Daoíz y Velarde, los héroes que murieron el 2 de mayo luchando por España
Día 01/03/2013 - 19.36h
Los militares se unieron al pueblo y defendieron, a costa de sus vidas, el madrileño Cuartel de Artillería de Monteleón durante el levantamiento contra los franceses
Son cientos los episodios en los que la valentía española se hace un hueco en la Historia. No obstante, pocos hechos hay más heroicos que los protagonizados por los capitanes Luis Daoíz y Pedro Velarde, quienes murieron heroicamente en las calles de Madrid luchando, sin más ayuda que un mosquete y un sable, contra miles de invasores franceses.
De San Bernardo hasta Fuencarral, calles por las que hoy caminan centenares de madrileños, el 2 de mayo de 1808 el pueblo español se levantó contra el enemigo que amenazaba su soberanía: Napoleón, personificado en cada militar francés. Junto a él, multitud de soldados también tomaron las armas y, aunque en aquel momento la revuelta fue reprimida, sin duda sentó las bases para la expulsión francesa cinco años después
Un lobo con piel de cordero
Para conocer la historia de estos dos heroicos españoles es necesario remontarse hasta el año 1807, tras la creación de una alianza entre la Francia de Napoleón y la España de Carlos IV. Por aquellos tiempos, el «pequeño corso» quería a toda costa conquistar Portugal, por lo que ofreció a Manuel Godoy, valido del rey, un tratado aparentemente inmejorable: el reparto del país luso una vez derrotado.
Las condiciones parecían óptimas para los españoles, que únicamente debían «abrir las fronteras» al ejército francés para facilitar su llegada a Portugal a través de la Península. Como era de esperar, el conocido como «Tratado de Fontainebleau» hizo mella en la corona, que permitió al ejército imperial de Napoleón cruzar España de punta a punta.
Sin embargo, lo que nadie podía imaginarse es que las intenciones del emperador francés eran otras. Así, de los más de 60.000 soldados que entraron en España, no todos se dirigieron hacia la frontera portuguesa, sino que multitud de unidades imperiales fueron estableciéndose en decenas de localidades españolas para sorpresa de los ciudadanos.
Esta «toma pacífica» de territorios provocó el recelo de los españoles, que comenzaron a sospechar de una posible invasión encubierta de Napoleón. A su vez, no ayudaron a calmar las cosas las intrigas políticas de Napoleón -que pretendía conseguir el trono español- y la entrada del mariscal francés Joaquín Murat junto a un gran ejército en Madrid.
Finalmente, la paciencia de los ciudadanos de la capital terminó por acabarse cuando observaron que Napoleón pretendía trasladar a un miembro de la familia real española fuera de Madrid. Ese mismo día, el 2 de mayo de 1808, el pueblo se levantó contra la ocupación francesa harto del «pequeño corso». Así, multitud de madrileños salieron a la calle armados con todo tipo de rudimentarias armas para combatir al ejército imperial en defensa de la libertad e independencia española.
No obstante, no tendrían el apoyo oficial del ejército español. «Los altos mandos del Ejército español dependían de la Junta de Gobierno que estaba a las órdenes de la Corona, entregada en esos momentos a la voluntad de Napoleón. Las órdenes tajantes eran colaborar con los franceses y no participar en los combates, y en aras de la disciplina los militares no se movieron de los cuarteles», afirma en declaraciones a ABC el escritor Fernando Martínez Laínez.
Daoíz y Velarde, del lado del pueblo
Por aquel entonces, la casualidad quiso que en Madrid se encontraran el capitán andaluz Luis Daoíz y el militar cántabro Pedro Velarde. El primero, de 41 años, se encontraba al mando del Parque de Artillería de Monteleón (ubicado en la actual «Plaza del dos de Mayo») y tenía a sus espaldas más de 30 años de servicio fiel a España. Por su parte, el segundo, que contaba 29 años, se había hecho un hueco en las altas esferas del Estado Mayor del Cuerpo de Artillería.
Ambos vieron en esta revolución un momento perfecto para luchar por la soberanía española. Así, y a pesar de que desde el gobierno se les había ordenado no combatir contra los franceses, decidieron ponerse de lado del pueblo que, con piedras, palos y navajas, se enfrentaba a miles de soldados franceses.
«Las fuerzas españolas eran unos 5.000 hombres, en su mayoría acuartelados fuera de la ciudad, y los franceses unos 40.000, situados en el casco urbano y alrededores (Leganés, El Pardo, Casa de Campo, Fuencarral…)», señala Laínez.
Velarde libera Monteleón
El primer paso para poder combatir y organizar una buena defensa era liberar el Parque de Artillería de Monteleón, uno de los pocos enclaves en los que los escasos militares españoles que habían decidido apoyar la rebelión podían plantar cara al ejército francés. El lugar, en cambio, estaba guardado por una unidad de 80 soldados franceses.
Velarde liberó Monteleón y se preparó para la defensa junto a Daoíz
En su camino, la sangre de los madrileños salpicaba las calles de la capital, pues se enfrentaban a una fuerza mejor armada y preparada para el combate. «Los patriotas tuvieron que enfrentarse, casi desarmados, contra las bien equipadas unidades de infantería y caballería napoleónicas, apoyadas por cañones que barrieron a la población civil», explica por su parte Laínez.
Al llegar a Monteleón junto a su treintena de soldados, Velarde no tuvo problemas en entrar en el enclave engañando a los franceses. «El español anunció con voz firme al capitán que las tropas de infantería que traía con él estaban destinadas a reforzar la seguridad del parque. Accedió entonces el francés a que los soldados de Goicoechea franqueasen los portones», explica García en su texto.
Sin embargo, cuando sus soldados tomaron posiciones alrededor de las tropas de Napoleón, la actitud de Velarde cambió radicalmente. El español se giró hacia el oficial francés y le informó de que, o sus hombres tiraban las armas, o serían masacrados. Al galo no le quedó más remedio que capitular, pues, aunque mayor en número, su fuerza se encontraba en ese momento desprevenida.
Ya estaba hecho, los españoles habían tomado el emplazamiento arengados por los madrileños que, desde fuera, pedían que se les entregase arma para poder enfrentarse en igualdad de condiciones a los soldados imperiales. «A las puertas de Monteleón, la muchedumbre se arremolinaba. La llegada de los fusileros de Estado con Velarde había animado a todos los presentes a vitorearlos», sentencia García.
Tensión inicial entre capitanes
Tras tomar Monteleón, Velarde, que estaba exultante, pensaba encontrarse con un Daoíz dispuesto a combatir, nada más lejos de la realidad. «El siempre sereno Luis Daoíz había llegado (…) hecho una furia. Él era el oficial al mando de Monteleón y capitán con más antigüedad con Pedro Velarde. El oficial se había atribuido unos poderes y una autoridad que no le correspondían», explica el historiador.
Los españoles dispararon sus cañones y fusiles a quemarropa sobre los franceses
Por su parte, mientras los defensores de Monteleón armaban al pueblo, las columnas francesas habían conseguido conquistar todo el centro de Madrid y se dirigían ahora hacia uno de los últimos enclaves españoles de la capital: en el que se encontraban Daoíz y Velarde.
«Daoíz representaba mentalmente sus posibilidades. Encerrado entre aquellas estrechas callejuelas, el parque carecía de defensa, su acceso estaba franco desde tres calles que confluían en su portón. Ninguna de ellas era defendible desde el interior del vasto edificio, que nunca había sido diseñado con fines militares», explica García. No obstante, y aunque su muerte era segura, prepararon las defensas para resistir contra el ejército imperial, que cada vez estaba más cerca de Monteleón.
Primeros combates contra los franceses
Los primeros combates de los defensores se realizaron contra una pequeña unidad de tiradores franceses. Estos, al acercarse al enclave español y pedir hablar con el oficial al mando, fueron recibidos a balazos. Sin embargo, esto no fue más que una pequeña escaramuza inicial, Daoíz y Velarde sabían que pronto llegaría el grueso de las tropas y era necesario posicionar a sus hombres.
Tras situar las defensas, los españoles se enfrentaron a su primer combate serio cuando una unidad francesa –originaria de Westfalia, en Alemania- se acercó a Monteleón. Lo que no sabían los asaltantes es que les esperaba una cruel sorpresa tras los portones del pequeño fuerte.
«Al tratar de descerrajar la puerta (…) un estruendo de humo y fuego llenó la calle. Varios gastadores (soldados alemanes) cayeron heridos por el fuego de los mosquetes (…). En aquel momento, un estruendo aún mayor echó las puertas abajo. Las tres piezas de artillería, desplegadas en su interior, habían abierto fuego abatiendo el portón, que cayó sobre los westfalianos», determina el escritor.
Los soldados no tuvieron tiempo de responder al fuego. Su oficial al mando sólo pudo gritar una orden: la de huída. Por su parte, los españoles aprovecharon su ventaja y persiguieron en su carrera a los enemigos gritando consignas contra los soldados imperiales y alabanzas en favor del rey Fernando.
«Daoíz aprovechó la retirada de los franceses para ordenar derribar lo que quedaba de los portones. Dos cañones fueron emplazados hacia la calle San Bernardo; otros dos, hacia Fuencarral, y el que quedaba hacia la calle de San Pedro Nueva», explica García en el texto.
¿El asalto definitivo?
Esta victoria, sin embargo, fue efímera, pues, al fin, los franceses hicieron su aparición delante de Monteleón. A partir de ese momento, su estrategia fue clara: coser a cañonazos a la artillería española. Su intención era doble, por un lado, pretendían acabar con los civiles y militares que manejaban los cañones, por otro, querían hacer que los españoles gastaran toda su munición. Desgraciadamente la táctica imperial fue efectiva, pues los madrileños sufrieron grandes bajas.
Finalmente, las tropas francesas se decidieron a asaltar Monteleón con la bayoneta de sus fusiles calada. «Con el frente de 5 hombres (…) el 1º batallón del 4º provisional (francés) se lanzó hacia Monteleón», determina el experto en su obra. Los españoles, desesperados, lanzaron una descarga de artillería causando grandes bajas en sus enemigos, pero no consiguieron medrar su ánimo. El final estaba cerca.
Un golpe de suerte
No obstante, cuando los defensores casi podían sentir el frío acero de los cuchillos franceses, un milagro se sucedió en el campo de batalla. A lo lejos, y de forma totalmente repentina, apareció un oficial local portando una bandera blanca. Los franceses detuvieron su carga al instante, al igual que los españoles, que dejaron sus puestos de fuego.
El oficial, casi sin respiración, desmontó y se dirigió hacia Velarde. Designado por la Junta de Gobierno, instó a voz en grito a que los defensores abandonaran su propósito y se rindieran. «El capitán francés que quedó al mando de la columna oía discutir a los dos oficiales españoles. Ordenó a sus hombres que comenzaran a avanzar a pequeños pasos hacia la batería española. Había que acortar distancia con o sin tregua», determina García.
La conversación no duró mucho, pues uno de los defensores se interpuso entre ambos oficiales gritando vítores a favor de Fernando VII. La reacción fue inmediata: los españoles dispararon sus cañones y sus fusiles a quemarropa sobre los franceses, quienes estaban con la guardia baja esperando a que los oficiales acabaran de parlamentar
«La inesperada descarga barrió la cabeza de la compañía francesa (…), la mayoría de ellos arrojó entonces sus fusiles al suelo y levantaron los brazos en señal de rendición», explica el experto en su obra. La picaresca española había conseguido ganar una batalla, no obstante, los franceses no cometerían nuevamente este error.
Tras detener el último ataque, los militares hicieron un recuento de los supervivientes. «Daoíz y Velarde (…) repasaron las fuerzas que les restaban. Apenas quedaban diez artilleros entre mandos y soldados. Otra veintena larga de infantes Voluntarios de Estado y medio centenar de civiles seguían peleando con ellos», explica el escritor. Además, sólo quedaban media docena de cargas por pieza de artillería, por lo que Velarde decidió usar las afiladas piedras de sílex de los mosquetes como metralla.
Las cosas pintaban realmente feas, sin casi combatientes ni munición los españoles sólo podían esperar la hora de su muerte. Por su parte, los franceses habían tomado casi la totalidad de Madrid, por lo que sólo era cuestión de tiempo que acabaran venciendo las defensas de Monteleón.
Murat, decido a conquistar Monteleón
Este pequeño enclave ya había hecho perder la paciencia a Murat, que no entendía como unos pocos soldados y unos centenares de civiles podían contrarrestar la fuerza de su ejército imperial. Por ello, ordenó asaltar Monteleón desde todas las calles posibles. «Los minutos pasaban con gran lentitud. Más de dos mil franceses preparaban su tercer asalto. Menos de cien españoles los esperaban sin intención de rendirse», sentencia García.
«El ataque, como había ordenado Murat, fue simultáneo desde las calles de San Miguel, San José y San Pedro Nueva. Las tres columnas, con las compañías de granaderos a su cabeza, aparecieron como una negra sombra erizada de bayonetas destellantes», destaca el autor.
Dos heroicas muertes
«Daoíz fue alcanzado por la espalda con una bayoneta y posteriormente acribillado a estocadas»
«Ochocientos franceses confluyeron en las puertas de Monteleón desde sus tres costados, barriendo a los últimos cincuenta defensores a bayonetazos y con un fuego devastador y a quemarropa», añade García.
Por su parte, Velarde cayó cuando acudía junto a varios fusileros a reforzar una de las entradas. Un oficial polaco le disparó a quemarropa en el corazón haciendo que su cuerpo cayera con violencia en el suelo. Todo había acabado.
«El cuerpo de Daoíz fue trasladado a su casa, y el de Velarde fue profanado por el enemigo hasta que horas más tarde fue recogido y trasladado primero al cuartel y posteriormente a la iglesia de San Martín, donde fue amortajado con un hábito de San Francisco; al día siguiente, fue enterrado en el lugar denominado El Jardinillo, dentro del templo, junto a Daoíz», determina en este caso Galdós. Ambos acabaron como empezaron, juntos.
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