudad en el año de 1830, sin parangón en otras latitudes. Fue un militar, el teniente coronel de Artillería León Gil de Palacio, quien ideara, trazara y creara una maqueta de 5,20 metros de longitud por 3,50 de fondo, construida durante 23 meses en 10 bloques en madera de chopo, con cartulina, papel pintado, serrín, vidrio y plomo, donde Madrid comparece esplendoroso con todos los detalles de su rica —y aún algo pueblerina— fisonomía de aquella fecha. A una escala de 1/816, la pureza de sus trazas, el alineamiento de sus calles, el minucioso arbolado, los huertos y jardines umbríos, los conventos, las ricas casas tapiadas y los palacios de anchas fachadas con diminutos blasones, esmaltan una obra de arte que cabe contemplar hoy mismo en el Museo Municipal de Historia de la calle de Fuencarral, 78.
El Palacio Real se yergue allí descollante a un lado de la majestuosa maqueta, cuya mera contemplación, por la perfecta hechura de sus líneas y la métrica humana, comprensible, de sus dimensiones, impulsa la mente hacia un éter sin tiempo donde tan magna reproducción a escala de la ciudad se ve trocado súbitamente en un laberíntico universo de callejas, costanillas y plazuelas, de embozados con relucientes espadas y damas enlutadas de encajes. Entonces, la imaginación alza el vuelo hacia el corazón de la historia madrileña mientras, poco a poco, gana altura, planea lentamente y, emulando al Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, desciende luego hasta la estantería de esa tienda de la calle de la Princesa donde, en el fondo de una botella, el bergantín varado espera ahora, con sus velas hinchadas otra vez, la ocasión irrepetible de zarpar con rumbo desconocido.
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