El libro de la semana
El arte que sobrevivió a la guerra
Su meta estaba clara: salvar a Rembrandt, Vermeer o Leonardo y, para hacerlo recurrieron a toda clase de estratagemas. Aquellos hombres y mujeres (The Monuments Men, se llamaban) protegieron las obras de arte de Occidente para que no cayeran en manos de los nazis ni ardieran bajo el fuego de las bombas.
Algunos se preguntan por la supervivencia de las grandes obras de arte de nuestra cultura tras la Segunda Guerra Mundial, la más destructiva que ha habido. Por eso es legítimo conocer que de 1943 a 1951, aproximadamente 350 personas de trece naciones aliadas desempeñaron la anónima función de convertirse en «hombres y mujeres de los monumentos». Fueron los custodios de las Bellas Artes y Archivos de la sección (MFAA) de las fuerzas armadas aliadas. Quienes velaron por el patrimonio de Occidente anteponiendo sus vidas. Se convirtieron en ojos, oídos y brazos del proyecto cultural de «preservación» más ambicioso de la Historia después de todos los expolios y por encima de cualquier conspiranoia bélica.
Hombres de negro
Han pasado –anónimamente, hasta hoy– a los anales de la historia simplemente como «hombres de los monumento»; meros «hombres de negro» de nuestra cultura y patrimonio, pero justo es recordar también que, durante el fragor de los combates en el viejo continente –desde el De-sembarco de Normandía hasta que Alemania levantó los brazos en señal de rendición–, de aquel centenar que seres que se multiplicaban por tres sólo quedan unos pocos «resistentes del amor al arte». Ellos, durante el duro paso del Rubicón, decisivo para emprender el gran riesgo, en el fragor del hambre, la geopolítica y las bombas, cubrieron miles de kilómetros cuadrados para preservar cientos de edificios dañados y localizar antes que los nazis millones de artículos culturales para legarlos a generaciones venideras. Esta es la historia «anónima» de los luchadores de nuestra herencia artística y de nuestra cultura, y –posiblemente– quienes reescribieron nuestra sangrienta historia.
Aquellos que antepusieron su vida por la ética, la estética y el legado. O, cuando menos, una decena de «vigías» victoriosos alertas y valientes. Los mismos que construyeron sus propios mapas del tesoro a tenor de su saber, quienes revisaron los diarios de los conservadores del Lou-vre, aquellos que esquivaron saqueos o registros de catedrales, evitaron bombardeos y espiaron conversaciones para eludir nuevos expolios artísticos. Ellos. Los que comenzaron moviéndose en diferentes direcciones, pero terminaron la partida en el mismo lugar y al mismo tiempo: en los Alpes, cerca de la frontera entre Alemania y Austria, durante las últimas semanas de la guerra. Allí donde el gran tesoro de los nazis fue almacenado: obras de arte parisinas, robadas en su mayor parte a los coleccionistas judíos y los comerciantes. El patrimonio florentino y napolitano –el mayor premio y tesoro anímico de Hitler–, saqueado de las colecciones de arte y museos más importantes de Europa y oculto en las profundidades de una salina de las minas de trabajo, antes de que cayera en manos aliadas.
Para conocer los pormenores de cómo funcionó la caza del tesoro más grande del siglo pasado, ha nacido este libro. Didáctico, ameno y ejemplarizante. Y, como suele ocurrir, la realidad supera la ficción. Hay escritores incatalogables porque suponen un género en sí mismos. Y en esta categoría se adscribe Edsel, el empresario petrolífero que un buen día decidió consagró su vida a la divulgación del legado de las personas dedicadas a la sección de las «Monuments Men». A través de las experiencias personales de estos hombres y mujeres, el autor dibuja un panorama amplio de sus hazañas en pro del arte como la parte visible de lo más sublime del ser humano y su postura ante el caos. ¿Acaso la única forma de combatir la barbarie? Su narrativa no huye, observa su tiempo y convierte las preocupaciones actuales en material de análisis, estudio y memoria. Porque las personas cuyos testimonios recoge dieron nombre a nuestro presente y dibujan una lista tan nutritiva como disfuncional, pero siempre heroica.
La batalla del bien y el mal
Así comprobamos cómo en estas páginas, el lenguaje se convierte en una instancia fría, contenida, por momentos incluso forense, para acercarnos con rigor a la verdad de los hechos. Pese a todo, acuña párrafos escritos con infinita esperanza, aunque no sabemos si lo serán para nosotros, o para las generaciones venideras. Si la frase de Edmund Burke –«Todo lo que se necesita para que triunfe el mal es que las personas de bien no hagan nada»–, nace de la certeza, nunca fue más cierta que en esta ocasión. Ellos lo hicieron. Son los mismos que dieron su vida por cada efigie, cuadro y objeto que era un gran tesoro. Piezas que se habían hecho desde la genialidad, la perversión, el dolor, la denuncia o la constatación de la historia. Arte que, en su afán de exponer, narrar y cuestionar, encontramos una parte de nuestro pequeño espacio en el universo.
Hombres de negro
Han pasado –anónimamente, hasta hoy– a los anales de la historia simplemente como «hombres de los monumento»; meros «hombres de negro» de nuestra cultura y patrimonio, pero justo es recordar también que, durante el fragor de los combates en el viejo continente –desde el De-sembarco de Normandía hasta que Alemania levantó los brazos en señal de rendición–, de aquel centenar que seres que se multiplicaban por tres sólo quedan unos pocos «resistentes del amor al arte». Ellos, durante el duro paso del Rubicón, decisivo para emprender el gran riesgo, en el fragor del hambre, la geopolítica y las bombas, cubrieron miles de kilómetros cuadrados para preservar cientos de edificios dañados y localizar antes que los nazis millones de artículos culturales para legarlos a generaciones venideras. Esta es la historia «anónima» de los luchadores de nuestra herencia artística y de nuestra cultura, y –posiblemente– quienes reescribieron nuestra sangrienta historia.
Aquellos que antepusieron su vida por la ética, la estética y el legado. O, cuando menos, una decena de «vigías» victoriosos alertas y valientes. Los mismos que construyeron sus propios mapas del tesoro a tenor de su saber, quienes revisaron los diarios de los conservadores del Lou-vre, aquellos que esquivaron saqueos o registros de catedrales, evitaron bombardeos y espiaron conversaciones para eludir nuevos expolios artísticos. Ellos. Los que comenzaron moviéndose en diferentes direcciones, pero terminaron la partida en el mismo lugar y al mismo tiempo: en los Alpes, cerca de la frontera entre Alemania y Austria, durante las últimas semanas de la guerra. Allí donde el gran tesoro de los nazis fue almacenado: obras de arte parisinas, robadas en su mayor parte a los coleccionistas judíos y los comerciantes. El patrimonio florentino y napolitano –el mayor premio y tesoro anímico de Hitler–, saqueado de las colecciones de arte y museos más importantes de Europa y oculto en las profundidades de una salina de las minas de trabajo, antes de que cayera en manos aliadas.
Para conocer los pormenores de cómo funcionó la caza del tesoro más grande del siglo pasado, ha nacido este libro. Didáctico, ameno y ejemplarizante. Y, como suele ocurrir, la realidad supera la ficción. Hay escritores incatalogables porque suponen un género en sí mismos. Y en esta categoría se adscribe Edsel, el empresario petrolífero que un buen día decidió consagró su vida a la divulgación del legado de las personas dedicadas a la sección de las «Monuments Men». A través de las experiencias personales de estos hombres y mujeres, el autor dibuja un panorama amplio de sus hazañas en pro del arte como la parte visible de lo más sublime del ser humano y su postura ante el caos. ¿Acaso la única forma de combatir la barbarie? Su narrativa no huye, observa su tiempo y convierte las preocupaciones actuales en material de análisis, estudio y memoria. Porque las personas cuyos testimonios recoge dieron nombre a nuestro presente y dibujan una lista tan nutritiva como disfuncional, pero siempre heroica.
La batalla del bien y el mal
Así comprobamos cómo en estas páginas, el lenguaje se convierte en una instancia fría, contenida, por momentos incluso forense, para acercarnos con rigor a la verdad de los hechos. Pese a todo, acuña párrafos escritos con infinita esperanza, aunque no sabemos si lo serán para nosotros, o para las generaciones venideras. Si la frase de Edmund Burke –«Todo lo que se necesita para que triunfe el mal es que las personas de bien no hagan nada»–, nace de la certeza, nunca fue más cierta que en esta ocasión. Ellos lo hicieron. Son los mismos que dieron su vida por cada efigie, cuadro y objeto que era un gran tesoro. Piezas que se habían hecho desde la genialidad, la perversión, el dolor, la denuncia o la constatación de la historia. Arte que, en su afán de exponer, narrar y cuestionar, encontramos una parte de nuestro pequeño espacio en el universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario