¿En nombre de Omar o de Ali?
La movilización chií frente a la insurgencia suní resucita la amenaza de la guerra sectaria en Irak
Emad Kanani no se lo pensó dos veces cuando oyó el llamamiento de la más alta autoridad religiosa chií de Irak instando a defender la patria a aquellos con capacidad de empuñar un arma. A sus 37 años, este pequeño empresario dejó su negocio de mantenimiento de instalaciones en manos de un familiar y se presentó en la antigua base aérea de Al Muthanna, en Bagdad. Allí el Ejército recibe cada día a miles de voluntarios con los que espera reforzar sus filas para retomar el territorio conquistado por los yihadistas en el noroeste del país. Con ellos, y con las milicias a las que la fetua ha sacado de su hibernación.
Desde que el pasado 10 de junio el Estado islámico de Irak (EI) [antes llamado Estado islámico y el Levante (EIIL)] se hicieran con el control de Mosul, la segunda ciudad de Irak, el país se enfrenta a su mayor desafío tras el derribo de Sadam Husein en 2003. La estampida de las fuerzas armadas ante el avance de ese grupo yihadista y sus aliados locales hizo temer que éstos llegaran a sitiar Bagdad. Aunque finalmente los soldados parecen haber frenado la ofensiva, el incidente ha sacado a la luz la fragilidad de las estructuras nacionales justo en medio de un cambio de legislatura y de las laboriosas negociaciones para formar una nueva coalición de Gobierno.
El problema es que Emad y el 99% de los voluntarios y los milicianos son chiíes (como dos tercios de los habitantes de Irak), y su movilización frente a la insurgencia suní ha resucitado el fantasma de la guerra sectaria que desangró el país a mediados de la década pasada. No es sólo una especulación. Después de que se conocieran varios incidentes sospechosos, Amnistía Internacional ha recogido pruebas “de ejecuciones extrajudiciales de detenidos [suníes] por parte de fuerzas gubernamentales y milicias chiíes en las ciudades de Tal Afar, Mosul y Baquba”. Los policías que los custodiaban se habrían vengado así de los ataques rebeldes y el asesinato de sus compañeros de armas.
En Bagdad, donde en los últimos años el sectarismo ha ido segregando los barrios, muchos suníes tienen miedo de atravesar los puestos de control donde los milicianos chiíes se han unido a soldados y policías. Ola A., una joven de 22 años residente en Ameriya, cuenta que su familia no sale de ese distrito desde que a un vecino lo detuvieron en un control y no han vuelto a saber de él. Mientras en las mezquitas chiíes empiezan a celebrar funerales por los primeros voluntarios caídos en combate, en las suníes aparecen banderolas anunciando muertes “por disparos de desconocidos”.
Por si fuera poco con el mosaico de árabes, kurdos, turcomanos, asirios e incluso armenios que integran el país, a esos distintos orígenes lingüístico-culturales se superpone la división que surgió en el islam a la muerte de Mahoma entre quienes apoyaban la elección de su sucesor (suníes, u ortodoxos) y quienes privilegiaban los lazos de parentesco (chiíes, o partidarios de Ali, el yerno del Profeta). La imagen de Irak como una amalgama de etnias y confesiones sin identidad común, y dispuestas a matarse unas a otras, vuelve a poner sobre la mesa la salida de la partición. Suníes y chiíes seguirían el ejemplo del enclave kurdo, que ya es virtualmente independiente en el norte, con sendas entidades en el noroeste y el centro-sur del país.
Emad rechaza esa posibilidad y asegura que no se ha alistado para luchar contra los suníes, sino para defender la unidad de su país. Ola, por su parte, ha empezado a considerar la partición como una alternativa. “Acabo de volver del Kurdistán y he visto la seguridad que tienen allí, igual no queda más remedio que separarnos para evitar la violencia”, concede dudosa. Sin embargo, hay muchos iraquíes que se resisten a ello; que niegan que haya un imperativo histórico que les obligue a enfrentarse. Al contrario, aseguran, la coexistencia ha sido la norma.
“Las tensiones confesionales y étnicas más graves de la historia moderna de Irak se han producido tras la ocupación encabezada por Estados Unidos en 2003”, ha escrito Sami Ramadani en The Guardian. Este académico afirma que nadie ha aportado pruebas de enfrentamientos significativos entre las distintas comunidades iraquíes antes de esa fecha, salvo un oscuro ataque a los barrios judíos en 1941 que nunca se ha aclarado. A pesar del racismo del Baaz contra los kurdos y otros no árabes, defiende que las guerras de Sadam contra aquéllos no fueron populares.
Es cierto que la mayoría de las tribus de Irak tienen ramas suníes y chiíes. Del mismo modo que Bagdad, Basora, Mosul o Kirkuk siempre han sido ciudades mixtas en distintas proporciones. También que es difícil evaluar el grado de convivencia bajo una tiranía que no dejaba resquicio a la mínima crítica. Nadie hablaba de diferencias en tiempos de Sadam, cuya adhesión a un régimen laico fue, como en el caso de su vecino Hafez el Asad en Siria, una forma de obviar su pertenencia a una minoría.
Desde la dominación otomana de la región, los chiíes siempre han sido los marginados. No sólo porque fueran los perdedores de la batalla de Kerbala, que marcó la separación de las dos ramas del islam en el siglo VII, sino porque eran minoritarios (hoy se estiman entre el 10% y el 15% de los casi 1.500 millones de musulmanes). Así que no hubo problemas entre las dos comunidades mientras la minoría no reclamó sus derechos, algo que empezó a cambiar a partir de la revolución iraní de 1979.
La inspiración y la asistencia financiera de Teherán ayudaron a los chiíes de Líbano durante la segunda parte de la guerra civil que vivió ese país (1975-1989). Los chiíes de Irak, junto con Bahréin los dos únicos países árabes donde son mayoría, se convirtieron, como los chiíes de Kuwait o Arabia Saudí, en sospechosos de colaboracionismo con el régimen iraní.
Con todo, los iraquíes insisten en que no hay precedentes de la violencia sectaria que ha estallado desde la intervención de EE UU. El llamado Consejo de Gobierno que se formó al poco de la invasión incluyó a 13 árabes chiíes, 5 árabes suníes, 5 kurdos (mayoritariamente suníes), 1 turcomano y 1 asirio (cristiano). Tal como advirtió en su día el International Crisis Group, era “la primera vez en la historia moderna [de Irak] que la identidad étnica y religiosa se elevaba al rango de principio básico de organización política”. Como resultado, se ha fomentado la afiliación política en esa dirección y debilitado a los iraquíes laicos (tanto chiíes como suníes) y a todos aquellos que deseaban un sistema que mitigara esas divisiones, en lugar de exacerbarlas.
“Como hace 14 siglos, los políticos vuelven a pelearse en nombre de Omar o de Ali, pero igual que entonces se trata en realidad de una lucha por el poder; su principal objetivo es beneficiarse del Estado”, interpreta Ahmed Saadawi, ganador del Booker árabe de este año por su novela Frankenstein en Bagdad, en la que aborda la violencia sectaria.
El escritor, que ha viajado de Basora a Mosul, pasando por Faluya, para documentar su libro, se muestra convencido de que “los habitantes de Mosul no están contra el Estado, sino contra un Gobierno cuyos primer ministro [Nuri al Maliki] y Ejército perciben como chiíes”. En su opinión, la fractura confesional no es un designio inexorable, sino el fruto de políticas deliberadas que corren el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida. “En estos 11 años los dirigentes políticos no han hecho nada, de ahí las quejas de la sociedad. Son esos dirigentes quienes tienen que gestionar los desacuerdos para pacificar la sociedad”, señala.
De hecho, la rápida conquista yihadista del noroeste de Irak (una región eminentemente suní) no hubiera sido posible sin la aquiescencia de las poblaciones locales. Salvo las familias de los funcionarios y los miembros de las minorías, la mayor parte de quienes huyeron del avance del EIIL declaraban hacerlo por temor a la respuesta del Gobierno central. Ese grupo sectario, que hace bandera de su menosprecio a los chiíes, ha capitalizado el malestar que arrastran los suníes por su asociación con la tiranía de Sadam.
“La comunidad suní se siente excluida. Algunos sectores la han equiparado con el Baaz de Sadam Husein para apartarla de la dirección del país”, explicaba a esta corresponsal el año pasado el presidente del Parlamento, Osama al Nujayfi, el suní en la más alta posición del Estado. Al Nujayfi no tenía empacho en acusar de esa política al primer ministro.
Inspirados en las protestas de la primavera árabe, los suníes iraquíes se manifestaron durante 2013 para pedir el fin de las detenciones arbitrarias, la anulación de las leyes antiterroristas y la puesta en libertad de sus correligionarios víctimas de esas normas que, según ellos, les afectan de forma desproporcionada. Tras acusarlos de actuar por cuenta de intereses extranjeros, Al Maliki hizo algunos gestos, sin emprender verdaderas reformas. La situación se agravó cuando en abril las fuerzas de seguridad asaltaron una acampada de protesta en Hawija, desatando una oleada de violencia que dejó dos centenares de muertos. En diciembre, su incursión contra la acampada de Ramadi, la capital de Al Anbar, terminó con los insurgentes suníes haciéndose fuertes en varios barrios y en la vecina Faluya. Desde entonces, el Gobierno ha sido incapaz de recuperar ambas ciudades y ahora afronta una insurgencia mucho más amplia que se extiende a casi un tercio del país.
“Lo que está sucediendo en Irak no es un asunto exclusivamente iraquí. El triángulo suní (Arabia Saudí, Qatar y Turquía) no acepta un sistema político controlado por los chiíes, y se vale de los políticos iraquíes para interferir”, apunta por su parte Omran al Obaidy, el jefe de Opinión del diario Al Itihad. Sin duda, el entorno regional complica la situación. Aunque no existan pruebas fehacientes de que Arabia Saudí apoye financieramente al EIIL, la competencia por el poder y la influencia regional que mantiene con Irán subyace a la brecha sectaria que se ha abierto en Oriente Próximo. El acceso al poder de la mayoría chií de Irak tras la invasión estadounidense reavivó los recelos de la familia real saudí hacia Teherán. Si la República Islámica se erigió en líder del islam chií, la monarquía que custodia La Meca se ve como cabeza de los suníes.
Desde la revolución iraní de 1979, los Al Saud perciben como una amenaza el modelo de “gobierno islámico” instaurado por Jomeini, no tanto por el deseo de éste de exportar su proyecto, cuanto por el riesgo de que las ideas revolucionarias calaran entre la minoría chií del reino y del resto de la región. De ahí que, ante el cambio de tornas en Bagdad, la monarquía saudí se alineara con los extremistas suníes que llevaron al país al borde de la guerra civil, un peligro que se repite ahora. Prueba del peso que puede tener esa influencia, el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, concluyó su viaje por la zona con una visita al rey Abdalá en Yeddah.
Para Saadawi, todos esos elementos no restan responsabilidad a los dirigentes políticos iraquíes. El escritor asegura que los líderes de las tres comunidades siguen actuando con la mentalidad de tiempos de la dictadura y se aprovechan del enfrentamiento. Reconoce que la identidad iraquí “es débil” y el Estado es demasiado frágil para fomentarla. Aun así, no pierde la esperanza.
“Irak no es un país único. En España pudieron superar sus diferencias. ¿Por qué nosotros no habríamos de hacerlo? Tenemos que impulsar el contacto con el otro. Somos iraquíes, seamos chiíes o suníes. Otras sociedades lo han logrado. No es un sueño”, concluye Saadawi expresando un deseo que comparten muchos iraquíes. Con excepción de los kurdos, que han aprovechado el vacío de poder para extender sus fronteras hasta los límites de sus reclamaciones históricas y han dejado claro que los cambios no tienen marcha atrás.
Desde que el pasado 10 de junio el Estado islámico de Irak (EI) [antes llamado Estado islámico y el Levante (EIIL)] se hicieran con el control de Mosul, la segunda ciudad de Irak, el país se enfrenta a su mayor desafío tras el derribo de Sadam Husein en 2003. La estampida de las fuerzas armadas ante el avance de ese grupo yihadista y sus aliados locales hizo temer que éstos llegaran a sitiar Bagdad. Aunque finalmente los soldados parecen haber frenado la ofensiva, el incidente ha sacado a la luz la fragilidad de las estructuras nacionales justo en medio de un cambio de legislatura y de las laboriosas negociaciones para formar una nueva coalición de Gobierno.
El problema es que Emad y el 99% de los voluntarios y los milicianos son chiíes (como dos tercios de los habitantes de Irak), y su movilización frente a la insurgencia suní ha resucitado el fantasma de la guerra sectaria que desangró el país a mediados de la década pasada. No es sólo una especulación. Después de que se conocieran varios incidentes sospechosos, Amnistía Internacional ha recogido pruebas “de ejecuciones extrajudiciales de detenidos [suníes] por parte de fuerzas gubernamentales y milicias chiíes en las ciudades de Tal Afar, Mosul y Baquba”. Los policías que los custodiaban se habrían vengado así de los ataques rebeldes y el asesinato de sus compañeros de armas.
En Bagdad, donde en los últimos años el sectarismo ha ido segregando los barrios, muchos suníes tienen miedo de atravesar los puestos de control donde los milicianos chiíes se han unido a soldados y policías. Ola A., una joven de 22 años residente en Ameriya, cuenta que su familia no sale de ese distrito desde que a un vecino lo detuvieron en un control y no han vuelto a saber de él. Mientras en las mezquitas chiíes empiezan a celebrar funerales por los primeros voluntarios caídos en combate, en las suníes aparecen banderolas anunciando muertes “por disparos de desconocidos”.
Por si fuera poco con el mosaico de árabes, kurdos, turcomanos, asirios e incluso armenios que integran el país, a esos distintos orígenes lingüístico-culturales se superpone la división que surgió en el islam a la muerte de Mahoma entre quienes apoyaban la elección de su sucesor (suníes, u ortodoxos) y quienes privilegiaban los lazos de parentesco (chiíes, o partidarios de Ali, el yerno del Profeta). La imagen de Irak como una amalgama de etnias y confesiones sin identidad común, y dispuestas a matarse unas a otras, vuelve a poner sobre la mesa la salida de la partición. Suníes y chiíes seguirían el ejemplo del enclave kurdo, que ya es virtualmente independiente en el norte, con sendas entidades en el noroeste y el centro-sur del país.
Emad rechaza esa posibilidad y asegura que no se ha alistado para luchar contra los suníes, sino para defender la unidad de su país. Ola, por su parte, ha empezado a considerar la partición como una alternativa. “Acabo de volver del Kurdistán y he visto la seguridad que tienen allí, igual no queda más remedio que separarnos para evitar la violencia”, concede dudosa. Sin embargo, hay muchos iraquíes que se resisten a ello; que niegan que haya un imperativo histórico que les obligue a enfrentarse. Al contrario, aseguran, la coexistencia ha sido la norma.
“Las tensiones confesionales y étnicas más graves de la historia moderna de Irak se han producido tras la ocupación encabezada por Estados Unidos en 2003”, ha escrito Sami Ramadani en The Guardian. Este académico afirma que nadie ha aportado pruebas de enfrentamientos significativos entre las distintas comunidades iraquíes antes de esa fecha, salvo un oscuro ataque a los barrios judíos en 1941 que nunca se ha aclarado. A pesar del racismo del Baaz contra los kurdos y otros no árabes, defiende que las guerras de Sadam contra aquéllos no fueron populares.
Es cierto que la mayoría de las tribus de Irak tienen ramas suníes y chiíes. Del mismo modo que Bagdad, Basora, Mosul o Kirkuk siempre han sido ciudades mixtas en distintas proporciones. También que es difícil evaluar el grado de convivencia bajo una tiranía que no dejaba resquicio a la mínima crítica. Nadie hablaba de diferencias en tiempos de Sadam, cuya adhesión a un régimen laico fue, como en el caso de su vecino Hafez el Asad en Siria, una forma de obviar su pertenencia a una minoría.
Desde la dominación otomana de la región, los chiíes siempre han sido los marginados. No sólo porque fueran los perdedores de la batalla de Kerbala, que marcó la separación de las dos ramas del islam en el siglo VII, sino porque eran minoritarios (hoy se estiman entre el 10% y el 15% de los casi 1.500 millones de musulmanes). Así que no hubo problemas entre las dos comunidades mientras la minoría no reclamó sus derechos, algo que empezó a cambiar a partir de la revolución iraní de 1979.
La inspiración y la asistencia financiera de Teherán ayudaron a los chiíes de Líbano durante la segunda parte de la guerra civil que vivió ese país (1975-1989). Los chiíes de Irak, junto con Bahréin los dos únicos países árabes donde son mayoría, se convirtieron, como los chiíes de Kuwait o Arabia Saudí, en sospechosos de colaboracionismo con el régimen iraní.
Con todo, los iraquíes insisten en que no hay precedentes de la violencia sectaria que ha estallado desde la intervención de EE UU. El llamado Consejo de Gobierno que se formó al poco de la invasión incluyó a 13 árabes chiíes, 5 árabes suníes, 5 kurdos (mayoritariamente suníes), 1 turcomano y 1 asirio (cristiano). Tal como advirtió en su día el International Crisis Group, era “la primera vez en la historia moderna [de Irak] que la identidad étnica y religiosa se elevaba al rango de principio básico de organización política”. Como resultado, se ha fomentado la afiliación política en esa dirección y debilitado a los iraquíes laicos (tanto chiíes como suníes) y a todos aquellos que deseaban un sistema que mitigara esas divisiones, en lugar de exacerbarlas.
“Como hace 14 siglos, los políticos vuelven a pelearse en nombre de Omar o de Ali, pero igual que entonces se trata en realidad de una lucha por el poder; su principal objetivo es beneficiarse del Estado”, interpreta Ahmed Saadawi, ganador del Booker árabe de este año por su novela Frankenstein en Bagdad, en la que aborda la violencia sectaria.
El escritor, que ha viajado de Basora a Mosul, pasando por Faluya, para documentar su libro, se muestra convencido de que “los habitantes de Mosul no están contra el Estado, sino contra un Gobierno cuyos primer ministro [Nuri al Maliki] y Ejército perciben como chiíes”. En su opinión, la fractura confesional no es un designio inexorable, sino el fruto de políticas deliberadas que corren el riesgo de convertirse en una profecía autocumplida. “En estos 11 años los dirigentes políticos no han hecho nada, de ahí las quejas de la sociedad. Son esos dirigentes quienes tienen que gestionar los desacuerdos para pacificar la sociedad”, señala.
De hecho, la rápida conquista yihadista del noroeste de Irak (una región eminentemente suní) no hubiera sido posible sin la aquiescencia de las poblaciones locales. Salvo las familias de los funcionarios y los miembros de las minorías, la mayor parte de quienes huyeron del avance del EIIL declaraban hacerlo por temor a la respuesta del Gobierno central. Ese grupo sectario, que hace bandera de su menosprecio a los chiíes, ha capitalizado el malestar que arrastran los suníes por su asociación con la tiranía de Sadam.
“La comunidad suní se siente excluida. Algunos sectores la han equiparado con el Baaz de Sadam Husein para apartarla de la dirección del país”, explicaba a esta corresponsal el año pasado el presidente del Parlamento, Osama al Nujayfi, el suní en la más alta posición del Estado. Al Nujayfi no tenía empacho en acusar de esa política al primer ministro.
Inspirados en las protestas de la primavera árabe, los suníes iraquíes se manifestaron durante 2013 para pedir el fin de las detenciones arbitrarias, la anulación de las leyes antiterroristas y la puesta en libertad de sus correligionarios víctimas de esas normas que, según ellos, les afectan de forma desproporcionada. Tras acusarlos de actuar por cuenta de intereses extranjeros, Al Maliki hizo algunos gestos, sin emprender verdaderas reformas. La situación se agravó cuando en abril las fuerzas de seguridad asaltaron una acampada de protesta en Hawija, desatando una oleada de violencia que dejó dos centenares de muertos. En diciembre, su incursión contra la acampada de Ramadi, la capital de Al Anbar, terminó con los insurgentes suníes haciéndose fuertes en varios barrios y en la vecina Faluya. Desde entonces, el Gobierno ha sido incapaz de recuperar ambas ciudades y ahora afronta una insurgencia mucho más amplia que se extiende a casi un tercio del país.
"Igual que hace 14 siglos, se trata de una lucha por el poder político", dice el escritor Ahmed Saadawi
Desde la revolución iraní de 1979, los Al Saud perciben como una amenaza el modelo de “gobierno islámico” instaurado por Jomeini, no tanto por el deseo de éste de exportar su proyecto, cuanto por el riesgo de que las ideas revolucionarias calaran entre la minoría chií del reino y del resto de la región. De ahí que, ante el cambio de tornas en Bagdad, la monarquía saudí se alineara con los extremistas suníes que llevaron al país al borde de la guerra civil, un peligro que se repite ahora. Prueba del peso que puede tener esa influencia, el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, concluyó su viaje por la zona con una visita al rey Abdalá en Yeddah.
Para Saadawi, todos esos elementos no restan responsabilidad a los dirigentes políticos iraquíes. El escritor asegura que los líderes de las tres comunidades siguen actuando con la mentalidad de tiempos de la dictadura y se aprovechan del enfrentamiento. Reconoce que la identidad iraquí “es débil” y el Estado es demasiado frágil para fomentarla. Aun así, no pierde la esperanza.
“Irak no es un país único. En España pudieron superar sus diferencias. ¿Por qué nosotros no habríamos de hacerlo? Tenemos que impulsar el contacto con el otro. Somos iraquíes, seamos chiíes o suníes. Otras sociedades lo han logrado. No es un sueño”, concluye Saadawi expresando un deseo que comparten muchos iraquíes. Con excepción de los kurdos, que han aprovechado el vacío de poder para extender sus fronteras hasta los límites de sus reclamaciones históricas y han dejado claro que los cambios no tienen marcha atrás.
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