martes, 29 de enero de 2019

EL CAMPO DE BATALLA, TRAS EL COMBATE


Cómo se limpiaban los campos de batalla de las guerras napoleónicas

Año 1807, al término de la cruenta batalla de Eylau: el soldado francés Jean Baptiste de Marbot se despierta, tras varias horas inconsciente, cubierto de sangre y sobre un carro, rodeado de cadáveres. Está completamente desnudo y sólo conserva el sombrero porque le han quitado toda la ropa y pertenencias al haberle dado por muerto. Esa desagradable experiencia fue narrada por él mismo en un relato.

Es una de esas cuestiones que los libros de historia no suelen explicar porque normalmente detienen su narración con la victoria o la derrota de los ejércitos y las consecuencias políticas posteriores. Pero, entretanto, los campos de batalla europeos quedaban sembrados de muertos, tanto de hombres como de caballos, sin contar las ingentes cantidades de material. Y se calcula que entre 1803 y 1815 las guerras napoleónicas se llevaron por delante la vida de entre 3,5 y 6 millones de personas, unas por acciones bélicas (de 500.000 a 2 millones) y el resto por enfermedades relacionadas. ¿Qué pasó con todos esos cuerpos? ¿Quién se encargaba de limpiar aquellos dantescos escenarios?
Quien limpiaba los campos batalla guerras napoleonicas

En una curiosa imitación de la Naturaleza, en la que se relevan los carroñeros por orden de llegada o por fuerza para luego dejar paso a gusanos y bacterias, había varias acciones sucesivas que poco a poco despejaban el terreno (por supuesto, vamos a obviar la labor de los arqueólogos). Los primeros eran los propios soldados vencedores, que recogían armas y equipo del enemigo, así como el calzado, parte de la ropa y objetos personales de valor (relojes, licoreras, medallas, pitilleras…) para compensar así su exiguo sueldo. En la siguiente oleada se sumaban sus mujeres y después, si el choque había sido cerca, llegaban incluso los vecinos de las localidades del entorno, a ver qué podían hallar.

Más tarde aparecían los saqueadores, carroñeros humanos, que ya no iban a encontrar material y se centraban en el propio cuerpo: provistos de alicates se afanaban en arrancar los dientes de los caídos. No sólo los de oro, cuyo precio sólo podían permitirse los mandos, sino las piezas dentales normales, muy cotizadas para fabricar dentaduras postizas. Es sabido que tras la batalla de Waterloo el mercado de éstas vivió un momento boyante, ya que el número de víctimas proporcionó material en abundancia y además de gran calidad, dada la juventud de los soldados que murieron allí; algo que se especificaba en los anuncios, hasta el punto de que las prótesis de esa época recibieron el nombre de Dientes de Waterloo como sinónimo de garantía de perfecto estado.

Dentadura postiza hecha con dientes de caídos en Waterloo
Dentadura postiza hecha con dientes de caídos en Waterloo
Tras ese despojo comunitario, lo normal era que el vencedor designara un contingente para proceder al entierro de los cadáveres -a menudo en una fosa común o con unas pocas paletadas de tierra cubriendo el montón someramente- o a su quema -para prevenir epidemias-. Dependía, en parte, de la prisa que se tuviera, puesto que a lo mejor la campaña requería reanudar la marcha sin detenerse más. En tal caso, sí que era cosa de la naturaleza ocuparse del asunto: buitres, cuervos, lobos, zorros… Todos los carnívoros tenían un festín a su disposición.

En cualquier caso, era algo que llevaba su tiempo, dependiendo de factores climáticos, la magnitud de las bajas y la predisposición tanto de los soldados como de las gentes locales. El 2 de marzo de 1807, tres semanas y media después de la amarga y difícil victoria de Napoleón en Eylau, el número 64 del Boletín de la Grande Armée dejaba una espeluznante visión: “Se requiere un gran trabajo para enterrar todos los muertos… Imagínese en el espacio de una legua cudadrada nueve o diez mil cadáveres; cuatro o cinco mil caballos fallecidos; líneas enteras de mochilas rusas; piezas rotas de fusiles y sables; el suelo cubierto de balas de cañón, obuses y municiones; veinticuatro piezas de artillería, cerca de las cuales yacían los cuerpos de sus servidores, caídos en el intento de llevárselas en su retirada. Todo esto era lo más destacable en un terreno cubierto de nieve”.

Carga de caballería en Eylau
Carga de caballería en Eylau
El general francés Philippe de Ségur también dio una impactante descripción del campo de batalla de Borodinó, en 1812, al volver a pasar por él dos meses después durante la retirada de las tropas napoleónicas: “Todos los alrededores estaban cubiertos de fragmentos de cascos y corazas, tambores rotos, grupos de cañones, jirones de uniformes y estandartes teñidos de sangre. En este lugar desolado yacen treinta mil cadáveres a medio devorar junto a una pila de esqueletos que coronaba una de las colinas y sobredimensionaba el conjunto. Parece como si la Muerte hubiera colocado aquí su trono”.

Napoleón había ordenado al VIII Cuerpo de Westfalia enterrar a los muertos y transportar a los heridos mientras el resto del ejército seguía camino de Moscú, pero una cosa era la teoría y otra la práctica; la sanidad militar de entonces era rudimentaria y se basaba en la amputación para prevenir la gangrena, aparte de que además no hubo forma de encontrar suficientes carros para los que no podían caminar. Por tanto, fue preciso adoptar medidas extremas y rematar a los heridos graves que así lo solicitaron; otros murieron lentamente y fueron encontrados después mordiendo la carne de los cuerpos de sus caballos. Los habitantes de las poblaciones rusas no lo pasaron mejor y se encontraron iglesias quemadas con cientos de difuntos carbonizados dentro; otros tuvieron más suerte y fueron reclutados a la fuerza para cargar con los heridos. El sargento Adrien Bourgogne completó la terrible visión contando que en Borodino había brazos, piernas y cuerpos diseminados por todas partes, que habían enterrado a los suyos (a los rusos no) pero las prisas les obligaron a cavar fosas poco profundas y la lluvia torrencial había removido la tierra sacando los despojos a la superficie.

Batalla de Borodino
Batalla de Borodino
En Waterloo se contrató a campesinos locales para limpiar el campo de batalla: medio centenar de operarios con pañuelos cubriendo su rostro (por el hedor) bajo supervisión del personal médico. Los difuntos aliados fueron inhumados y los franceses quemados. Las piras estuvieron ardiendo más de una semana, los últimos días alimentadas ya sólo por la propia grasa humana. Aún así, todavía se podían ver huesos de los combatientes un año después, así que se encargó a una empresa su recogida; las osamentas se destinaban a ser molidas para usarse como fertilizante (al parecer de gran calidad), algo que se extendió a otros escenarios bélicos: un periódico británico calculaba en 1822 que el año anterior se habían importado un millón de toneladas de huesos humanos y equinos de esos lugares, entrando por el puerto de Hull y siendo enviados a las trituradoras de vapor de Yorkshire; de allí se mandaban a Doncaster, donde estaba el principal mercado agrícola nacional, para vender a los campesinos. El artículo planteaba la paradoja de que las bajas en el frente también resulten útiles.

Un último agente limpiador es el cazador de recuerdos. Tras la derrota final de Napoleón, se puso de moda entre muchos británicos acomodados el viajar a Waterloo, París y otros sitios relacionados con el Emperador, en un precedente del turismo organizado. Pasear por los campos de batalla en busca de objetos -sin importar el olor a muerte y carne quemada que aún flotaba en el ambiente- fue toda una afición: sombreros, cartas, munición diversa, libros, corazas (mejor si estaban perforadas por proyectiles), cascos, botones, a veces incluso algún hueso olvidado. Pronto la demanda de reliquias fue superior a la oferta y, así, originó un nuevo negocio, el del coleccionismo. No es de extrañar que hace poco, en 2012, la gran noticia sobre el tema no fuera tanto el hallazgo de los restos de un soldado de esa batalla como el hecho insólito de que tuviera todo su equipo consigo; a alguien se le pasó.


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