La humillación de Hernán
Cortés en Colhuacatonco: la batalla en la que los aztecas robaron la honra a
España
Tras la
caída de Tenochtitlan, los conquistadores tuvieron que acabar con la
resistencia nativa ubicada en los «barrios» cercanos a la ciudad
Ahora, en
pleno 2017, han sido descubiertas en este lugar varias viviendas de nobles
locales
Cortés,
durante la conquista del Imperio Azteca - ABCManuel P. Villatoro - ABC_Historia 10/07/2017
23:29h - Actualizado: 11/07/2017 16:59h. Guardado en: Historia
El misionero
del siglo XVI Bernardino de Sahagún apenas
dedica en sus crónicas unos pocos párrafos a hablar de la batalla de
Colhuacatonco. Más bien unas líneas dentro de su extensa obra «Historia general de las cosas de Nueva España».
Pero en ellas deja patente la humillación que sufrieron los conquistadores a
manos de unos combatientes obcecados en defender los barrios aledaños a Tenochtitlan
(la capital del Imperio Azteca) después de que esta hubiese caído en manos
de Hernán Cortés en 1521. Y es que, tras la lid de
aquella aciaga jornada, los «mexicanos» (como les denomina el cronista)
lograron arrebatar una de sus banderas a los españoles y llevarse
consigo más de medio centenar de prisioneros que, posteriormente,
sacrificaron sin piedad.
Hasta hace
poco la contienda permanecía oculta por el paso del tiempo. Olvidada entre los
capítulos y capítulos de la obra de Sahagún por su brevedad y concisión. Sin
embargo, a principios de julio el barrio de Colhuacatonco ha vuelto a ser
noticia gracias al trabajo de los arqueólogos locales del Instituto Nacional
de Antropología e Historia. Estos expertos han descubierto en el barrio los
restos de un recinto ceremonial utilizado por nobles de las tribus mejicanas
(mexicas) durante los últimos días de la conquista española.
Según ha
desvelado el mismo centro en un comunicado, al norte del terreno ha sido
hallada una plataforma prehispánica de 3,16 metros de largo y 4,30 metros de
ancho que todavía «preserva su piso bruñido en excelentes condiciones y cuya
factura es de calidad semejante a las superficies del Templo Mayor de
Tenochtitlan». Eso es decir mucho ya que, como explica el arqueólogo Eduardo
Matos Moctezuma en su obra «Vida y muerte en el templo mayor»,
esta construcción «era el centro de la concepción universal del azteca y, por
tanto, el lugar de mayor sacralidad por donde cruzaban los caminos que llevaban
a los niveles celestes y al inframundo». El descubrimiento, en palabras de la
arqueóloga María de la Luz Escobedo, es contemporáneo al contacto entre
aztecas y españoles.
Una noche muy triste
Entender la
batalla de Colhuacatonco requiere retroceder en el tiempo hasta el 30 de
junio de 1520. Fue en esa jornada en la que Hernán Cortés y sus hombres (que
habían entrado en Tenochtitlan como invitados del pueblo mexica) se vieron
obligados a escapar de la capital después de que el pueblo se rebelara contra
ellos. Para entonces los nativos ya estaban cansados de los españoles. Y en
cierto modo no les faltaba razón ya que, tras acceder a la ciudad, aquellos «monstruos
barbudos» raptaron al mismísmo emperador Moctezuma y trataron de
hacerse con sus riquezas. La huida (conocida posteriormente como «La noche triste») dejó unos
600 cristianos muertos y obligó a los conquistadores a retirarse hasta la
región amiga de Tlaxcala. Tierra en la que, según afirma Fernando Orozco en
su obra «Grandes personajes de México»,
fueron «recibidos con la más cordial benevolencia».
Desde Tlaxcala
Cortés organizó un nuevo ataque contra Tenochtitlan. Aunque, en este
caso, decidió no pisar sobre terreno pantanoso y planeó pormenorizadamente cada
uno de sus pasos. En primer lugar buscó aliados similares a los txacaltecas. Es
decir: que odiaran a los mexicas y estuvieran dispuestos a alzarse en armas
contra su imperio tiránico. «El imperio mexica tampoco era una nación; era un
reino que tenía sometidos a muchos otros reinos, más o menos lo que muchas
veces entendemos por la palabra “imperio”», explica el historiador Christopher
Domínguez Michael en su obra «Profetas del pasado.: Quince voces de
la historiografía sobre México».
Extracto de un cuadro de Ferrer-Dalmau en el que se
muestra a Cortés camino a Tenochtitlán- AUGUSTO FERRER-DALMAU
Por si el
odio hacia aquellos que les mantenían sometidos no era suficiente, los
conquistadores también llevaban en el zurrón alguna que otra alhaja para acabar
de convencer a los líderes dubitativos, como bien explica el cronista Bernal
Díaz del Castillo en su obra «Historia verdadera de la conquista de
Nueva España»: «Cortés les dio a todos los principales joyas de oro
y piedras, que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo; asimismo
dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos».
Tras reunir
un ejército de aliados, Cortés dirigió sus pasos en primer lugar hasta la
ciudad de Tepeaca. Esta fue capturada en poco tiempo y utilizada como
punto de partida de las posteriores expediciones. «Nos fuimos al pueblo de
Tepeaca, donde se fundó una villa que se nombró Segura de la Frontera,
porque estaba en el camino de la Villa Rica», completa Bernal Díaz del Castillo.
El cronista también explica en sus escritos que «allí se nombraron alcaldes y
regidores y se dio orden [de recorrer] los rededores sujetos a Méjico, en
especial los pueblos adonde habían muerto a españoles».
Todo ello,
con el objetivo de reunir un ejército todavía mayor y dar un escarmiento a
aquellos que se hubiesen rebelado contra España. «En obra de cuarenta días
tuvimos aquellos pueblos muy pacíficos y castigados», añade el autor del siglo
XVI.
Enfermedad
La suerte se
alió a partir de entonces con Cortés. O más bien la parca tras adquirir forma
de viruela. Sahagún no ahorra adjetivos escabrosos a la hora de
describir la forma en que esta cruel enfermedad segó la vida de cientos de
mexicas: «Tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos
y lastimados de viruelas que no se podían bullir ni menear de un lugar, ni
volverse de un lado a otro, y si alguno los meneaba daban voces». Aquellos que
tuvieron la suerte de no sucumbir a la enfermedad murieron de hambre debido a
que no había población que produjera comida.
«Los que escaparon de esta
pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos quebrados»
La plaga
duró nada menos que sesenta jornadas. «Los que escaparon de esta pestilencia
quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos quebrados», finaliza.
La
enfermedad diezmó a las huestes mexicas hasta la extenuación. De ella no se
libró ni el sucesor de Moctezuma. El mismo que había subido al poder después de
que el pueblo asesinara a pedradas a su antiguo emperador por apoyar a los
españoles. «Ya en aquella sazón habían alzado en Méjico otro señor, porque el
que nos echó de Méjico era fallecido de viruela, y al señor que hicieron era un
sobrino o pariente muy cercano de Montezuma» determina, en este caso, Bernal
Díaz del Castillo. El nuevo enemigo era un tal Guatemuz, «mancebo de
hasta veinticinco años, bien gentil hombre para ser indio, y muy esforzado».
La caída de Tenochtitlan
Al mando de
un nuevo ejército, sediento de venganza y ávido de hacerse con las riquezas de
Tenochtitlan (no solo de victorias vive el conquistador), Cortés no tardó en
volver a considerar factible la toma de la capital. Aunque, eso sí, de una
forma diferente.
En este
caso, en lugar de lanzarse de bruces por tierra contra las tropas mexicas,
apostó por asediar la urbe (rodeada de lagos) desde el mar mediante 13
bergantines. Buques cuya construcción dirigieron el maestro Martín López
y su ayudante Alonso Núñez y que, a la postre, se convertirían en
una pieza clave para la conquista de ciudad. En un alarde de ingenio, los
bajeles se ensamblaron primero en Tlaxcala (tierra adentro) y,
posteriormente, fueron desmontados y trasladados pieza a pieza hasta Texcoco.
«Ante que los armasen trajéronlos en piezas los indios hasta Tetzcuco, y allí
los armaron, enclavaron y brearon», señala Sahagún en su obra.
El
historiador del siglo XVII Antonio de Solís fue uno de los que más datos ofrece
sobre las fuerzas que Cortés dirigió contra la capital mexica. En su obra «Historia de la conquista de México»
señala que los bergantines fueron cargados con un total de 900 hombres, «194
entre arcabuces y ballestas; los demás de espada,
rodela y lanza». A su vez, especifica que el conquistador contaba también con
86 caballos, 18 piezas de artillería y cientos de aliados. Todo este potencial
tecnológico se vio sumado al empuje naval que ofrecían los navíos, capaces de
aplastar sin piedad a las pequeñas canoas de Tenochtitlan (las únicas naves con
las que contaban los defensores).
Plano de la ciudad de Tenochtitlan, de un grabado de
madera de la edición de las cartas de Cortés al emperador CArlos V, impresa en
Nurenberg en 1524- ABC
Por si fuera
poco, el español también envió por tierra una parte del contingente para atacar
los principales accesos a la urbe.
El
entrenamiento de los versados conquistadores, su potencial tecnológico y los
planes de Cortés no tuvieron réplica. A lomos de sus bergantines, y apoyados
desde tierra, los españoles sitiaron Tenochtitlan aproximadamente el 26 de
mayo de 1521, poco después de cortar el acueducto que nutría de agua a los
defensores. «A partir de ese día, los combates se sucedieron a diario. El sitio
de la capital se convirtió en una terrible lucha prolongada», completa -en este
caso- Orozco. Finalmente, entre disparos de arcabuz y flechas de arco, la urbe
cayó tres meses después.
A partir de
entonces comenzó un éxodo de cientos de guerreros y ciudadanos mexicas. Algunos
huyeron de Tenochtitlan, pero otros prefirieron quedarse en los barrios
limítrofes para seguir plantando cara a los «monstruos barbudos» que ansiaban
quebrantar su imperio. Sahagún se refiere a esta situación en sus crónicas:
«Muchos de los mexicanos [...] comenzaron a huir con sus hijos y con sus
mujeres; algunos llevaban a cuestas a sus hijos y otros en canoas. Todas sus
haciendas dejaban en sus casas, y los indios que ayudaban a los españoles
entraban en las casas que dejaban y robaban cuanto hallaban».
Resistencia
Si la
rendición de Tenochtitlan fue relativamente sencilla, no sucedió lo mismo con
los barrios que la rodeaban. En las semanas siguientes, Cortés y sus
conquistadores se vieron obligados a combatir hasta la extenuación para acabar
con los últimos reductos mexicas. Una resistencia que se vio fortalecida por
algunas tribus cercanas como -en palabras de Sahagún- «Xochimilco, Cuitláoac,
Mízquic, Iztapalapan, Mexicatzinco».
El cronista
recuerda en sus textos los sangrientos combates que, en no pocas ocasiones,
acabaron con decenas de españoles sacrificados a los dioses locales. Y es que, para
ellos hacer prisioneros significaba poder deleitar con más y más sangre a sus
deidades.
«En este lugar tomaron a los
españoles una bandera, donde está la iglesia de la Santísima Concepción»
Lo tenaz que
fue la resistencia nativa queda patente en las crónicas de Sahagún. En ellas el
autor explica, por ejemplo, cómo fueron los combates en barrios como Xocotitlan
o Tetenanteputzco. «Otra vez vinieron dos bergantines al barrio que
se llama Xocotitlan, y como llegaron a tierra, saltaron en tierra por el barrio
adelante peleando. Y como vio aquel capitán indio, que se llamaba Tzilacatzin,
que entraban peleando, acudió a ellos con otra gente que le siguió, y peleando
los echaron de aquel barrio y los hirieron acoger a los bergantines».
Otro tanto
ocurrió en Coyonacazco donde, después de que «saltaron en tierra los
españoles y comenzaron a pelear», el capitán Rodrigo de Castañeda escapó
por los pelos de la muerte tras ser atacado por decenas de enemigos. Así pues,
en cada barrio los conquistadores se vieron obligados a avanzar a base de
arcabuz y espada. Aunque, eso sí, con la ayuda de sus aliados. «Venían tras
ellos todos los indios de Tlaxcalla y de otros pueblos, que eran amigos.
Entraron los españoles con mucha fantasía que no tenían en nada a los
mexicanos, y los tlaxcaltecas y otros indios amigos iban cantando», destaca
Sahagún.
Colhuacatonco
De todos los
barrios en los que los conquistadores españoles y sus aliados se vieron
obligados a combatir, Colhuacatonco fue uno de los que más resistencia ofreció.
Así lo explica Sahagún en el capítulo 35 de «Historia general de las cosas de
Nueva España». El título del mismo no deja lugar a equívocos: «De cómo los
mexicanos prendieron otros españoles, más de cincuenta y tres, y muchos
tlaxcaltecas, tetzcucanos, chalcas, xuchimilcas, y a todos los mataron delante
de los ídolos». Aquella jornada imposible de fechar en el calendario (no se
especifica en la crónica) fue, sin duda, aciaga para las huestes de Hernán
Cortés.
Siempre en
palabras del cronista, aquel día se trabó en las cercanías del barrio «una batalla
muy recia» en la que, para sorpresa de los españoles, los «mexicanos se
arrojaron contra los enemigos como borrachos». Según parece, fueron los aztecas
los que golpearon primero paras atrapar por sorpresa a los conquistadores. Y no
les fue mal. Al menos, según las palabras del propio Sahagún: «[capturaron]
muchos de los daxcaltecas y chalcas y tetzcucanos, y mataron muchos de ellos».
El ataque
fue llevado a cabo con tanta determinación que los españoles y sus aliados se
vieron obligados a abandonar sus defensas y retirarse hasta un lugar seguro.
Algo que, según Sahagún, no fue sencillo, pues el fango ralentizó a los hombres
de Hernán Cortés. El desastre fue total. «Aquí prendieron muchos españoles y
los llevaron arrastrando», añade el autor. Fue precisamente en este instante
cuando los aztecas lograron robar una bandera a los conquistadores. Una
auténtica deshonra para los soldados de la vieja Europa. «En este lugar
tomaron a los españoles una bandera, donde está la iglesia de la Santísima
Concepción», completa el cronista.
Sitio de Tenochtitlan- ABC
Tras hacer
huir a los conquistadores, los mexicas de Colhuacatonco regresaron a sus
dominios, donde rindieron homenaje a sus dioses sacrificando a los prisioneros sacándoles
el corazón. «Y los indios volvieron a coger el campo y tomaron sus
cautivos, y los pusieron en procesión todos maniatados. Pusieron delante a los
españoles, y luego a los daxcaltecas, y luego a los demás indios cautivos, y
los llevaron al cu que llamaban Mumuzco. Allí los mataron uno a uno», determina
Sahagún. Posteriormente, clavaron las cabezas de los fallecidos en estacas
formando un tzompantli. Un macabro altar de sacrificios.
«[Colocaron las cabezas] de los españoles más altas y las de los otros indios
más bajas, y las de los caballos más bajas».
En esta
pequeña, aunque sangrienta batalla, fallecieron 53 españoles y 4 caballos.
Con todo, la masacre no evitó que los hombres de Hernán Cortés detuvieran su
avance a través de los reductos de resistencia ubicados en Tenochtitlan. Todo
lo contrario. Al final, las armas y el hambre terminaron por dar al traste con
los aztecas. «Y había gran hambre entre los mexicanos y grande enfermedad,
porque bebían del agua de la laguna y comían sabandijas, lagartijas y ratones,
etc., porque no les entraban ningún bastimento, y poco a poco fueron
acorralando a los mexicanos, cercándolos de todas partes», finaliza el autor.
ABC
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