El conflicto armado en Colombia deja 220.000 muertos desde 1958
176.000 de las víctimas eran civiles, según el informe del Grupo de Memoria Histórica
El documento será entregado este miércoles al presidente
Los colombianos que han nacido en los últimos 60 años lo han hecho en un país en guerra. Son pocos los que pueden afirmar que recuerdan a una Colombia sin violencia. Pero contar la historia de ese conflicto no ha sido fácil y se ha hecho de forma fragmentada. Por eso, desde hace seis años el Centro Nacional de Memoria Histórica se dio a la tarea de reconstruirla, de explicar el origen y la evolución de los actores armados ilegales en Colombia, para tener por fin la memoria de un conflicto tan viejo que supera las cinco décadas, pero también por la dignidad de sus víctimas.
El resultado es un informe desgarrador que ayer fue entregado al presidente Juan Manuel Santos. Es el ¡Basta ya! —como ha sido titulado— “de una sociedad agobiada por su pasado, pero esperanzada en su porvenir”. Así se lee en su presentación. Es la radiografía de una guerra profundamente degradada, un rompecabezas finalmente armado con datos y testimonios que reflejan la brutalidad de lo que ha sucedido en Colombia y del sufrimiento acumulado.
Estremece, por ejemplo, saber que el conflicto ha dejado unos 220.000 muertos entre 1958 y 2012, de los cuales el 81,5% por ciento eran civiles. Y que por cada combatiente han muerto cuatro civiles. También, que de cada 10 colombianos que murieron en los últimos 54 años, tres perdieron la vida por causa de la guerra.
El grupo de Memoria Histórica calcula que la cifra de desaparecidos llega a 25.000, algo que rebasa los crímenes de las dictaduras del Cono Sur. Además, hay un saldo de 6.000 niños reclutados, 10.000 personas amputadas por las minas antipersona y casi cinco millones de desplazados. La cantidad de personas que tuvieron que abandonar su hogar a punta de bala y miedo dobla la población de Medellín, que es la segunda ciudad más poblada de Colombia, después de Bogotá.
La lista de horrores es larga. Entre 1980 y 2012 ocurrieron 1.982 masacres, el 59% cometidas por paramilitares, el 17% por las guerrillas y el 8% por agentes del Estado. En total, dejaron más de 11.000 víctimas. Los investigadores también concluyeron que los asesinatos selectivos han sido la modalidad de violencia que más muertos ha dejado, cerca de 150.000. Esto quiere decir que nueve de cada 10 homicidios fueron asesinatos selectivos. Lo más grave es que el 10% los cometieron miembros de la fuerza pública. Ahora también se sabe que a los cuerpos de 1.530 personas sus victimarios les dejaron marcas de sevicia y fueron exhibidos públicamente como una estrategia para infundir terror. Se llegó a la crueldad tal de despedazar los cuerpos con motosierra y machete, a tener hornos crematorios y escuelas de tortura y descuartizamiento, como fue el caso de los paramilitares.
“Después de amarrarlos les llenaban la boca de agua y ahí comenzaban con una motosierra a cortarles todos los miembros del cuerpo. También llegaban y los cogían con unas navajas y les cortaban el cuerpo, los miembros, les echaban ácido, y de ahí con un soplete les quemaban las heridas”, dice una víctima de la masacre de Trujillo (valle del Cauca), uno de tantos testimonios que recoge el informe.
Se suma la práctica del secuestro protagonizada principalmente por las guerrillas, que llegó a convertirse en una especie de epidemia. 27.000 secuestros se cometieron en el marco de la guerra. “Vivimos como animales, encadenados (…), dormimos en el piso por años, sin poder limpiarnos, enfermos, sin saber a qué horas lo van a matar a uno”, dice otro testimonio de un exsecuestrado.
El filósofo e historiador Gonzalo Sánchez, director del informe y una de las personas que más ha estudiado la violencia en Colombia, resume así esta avalancha de barbarie: “Las cifras que nosotros ahora oficializamos van más allá de los registros que tenían las propias víctimas. Uno va sumando cifras y todos son récords ignominiosos”.
El informe también explica las formas de violencia utilizadas por cada uno de los actores del conflicto. “Los paramilitares asesinan más que las guerrillas, mientras que los guerrilleros secuestran más y causan más destrucción que los paramilitares”, dice. Y agrega que la prolongación y degradación que han empleado los grupos armados deja al descubierto uno de los rasgos característicos del conflicto: “La tendencia a no discriminar sus métodos y sus blancos”.
El extenso informe se concentra en las dimensiones y modalidades de la guerra, en lo que la motivó y las transformaciones que ha tenido a lo largo de 50 años, en la impunidad y en el gravísimo impacto que ha tenido sobre las víctimas. A estas últimas, este reporte les da por primera vez el espacio que se merecen, luego de haber sido ignoradas. “Las víctimas han tenido que contarse su dolor entre ellas mismas”, dice Sánchez, que trabajó con un grupo de especialistas en el conflicto colombiano.
A la soledad de las víctimas se suma que, por haber sido una guerra que se ha concentrado en el campo colombiano y por tan largo tiempo, parece haber sido olvidada. Para quienes viven en las ciudades se trata de una guerra lejana, que está metida entre las montañas. Esto ha provocado una actitud de indiferencia que se ha alimentado por una cómoda percepción de que al país le está yendo bien y de que, a pesar de todo, hay institucionalidad.
Al final, este gran examen de la violencia colombiana no se trata de una historia lejana sino de una “realidad anclada al presente”, que busca, como dice el director del informe, convertirse en una herramienta de reflexión para construir —con todos— esa memoria que tanto necesita Colombia.
El resultado es un informe desgarrador que ayer fue entregado al presidente Juan Manuel Santos. Es el ¡Basta ya! —como ha sido titulado— “de una sociedad agobiada por su pasado, pero esperanzada en su porvenir”. Así se lee en su presentación. Es la radiografía de una guerra profundamente degradada, un rompecabezas finalmente armado con datos y testimonios que reflejan la brutalidad de lo que ha sucedido en Colombia y del sufrimiento acumulado.
Estremece, por ejemplo, saber que el conflicto ha dejado unos 220.000 muertos entre 1958 y 2012, de los cuales el 81,5% por ciento eran civiles. Y que por cada combatiente han muerto cuatro civiles. También, que de cada 10 colombianos que murieron en los últimos 54 años, tres perdieron la vida por causa de la guerra.
El grupo de Memoria Histórica calcula que la cifra de desaparecidos llega a 25.000, algo que rebasa los crímenes de las dictaduras del Cono Sur. Además, hay un saldo de 6.000 niños reclutados, 10.000 personas amputadas por las minas antipersona y casi cinco millones de desplazados. La cantidad de personas que tuvieron que abandonar su hogar a punta de bala y miedo dobla la población de Medellín, que es la segunda ciudad más poblada de Colombia, después de Bogotá.
La lista de horrores es larga. Entre 1980 y 2012 ocurrieron 1.982 masacres, el 59% cometidas por paramilitares, el 17% por las guerrillas y el 8% por agentes del Estado. En total, dejaron más de 11.000 víctimas. Los investigadores también concluyeron que los asesinatos selectivos han sido la modalidad de violencia que más muertos ha dejado, cerca de 150.000. Esto quiere decir que nueve de cada 10 homicidios fueron asesinatos selectivos. Lo más grave es que el 10% los cometieron miembros de la fuerza pública. Ahora también se sabe que a los cuerpos de 1.530 personas sus victimarios les dejaron marcas de sevicia y fueron exhibidos públicamente como una estrategia para infundir terror. Se llegó a la crueldad tal de despedazar los cuerpos con motosierra y machete, a tener hornos crematorios y escuelas de tortura y descuartizamiento, como fue el caso de los paramilitares.
En este periodo se han registrado 4,7 millones de desplazados internos, casi la población de Irlanda o Costa Rica
Se suma la práctica del secuestro protagonizada principalmente por las guerrillas, que llegó a convertirse en una especie de epidemia. 27.000 secuestros se cometieron en el marco de la guerra. “Vivimos como animales, encadenados (…), dormimos en el piso por años, sin poder limpiarnos, enfermos, sin saber a qué horas lo van a matar a uno”, dice otro testimonio de un exsecuestrado.
El filósofo e historiador Gonzalo Sánchez, director del informe y una de las personas que más ha estudiado la violencia en Colombia, resume así esta avalancha de barbarie: “Las cifras que nosotros ahora oficializamos van más allá de los registros que tenían las propias víctimas. Uno va sumando cifras y todos son récords ignominiosos”.
El informe también explica las formas de violencia utilizadas por cada uno de los actores del conflicto. “Los paramilitares asesinan más que las guerrillas, mientras que los guerrilleros secuestran más y causan más destrucción que los paramilitares”, dice. Y agrega que la prolongación y degradación que han empleado los grupos armados deja al descubierto uno de los rasgos característicos del conflicto: “La tendencia a no discriminar sus métodos y sus blancos”.
El extenso informe se concentra en las dimensiones y modalidades de la guerra, en lo que la motivó y las transformaciones que ha tenido a lo largo de 50 años, en la impunidad y en el gravísimo impacto que ha tenido sobre las víctimas. A estas últimas, este reporte les da por primera vez el espacio que se merecen, luego de haber sido ignoradas. “Las víctimas han tenido que contarse su dolor entre ellas mismas”, dice Sánchez, que trabajó con un grupo de especialistas en el conflicto colombiano.
A la soledad de las víctimas se suma que, por haber sido una guerra que se ha concentrado en el campo colombiano y por tan largo tiempo, parece haber sido olvidada. Para quienes viven en las ciudades se trata de una guerra lejana, que está metida entre las montañas. Esto ha provocado una actitud de indiferencia que se ha alimentado por una cómoda percepción de que al país le está yendo bien y de que, a pesar de todo, hay institucionalidad.
Al final, este gran examen de la violencia colombiana no se trata de una historia lejana sino de una “realidad anclada al presente”, que busca, como dice el director del informe, convertirse en una herramienta de reflexión para construir —con todos— esa memoria que tanto necesita Colombia.
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