Cuando la guerra de 1898 parecía perdida, el Gobierno
tomó una decisión audaz, golpear al gigante norteamericano en su propio
terreno. El fallido «contragolpe español» desató el pánico en la costa este
Muchas ciudades dejaron de iluminarse por temor al raid
Los mandos americanos temían la potencia del acorazado «Pelayo»
Los cruceros auxiliares «Patriota» y «Meteoro» secundaban a la escuadra
España estaba contra las cuerdas. A punto de perder sus últimas
posesiones ultramarinas, a las puertas del «Desastre».
Corría el mes de mayo de 1898. Las fuerzas del
decadente imperio español combatían con suerte esquiva con las del rampante
imperio yanqui. La marina estadounidense se enseñoreaba de las aguas de Cuba y
en Cavite, Filipinas, las fuerzas del comodoro
George Dewey desarbolaban las defensas hispanas. En tan adversas
circunstancias, en el Ministerio de Marina español
se ideó un arriesgado plan para tratar de revertir el curso de la guerra:
golpear al enemigo en su propio territorio, enviar una flota a bombardear la
mismísima costa este de los Estados Unidos.
En Norteamérica la contienda se entendía como camino de expansión,
de ampliación del patrimonio. En España los círculos políticos e intelectuales
creían que se luchaba por la misma supervivencia de la nación. Cuba y Filipinas
no eran propiedades de España, eran parte sustancial de la misma. Lo había
expresado el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, en el Congreso cuando anunció
que, en Cuba, España se dejaría «hasta el último hombre, hasta la última
peseta». Aún sabiendo que la mermada España de finales del XIX se enfrentaba a
un enemigo superior, Cánovas había dicho en 1896: «Si, desgraciadamente, un día
el pueblo español creyere que la empresa (…) era superior a su conveniencia (…)
yo habría dejado de ser hombre político para siempre jamás (…) acabando aquel
día, probablemente, también mi vida personal». Cuba era para los españoles de
entonces una cuestión de honor. Así que, imbuidos políticos y opinión pública
en Madrid de una especie de espíritu quijotesco, se decidió intentar lo que la
historiografía bautizó como «el contragolpe español».
Mejor morir que perder la honra.
La única esperanza pasaba por dar un puñetazo en la mesa.
Bloqueadas las fuerzas navales en Cuba y
debeladas las de Filipinas, el Gobierno decidió
jugarse el todo por el todo en una última baza y enviar una escuadra a atacar
las mismas ciudades costeras de los Estados Unidos. Sería la del almirante Manuel de la Cámara y Livemoore la encargada
de ejecutar tan peligroso cometido.
Pánico en la costa este
La misión era de lo más comprometida. Las mejores unidades
disponibles de la Armada española tendrían que
atravesar las aguas del Atlántico y adentrarse
en los dominios del gigante para buscarle las cosquillas en sus propias barbas.
Se pretendía obligar a Washington a un repliegue
de sus fuerzas y así aliviar la presión sobre Cuba y Filipinas. La idea no era
ni mucho menos descabellada. Desde que conoció los propósitos del Estado Mayor
español, el Gobierno norteamericano ordenó que se dejaran de iluminar las
ciudades de la costa este para dificultar el temido raid hispano. El miedo se
apoderó de muchos estadounidenses.
Rumbo a los Estados Unidos zarpó una escuadra en la que formaron
destructores de la «Clase Furor», veloces
y bien artillados: los buques «Audaz», «Osado» y «Proserpina»,
que prestarían escolta a los cruceros auxiliares «Patriota»
y «Meteoro» y el crucero «Carlos
V». Pero la estrella de la flota era el poderoso acorazado «Pelayo», principal motivo para la preocupación de los
mandos militares enemigos. El «Pelayo» y el «Carlos V» superaban por sí solos
en potencia de fuego y tonelaje a toda la escuadra con la que Dewey combatía en
Filipinas.
Las fuerzas de Cámara se dividieron en dos fracciones, una
de las cuales debería navegar rumbo a Halifax,
en Canadá, donde recibiría las instrucciones para lanzarse al ataque de las
costas estadounidenses, con el objetivo preferente de la base naval de West Key. La segunda tendría como destino aguas
brasileñas, desde las que se dedicaría a hostigar el tráfico mercante enemigo.
Trabas británicas
Pero por más que el Gobierno español quisiera en último trance
recurrir a lo que le quedaba de músculo naval, lo que nunca pudo superar fue su
aislamiento internacional, lo que a la postre dejó el «contragolpe español» en
simple amago. Las presiones y trabas de Gran Bretaña,
que no deseaba que la contienda se extendiera al Atlántico entorpeciendo la
navegación comercial y puso cuantas trabas pudo en los puertos bajo su control
o influencia, dieron al traste con el proyecto. Así, antes de que las armas
españolas pudieran siquiera asomarse a territorio enemigo, el Gobierno recibió
las noticias de la alarmante situación en Filipinas y ordenó redirigir la flota
hacia el archipiélago asiático, con la esperanza de forzar unas negociaciones
que permitieran conservar al menos una parte del mismo. Pero tampoco en esto se
tuvo éxito. El Gobierno egipcio, títere de Londres,
no permitió a los buques españoles aprovisionarse de carbón en sus puertos,
demostrando de nuevo la total orfandad internacional de la causa hispana en la
guerra.
Quedó así
truncado cualquier servicio que pudiera prestar el «Pelayo», un navío imponente
al que los mandos estadounidenses tenían enorme respeto. El historiador Pablo
de Azcárate cuenta en su libro «La guerra del 98» la «gran preocupación»
que causaba a Dewey la eventual llegada al escenario filipino de «un buque como
el “Pelayo”, superior a todos los que él tenía bajo su mando». La soledad
diplomática española impidió que pudiera llegar a tiempo al teatro de
operaciones.
La que era
la última esperanza española se diluyó antes siquiera de que las armas que la
sustentaban pudieran trabar combate, dando sentido a la queja del diputado
Francisco Romero Robledo referida a la escuadra del almirante Cervera bloqueada
en el puerto de Santiago de Cuba: «Las escuadras son para combatir (…)
¿Para qué nos sirven esas máquinas infernales que tantos sacrificios han
costado al país?». No hubo contragolpe para España. Lo único que la historia le
tenía deparado a España era el desastre.
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