Los hombres de Prim
marchaban enardecidos por una arenga de este, que el día 2 les había
dicho, señalando al enemigo: «¡Yo quiero que aquellos cañones sean para
los soldados que mando!», y estaban decididos a cumplir sus deseos,
espoleados por una segunda orden, en pleno combate: «¡Adelante, que no
se os anticipe el III [Cuerpo, del teniente general Ros de Olano; en la
batalla de Tetuán, Prim mandaba el II Cuerpo]!».
Las
bandas tocan al unísono la orden de ataque general y el ejército se
lanza a la carrera decisiva, casi al mismo tiempo que, ya a alcance
corto de fusil, los parapetos de los marroquíes, que habían observado
una notable disciplina, se encienden con los disparos de las
espingardas. Es entonces cuando los de Isabel II empiezan a sufrir bajas
significativas, que no les arredran.
Los
hombres de Ros no encuentran grandes dificultades. Han desbordado las
fortificaciones del contrario por la izquierda, y no tienen otro
obstáculo ante sí que los propios adversarios, a los que fácilmente
ponen en fuga con una carga a la bayoneta, penetrando en su campo.
En
el sector de Prim, en cambio, todo resulta más complicado. Primero, hay
que vadear una zona pantanosa, «como un arrozal», cubierta de hierba y
flores que existía allí, delante de los parapetos. Los soldados se
hunden en ella hasta las rodillas, ofreciendo un fácil blanco a los
marroquíes y a sus cañones, que «hicieron a quemarropa dos o tres
disparos de metralla sobre los Voluntarios Catalanes, sobre los
Cazadores de Alba de Tormes y sobre otro batallón que no recuerdo». Era
el 1.º de Saboya, de la II Brigada de la 1.ª División, que se encuentra
ya toda en primera línea. Solo un impacto en la compañía de granaderos
dejó fuera de combate a un teniente, todos los sargentos y 35 hombres.
Poco antes, su capitán había dicho a Prim: «mi general, quíteme de
delante esta guerrilla», a fin de poder lanzarse al asalto, lo que hizo,
a pesar de las bajas. La descarga espanta al caballo de Yriarte, que se
encabrita y le hace caer en el «barro, espeso y blanquecino como la
leche», de «olor fétido e inmundo», del que con dificultad, ayudándose
unos a otros, se van extrayendo los soldados, para continuar el ataque;
«varios, que iban cargando a la bayoneta, permanecieron algunos
instantes de pie y como clavados en el fango, después de haber recibido
balazos en el pecho y aun en la cabeza que eran mortales de
necesidad». Alguien que pasó por allí después hablaría del «barro
ensangrentado».
El historiador de la
unidad asegura de los catalanes que «nuestros soldados no supieron
reaccionar hasta que Prim, que estaba en la retaguardia, se puso al
frente y les animó a continuar avanzando». Las cantineras del batallón,
que lo habían acompañado, «tuvieron que reclamar ajeno auxilio» para
poder salir del barrizal. En realidad, todos los que se encontraron en
la angustiosa situación, necesitaron «ajeno auxilio», a la vez que lo
prestaban a otros. Fue un sálvese el que pueda, pero para atacar, no
para retroceder. Por lo que se refiere a los Voluntarios, lanzar a
bisoños a aquel infierno, hacerles soportar en formación cerrada fuego
de artillería, para luego entrar en una ciénaga y a continuación salir
de ella para asaltar un campo atrincherado, es algo que desafía a toda
lógica, excepto la política. Lo asombroso es que no echaran a correr.
O’Donnell, dejando de lado por primera vez su legendaria frialdad, grita en francés, «En avant!, en avant!». Los
momentos son críticos, aún más porque, «ora por haberse anticipado Prim
en su ataque a la trinchera, ora por haberse involuntariamente
retrasado el general Ros en su marcha envolvente, no coincidieron ambos
cuerpos como estaba prevenido en el instante mismo del asalto», lo que
«hubiera ahorrado mucha sangre». Sea como fuere, en pequeños grupos
rebozados de barro, los hombres se arrojan contra la línea de Muley
Ahmed. Al parecer, Alba de Tormes y los catalanes lo hicieron de frente,
mientras que Prim se corre a la izquierda, con Princesa, León y
Córdoba, hasta que encuentra un hueco –una tronera, afirman muchos– y
entra por ella en el campamento, matando, al hacerlo, de un tiro o de un
sablazo, según las fuentes, a un artillero.
Se
ha hablado de encarnizados combates cuerpo a cuerpo, pero más bien
parece que los marroquíes, como lo reconocen sus propios cronistas, al
ver superadas las defensas, a la vez que el III les atacaba por su
flanco derecho, no tardaron en apelar a la fuga. Era lo mejor que podían
hacer, en esas circunstancias. Borobio, que estaba con sus Cazadores de
Llerena, pertenecientes a dicho cuerpo, lo cuenta todo en pocas
palabras: «tan luego como asaltaron las trincheras nuestros soldados,
empezamos con ellos a la bayoneta, huyendo todos los moros, llenos de
terror y espanto».
Los artilleros
fueron una excepción. Continuaron tirando hasta el último momento «con
cuatro piezas desmontadas, sufriendo la voladura de un repuesto, y
teniendo multitud de sirvientes hechos pedazos por los cascos de
nuestros proyectiles». Luego, con los españoles ya dentro, siguieron
defendiéndose, hasta que la intervención de López Domínguez, con los de
su compañía de montaña del 5.º Regimiento, «impidió que los pocos
artilleros marroquíes heridos […] que sin retroceder una pulgada, ya que
no podían los cañones, disparaban las espingardas, fueran rematados a
bayonetazos». Navarrete, al que pertenecen estas palabras, añade el
mayor de los elogios: «no ambicionaría en mi hoja de servicios empresa
más loable que haber mandado una batería» como lo hicieron aquel día los
marroquíes.
Todo
indica que, en efecto, no se dio cuartel, lo que nada tiene que
extrañar en el curso de un asalto, cuando los atacantes, tras haber
sufrido al descubierto el fuego enemigo, pueden por fin tomarse cumplida
venganza. Prim era la viva imagen de la tensión por la que todos habían
pasado: «su semblante está verde, los labios apretados por nerviosa
contracción; la placa de Carlos III estaba rota; el sable lo tenía
torcido, y secó en la mantilla del caballo la sangre que empapaba la
hoja»; su montura estaba herida.
Parece
que la primera bandera que se plantó fue la del 1.º de León, cuyo
coronel dio el asalto seguido por solo 29 hombres, ya que los demás
habían quedado empantanados. Dejaron en el barro un jefe con tres tiros,
12 oficiales heridos, 9 soldados muertos y 128 heridos.
Mientras
caía el campamento de Muley Ahmed, Enrique O’Donnell, con su 2.ª
División del II Cuerpo, marchaba contra el de Muley el-Abbás, que fue
abandonado sin lucha.
Había sido un
triunfo en toda la línea, «una brillante acción», en la que «los
españoles se portaron muy bien». «La infantería española, tan famosa por
su reputación en los siglos pasados, pero que tan poco había hecho en
mantenerla en la primera mitad del actual, puede aún recobrar su elevado
prestigio entre los ejércitos europeos», tras su celebrada actuación
el 4 de febrero en la batalla de Tetuán.
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