Ángeles González-Sinde
Escritora y guionista.
Un oficio singular
Viernes, 9 de enero del 2015
La madrugada del 27 de enero del 2012, dos policías patrullaban por A Coruña. Al pasar junto a la playa de Orzán repararon en un grupo de jóvenes en la arena. Terminaban una noche de fiesta, pero algo inusual ocurría. Parecían sobresaltados. Los agentes se acercaron, un chico se había metido en el mar y no lograba salir. Era un estudiante extranjero de Erasmus en A Coruña. Los policías alertaron por radio a los compañeros y sin dudarlo se metieron en el agua. Nunca salieron. El mar se los tragó a ellos dos y a un tercero. Solo un mes después sus cuerpos fueron devueltos por las olas. El hecho me impresionó muchísimo y pregunté a un policía amigo cómo era posible esa conducta desprendida. Él es de Lugo y justamente estaba allí esos días de permiso. Uno de los fallecidos era paisano de su pueblo. Me explicó que sus compañeros estaban solo a tres metros de la orilla, que se podía verlos agarrados de las manos formando una cadena humana para rescatar al estudiante, y por eso, cuando alguien no pudo resistir más las corrientes y la cadena se rompió, el oleaje se tragó a los tres últimos eslabones. También me contó que el agua estaba muy fría y que a esa temperatura solo aguantas media hora y mueres de hipotermia. Y que estaban a punto de terminar su turno, iban ya de recogida, por diez minutos no les hubiera correspondido intervenir.
Me acordé de los tres agentes cuando leí que este fin de año un policía ha muerto arrollado por un cercanías en Madrid tras ser empujado a la vía, y que otro, un mosso, ha muerto en La Fuliola embestido por un coche conducido por un joven trastornado. Me acordé de la respuesta que hace tres años me dio mi amigo el policía cuando insistí en por qué los agentes se habían metido en el mar gallego si conocían, a diferencia del imprudente estudiante extranjero, su extrema peligrosidad. «Porque cuando eres policía es muy difícil no ayudar si alguien lo necesita», me respondió con una serenidad que no daba ninguna importancia a sus palabras.
Los españoles tenemos una relación extraña con la autoridad. A menudo la confundimos con el autoritarismo opresor del pasado, no tomamos conciencia de la enorme transformación hecha en democracia por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Muchos todavía ven con desconfianza y sospecha al policía. Es porque no los conocemos, ignoramos sus razones personales, sociales o económicas para elegir una profesión que te pondrá en contacto con los aspectos más oscuros de tus semejantes: todo el mal que nos hacemos unos a otros. Creo que hace falta bastante humanidad para ejercer un oficio tan singular que incluye entre tus obligaciones tanto ayudar como morir si es necesario. La mayoría de los policías la tienen.
La madrugada del 27 de enero del 2012, dos policías patrullaban por A Coruña. Al pasar junto a la playa de Orzán repararon en un grupo de jóvenes en la arena. Terminaban una noche de fiesta, pero algo inusual ocurría. Parecían sobresaltados. Los agentes se acercaron, un chico se había metido en el mar y no lograba salir. Era un estudiante extranjero de Erasmus en A Coruña. Los policías alertaron por radio a los compañeros y sin dudarlo se metieron en el agua. Nunca salieron. El mar se los tragó a ellos dos y a un tercero. Solo un mes después sus cuerpos fueron devueltos por las olas. El hecho me impresionó muchísimo y pregunté a un policía amigo cómo era posible esa conducta desprendida. Él es de Lugo y justamente estaba allí esos días de permiso. Uno de los fallecidos era paisano de su pueblo. Me explicó que sus compañeros estaban solo a tres metros de la orilla, que se podía verlos agarrados de las manos formando una cadena humana para rescatar al estudiante, y por eso, cuando alguien no pudo resistir más las corrientes y la cadena se rompió, el oleaje se tragó a los tres últimos eslabones. También me contó que el agua estaba muy fría y que a esa temperatura solo aguantas media hora y mueres de hipotermia. Y que estaban a punto de terminar su turno, iban ya de recogida, por diez minutos no les hubiera correspondido intervenir.
Me acordé de los tres agentes cuando leí que este fin de año un policía ha muerto arrollado por un cercanías en Madrid tras ser empujado a la vía, y que otro, un mosso, ha muerto en La Fuliola embestido por un coche conducido por un joven trastornado. Me acordé de la respuesta que hace tres años me dio mi amigo el policía cuando insistí en por qué los agentes se habían metido en el mar gallego si conocían, a diferencia del imprudente estudiante extranjero, su extrema peligrosidad. «Porque cuando eres policía es muy difícil no ayudar si alguien lo necesita», me respondió con una serenidad que no daba ninguna importancia a sus palabras.
Los españoles tenemos una relación extraña con la autoridad. A menudo la confundimos con el autoritarismo opresor del pasado, no tomamos conciencia de la enorme transformación hecha en democracia por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Muchos todavía ven con desconfianza y sospecha al policía. Es porque no los conocemos, ignoramos sus razones personales, sociales o económicas para elegir una profesión que te pondrá en contacto con los aspectos más oscuros de tus semejantes: todo el mal que nos hacemos unos a otros. Creo que hace falta bastante humanidad para ejercer un oficio tan singular que incluye entre tus obligaciones tanto ayudar como morir si es necesario. La mayoría de los policías la tienen.
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