Bueno, en esta sección transcribiré el relato del Sargento Heinz
Rohde sobre su experiencia en la Operación Greif.
Para recordar, debemos tomar en cuenta que los miembros de avanzada de la 150º Brigada Acorazada (implementada por orden directa de Hitler para la ocasión), quienes poseían diverso grado de conocimiento del idioma inglés, fueron divididos en 3 grupos:
De Sabotaje; de cinco a seis hombres cada uno, con la misión de volar puentes y depósitos de combustibles y municiones.
Comandos Exploradores; de tres a cuatro hombres cada uno, con la misión de perturbar las comunicaciones aliadas, cortar hilos telefónicos, destruir centrales, emisoras, y divulgar noticias falsas.
De reconocimiento; de tres a cuatro hombres cada uno, que profundizarían considerablemente en territorio enemigo, para informar por radio sobre el material, artillería y movimientos de tropas. Además, transmitirían falsas ordenes a las unidades enemigas, cambiarían de lugar los postes indicadores de carretera, así como las señales de campos minados, originando con ello un caos absoluto en la retaguardia enemiga.
Ahora, sin más preámbulos, el relato de Sargento Rohde quien mandaba uno de estos grupos de Reconocimiento:
Hacia mediados de octubre de 1944, después de haber pasado un tiempo como instructor en una compañía radiotelegráfica, me destinaron a una unidad de transmisiones de Hamburgo. Entre la tarea rutinaria de difundir órdenes se produjo un día algo fuera de lo corriente: llegó un telegrama en el que solicitaban voluntarios para misiones especiales, a condición de dominar la lengua inglesa.
Al principio creí que se trataría de establecer puestos de escucha y localización de unidades enemigas. Juzgué que esta misión no resultaría demasiado peligrosa, pero a las pocas semanas tuve que rectificar por completo mi aventurada opinión.
Tras unas pruebas de conocimiento del idioma inglés, quedamos solamente dos candidatos en mi unidad. Nos proporcionaron los documentos oportunos – sin olvidar las vituallas –, y fuimos acompañados hasta la puerta del cuartel con grandes muestras de afecto. Nuestro destino era una pequeña estación, Rappenberg, en los límites del campo de adiestramiento de Grafenwöhr, en Baviera.
El viaje por casi todo el territorio del Reich fue largo y penoso. El tren iba atestado de militares de todas las armas y graduaciones; con frecuencia subían y bajaban patrullas de la Werhmacht, y a veces efectuaba largas paradas en cualquier estación. En una de ellas, al sur de Bayreuth – era de noche y no logré distinguir el nombre de la estación –, volvimos de pronto a la realidad. Por medio de un altavoz estridente repitieron varias veces que los miembros de la Wehrmacht con destino a Rappenberg tenían que apearse del tren y presentarse en la comandancia. Nos reunimos en la sala unos 30 hombres. Me fijé bien en ellos y pude observar un cuadro nada común. Había uniformes y grados de todas las armas, desde capitán de la Marina a cabo primero de la Luftwaffe, de teniente de Infantería hasta elementos de las SS.
Mientras nos reuníamos todos, un capitán de edad madura se dirigió al edificio de la comandancia. Era el capitán de corbeta Von Beer, a quien habría de conocer bien. Poco después reapareció en compañía de dos oficiales de las SS, los cuales nos informaron brevemente de lo que se trataba. La documentación y lista de embarque del grupo fueron entregadas al capitán, que nos saludó diciéndonos que desde aquel momento pertenecíamos a la 150º Brigada Acorazada. Cerca de la estación había dos camiones con asientos; éste sería el medio de transporte hacia nuestro destino. Todos nos apresuramos a instalarnos en los vehículos. Después de unas dos horas de marcha, en las que gran parte del tiempo circulamos por rutas de segundo orden, llegamos a un cuartel, débilmente iluminado, y efectuamos la presentación. Unos centinelas revisaron nuestros papeles, y luego nos hicieron pasar al interior. Nuestro intento de hablar con ellos resultó vano, puesto que se trataba de voluntarios ucranianos que no sabían alemán. Una vez instalados, comenzaron las pruebas de idioma inglés, en esta ocasión más severas. A partir de entonces, mi camino se separó del de mis camaradas hamburgueses, a quienes no volví a ver. Me destinaron a un ala del cuartel, con la compañía del capitán Stielau. Ya desde el primer momento llamó mi atención la forma de tratarse los militares de distinta graduación; la atmósfera reinante no se parecía apenas a la de un cuartel, por la camaradería y amabilidad con la que se hablaban todos; este maravilloso sentimiento sólo ocurre en el frente de batalla cuando los hombres se ven amenazados por un serio peligro. La primera fase resultó en extremo activa, y en ella nuestra labor se centró en ver películas norteamericanas, sobre todo las bélicas, y en charlar con los prisioneros de guerra estadounidenses. La idea perseguida por este entrenamiento consistía en transformarnos lo antes posible en ciudadanos yanquis.
Como manejados por hilos invisibles, las amistades entre nosotros fueron interrumpidas, o bien se completaron y mudaron de acuerdo al plan establecido. Es natural que cada uno estuviese atento a la situación, por si se descubría el motivo real de nuestro entrenamiento. Estaba prohibido abandonar el cuartel, escribir cartas y tener contacto con otros elementos que no fueran los pertenecientes a la 150º Brigada Acorazada. La tensión alcanzó su punto álgido cuando un buen día, después de prolongada espera, nos presentaron a un oficial que lucía la Cruz de Hierro. Se trataba nada menos que de Otto Skorzeny, obersturmbannführer de las SS (teniente coronel) y jefe de los
Desde
aquel día nos dividieron en dos grupos. El Grupo I – destinado a las
operaciones de sabotaje – fue llevado a un garaje en el que se encontraban unos
10 vehículos del ejército norteamericano, en excelentes condiciones de
funcionamiento. Cada pelotón recibió un vehículo. El Grupo II, al que yo
pertenecía, llamado de agentes, recibió seis “jeeps” con material de
transmisiones, así como emisores- receptores alemanes, todo ello en perfecto
estado. En las jornadas siguientes se produjo otra distribución de personal –
cuatro hombres por cada “jeep” –, con la denominación de “Ford- Distance-
Teams”; los dos vehículos restantes y su dotación se llamaron “Long- Range-
Teams”. A partir de esta nueva designación, cada grupo se entrenó con absoluta
independencia; esta medida, que al principio consideramos un tanto absurda,
demostró más tarde ser muy oportuna. El jefe de cada pelotón recibía
instrucción aparte, insistiéndose en las tácticas de maniobra utilizadas por
los norteamericanos.
Uno de los ejercicios más repetidos consistía en una irrupción junto con vanguardias acorazadas, seguido de un despliegue por las alas, por un terreno quebrado; después se atravesaban las líneas norteamericanas, continuando el avance hasta llegar al objetivo, para, una vez en él, ejecutar la misión encomendada. Pero, hasta el momento, seguía con la impresión adquirida cuando servía en Hamburgo. Al parecer, se fraguaba una gran ofensiva a desarrollar en breve plazo, y yo tendría que manejar la emisora para obtener datos del enemigo; respecto al vehículo y el uniforme norteamericanos, imaginé que se debía a la conveniencia de no ser localizados inoportunamente por el enemigo.
Las siguientes semanas transcurrieron con duros entrenamientos puramente militares, tan intensos y variados como jamás habíamos conocido.
Además de pasarnos muchas horas entrenándonos en la lucha cuerpo a cuerpo y realizando duros ejercicios deportivos, los zapadores nos enseñaron el manejo de los explosivos de plástico, hasta entonces desconocidos por nosotros. Después continuó un entrenamiento similar al que recibían los comandos norteamericanos, poniendo especial atención en el despliegue de unidades, conocimiento de sus grados, manejo de sus emisoras, vocabulario militar y Morse; por último, tiro con metralletas silenciosas. Una vez que se tocaba la diana, no había nada esquematizado en nuestra instrucción. Los instructores iban de un grupo a otro, dando ánimos y procurando cubrir lagunas. En ellos se notaba la prisa que había en que estuviésemos preparados para cuando llegase el momento oportuno. Las frecuentes incursiones de los bombarderos norteamericanos y las malas noticias que llegaban del frente nos hicieron comprender que pronto entraríamos en acción.
Cuando
una mañana de los primeros días de diciembre fuimos llamados a la sección de
vestuario, comprobamos que había allí gran cantidad de uniformes
norteamericanos. Empezando por la ropa interior, hasta completar el atuendo,
nos convertimos en auténticos soldados estadounidenses. No faltaban, como es
natural, los correspondientes documentos, en especial tarjeta de identidad, que
Dios sabe cómo respondían a nuestras señas. A mí me tocó ser el sargento
norteamericano Morris Woodahl, que regresaba al frente tras haber disfrutado de
un breve descanso.
La escena parecía algo irreal. Un grupo de soldados alemanes convertidos en G.I. de tomo y lomo. Tan extraña y fantástica impedimenta fue camuflada con un traje de paracaidista, con objeto de no llamar la atención de los otros ocupantes del cuartel. Las armas, los instrumentos y los cascos fueron depositados en los vehículos.
Al día siguiente abandonamos el campamento, y nos trasladaron a un tren no muy lejos de allí, que constaba de vagones de pasajeros y de carga. Junto al convoy pude observar, formada por primera vez a toda la 150º Brigada Acorazada. Junto al convoy había un gran número de hombres y vehículos.
“Jeeps”, carros
“Sherman”, ambulancias, carros “M-IV” con torreta y el cañón cubiertos,
camiones norteamericanos, etc. En los vehículos no faltaba la estrella blanca
americana, casi todas, naturalmente, recién pintadas.
En poco tiempo, los hombres ocuparon sus lugares, y el material fue cargado en los vagones y cubierto por enormes lonas. Y de nuevo emprendimos el viaje. Nuestro destino fue el campo de instrucción de Colonias- Wahn. En esta ocasión, el trayecto se cubrió con rapidez, y la descarga se efectuó poco después de oscurecer. No tuvimos mucho tiempo para echar un vistazo a nuestro alrededor, aunque sí lo suficiente como para darnos cuenta de los edificios en ruinas, y de las carreteras embarradas y en pésimo estado. Un panorama en verdad desolador.
En poco tiempo, los hombres ocuparon sus lugares, y el material fue cargado en los vagones y cubierto por enormes lonas. Y de nuevo emprendimos el viaje. Nuestro destino fue el campo de instrucción de Colonias- Wahn. En esta ocasión, el trayecto se cubrió con rapidez, y la descarga se efectuó poco después de oscurecer. No tuvimos mucho tiempo para echar un vistazo a nuestro alrededor, aunque sí lo suficiente como para darnos cuenta de los edificios en ruinas, y de las carreteras embarradas y en pésimo estado. Un panorama en verdad desolador.
Al anochecer del 13 de diciembre, la 150º Brigada Acorazada se puso en marcha
por las nevadas carreteras. Poco antes de amanecer, el grueso de la unidad
llegaba a los bosques protectores de Blankenheimer. Por desdicha, los del grupo
de mando no pudimos incluirnos en la vida alegre del campamento, sino que
tuvimos que acurrucarnos en tiendas separadas, a la espera de los
acontecimientos. Entonces llegó un sonriente oficial, acompañado de varios
soldados que arrastraban pesadas cajas, y desaparecieron en una tienda. Al cabo
de un rato, la tienda en cuestión vio aumentado el número de sus ocupantes,
encontrándose entre ellos el jefe del comando, Stielau, el capitán de corbeta
Von Beer y nosotros, los jefes de destacamento. Después de una prolongada
conferencia, en la que por primera vez se habló con todo detalle de la misión a
realizar por nuestro comando, se procedió a la apertura de las cajas con la
mayor solemnidad.
Lo que se ofreció a nuestros fatigados ojos era como para devolver la alegría a cualquiera. La caja estaba repleta de cigarrillos americanos, tabletas de chocolate, cerillas y conservas de todas las clases y procedencias imaginables. Lo que había en la que se destapó a continuación bastaba para cubrir mis necesidades materiales durante el resto de mi vida: nada menos que estaba llena hasta el borde de dólares americanos y libras esterlinas. En cuanto a la primera, es decir, los cigarrillos, el chocolate, etc., se distribuyó entre todos con meticulosidad prusiana. También se hizo lo mismo con el dinero, pero con la advertencia de que nuestros fondos interinos se destinasen a sobornar a los centinelas enemigos, de permitirlo la situación, y de que, a fin de no despertar sospechas, convendría ensuciar y arrugar un poco los billetes, aunque no en exceso. La tercera caja, mucho más pequeña, no contenía nada saludable, si bien a primera vista, estábamos ante una buena cantidad de encendedores nuevecitos. El hecho de que no fueran de especial calidad, ni de que no llevasen grabadas nuestras iniciales, nos lo explicó nuestro jovial comandante con la discreta advertencia de que entre el algodón del encendedor había oculta una diminuta ampolla de ácido cianhídrico. Si nos localizaban y detenían en plena acción, no teníamos más que morderla y evitarnos las molestias que sin duda nos proporcionaría el enemigo. De lo contrario..., buen provecho.
Tras
desearnos buena suerte y volver a nuestras respectivas tiendas, reflexionamos
con toda claridad sobre el tipo de absurda empresa para la que nos habíamos
preparado durante las últimas semanas. Bien mirado, era como emprender un viaje
directo hacia la eternidad, para el que no sabíamos si nuestras almas pecadoras
se hallaban bien dispuestas.
Al atardecer del 15 de diciembre de 1944, nuestros grupos de descubierta se separaron del resto de la brigada y emprendieron la marcha en dirección a la ciudad de Kehl, donde el capitán de corbeta Von Beer se presentó en el puesto de mando del 1er Cuerpo Acorazado. De allí nos encaminamos a las líneas de la vanguardia del Regimiento Acorazado Peiper. Y allí estábamos: los pesados colosos de acero del tipo “Tigre Real”, bajo cuyo amparo cambiaríamos de frente en el plazo de unas horas. La vanguardia acorazada se adelantó hasta un centenar de metros de las líneas norteamericanas, y se prohibió hablar y fumar. Las horas que faltaban hasta el comienzo del ataque – señalado para las cinco y cuarto del 16 de diciembre – transcurrieron en medio de una calma artificial, en la que todos nosotros nos sentíamos muy nerviosos e intranquilos.
Pocos minutos antes de la hora H nos despedimos de nuestros camaradas con un fuerte apretón de manos y nos dirigimos a nuestros “jeeps”, cada uno de los cuales se hallaba al amparo de “su” mastodonte. El comandante de la sección de carros – un joven oficial de la División Hitlerjugend – movió varias veces la cabeza a la vista de nuestro grupo, pero sin hacer preguntas como corresponde a un buen soldado, limitándose a ordenar que se disparase la primera salva de artillería y de cohetes sobre un bosque situado a unos 50m de distancia, que sería nuestro destino inmediato.
Las cinco y cuarto de la madrugada. Con matemática precisión se desencadenó el infierno junto a nosotros. Los proyectores en torno al monte Venn apuntaban con sus dedos luminosos hacia las posiciones norteamericanas, mientras que, a su lado, las baterías artilleras y de cohetes iniciaban un fuego tan nutrido como nunca habíamos presenciado en un sector tan reducido. El silbido familiar de nuestras granadas nos hizo comprender que nos encontrábamos muy cerca de las posiciones enemigas. Una serie de bengalas luminosas nos mostró un pronto cambio de escenario: los hasta entonces mudos y amenazadores carros de combate parecían haber recobrado la vida. Unos 50 m más adelante se detuvo el carro tras el cual marchaba nuestro “jeep”. La vanguardia acorazada, que se retiró a continuación, nos indicó que ahora ya nos encontrábamos en tierra de nadie. Había llegado el momento de quitarnos el uniforme de paracaidista que ocultaba nuestros uniformes norteamericanos. La operación resultó verdaderamente acrobática para nuestro conductor, pues tuvo que hacerlo durante la marcha. Nuestro “jeep” se encabritó y, mientras el hombre que iba al volante pisaba a fondo el acelerador, el que iba a su costado intentaba desesperadamente sortear los obstáculos empuñando el volante. Pasamos cerca de un camión norteamericano incendiado. Nuestro carro de escolta se alejó dando un gran rodeo. Al fin tropezamos con las avanzadillas yanquis. Una sección de infantería norteamericana colocaba una pieza anticarro en posición. Nos tranquilizamos al comprobar que, excepto por nuestra suciedad reciente, nuestra apariencia era idéntica a la suya.
Un
sargento nos hizo señas, tal vez con la pretensión de mandarnos algo, pero
teníamos órdenes estrictas y, además, estábamos seguros de no pertenecer a su
unidad, de manera que hicimos caso omiso y seguimos carretera adelante. Nos
tropezamos con un yanqui larguirucho, cuyas rayas blancas en el casco y el brazar
con las letras “MP” no dejaban la menor duda en cuanto a su autenticidad. A su
lado había tumbada una motocicleta. El hombre nos hacía señas de que nos
apartásemos, pues aquél era terreno batido. Todavía no comprendo como en
nuestra excitación logramos tomar la curva. Sea como fuere, el caso es que nos
alejamos a toda velocidad.
De todos modos, durante la primera hora nadie pudo quitarnos una especie de náuseas por haber visto tan de cerca de un auténtico G.I. a unos metros de nosotros. El fuego constante de la artillería propia, las sombras perezosas del amanecer y el constante ir y venir de las unidades enemigas nos favorecieron inesperadamente al comienzo de nuestra aventura. Comprobamos con satisfacción la efectividad de nuestro camuflaje, lo que nos tranquilizó mucho.
Tranquilidad por otra parte engañosa, como luego habríamos de comprobar.
¿Cómo
íbamos a saber que en un “jeep” norteamericano sólo van dos o, a lo sumo, tres
hombres? Además, nadie nos había dicho que, o bien circulaban con los faros encendidos,
o a oscuras, pero en modo alguno con los faros cubiertos por una tela, lo que
nosotros denominamos luz de enmascaramiento. Sin embargo, continuamos adelante
con nuestro peligroso viaje, con destino a la pequeña ciudad de Huy, situada a
orillas del Mosa. La jornada había amanecido gris y la nieve lo cubría todo,
dando al paisaje un aire triste e inhóspito. Los vehículos de las más diversas
formas y tamaños que marchaban por la carretera daban un poco de luz al sombrío
escenario. Nos detuvimos en un claro del bosque y, tras echar una ojeada al
mapa, resultó que había mucha distancia hasta la ruta principal que conducía a
Huy. Informamos por radio de nuestro paso feliz al campo enemigo, con gran
alegría de nuestros camaradas, que se apresuraron a interrumpir la
comunicación. La cosa no tenía nada de particular, ya que apenas nos habíamos
adentrado 15 km en territorio enemigo.
La entrada a la carretera general no fue tan sencilla como habíamos imaginado. El tráfico era muy intenso, pero tuvimos suerte: desde la torreta de un carro “Sherman”, un hombre nos indicó que podíamos seguir adelante.
La entrada a la carretera general no fue tan sencilla como habíamos imaginado. El tráfico era muy intenso, pero tuvimos suerte: desde la torreta de un carro “Sherman”, un hombre nos indicó que podíamos seguir adelante.
Nos esperaba algo que nos conmovió profundamente: ante nosotros marchaba un camión, desde cuya levantada lona trasera unos soldados que, de momento, nos parecieron un tanto extraños, seguían con interés nuestro rodar. En efecto, se trataba de un grupo de prisioneros alemanes que, muy cómodamente, se dejaban “mecer” a través del país. Olvidamos un poco nuestra prisa, con el objeto de estudiar más de cerca el fenómeno. Al parecer, nuestros compatriotas no se sentían muy apenados, y mucho menos infelices, por el hecho de haberse librado ya de la guerra. Al cabo de un rato, la columna se desvió hacia una localidad próxima, y no tardamos en perderla de vista. ¡Si aquellos hombres hubiesen sospechado que...!
Cada vez eran más frecuentes los embotellamientos en los cruces, a los que seguían luego estrictos controles a cargo de la Policía Militar. Con gran desconfianza y temor les veíamos hablar con frecuencia por medio de sus radios portátiles (walkie-talkie); sentíamos una gran ansiedad por nuestros camaradas, que tal vez no tuvieran la suerte de pasar con éxito la rígida vigilancia de la Policía Militar norteamericana. Habíamos planeado llegar a Huy hacia el mediodía, pero había caído la tarde cuando alcanzamos nuestro primer destino. Los vehículos que circulaban en torno a nosotros lo hacían con sus faros encendidos, sin la menor preocupación. Entonces, y con el sobresalto que es de suponer, nos dimos cuenta del riesgo que habíamos corrido por llevar camuflados los faros de nuestro “jeep”. Como no vimos ningún puesto de control a la vista, simulamos una avería y nos detuvimos junto a la cuneta, en un lugar donde no estorbábamos el tráfico. Levantamos la cubierta del motor, quitamos rápidamente las caperuzas de tela de los faros...y de pronto se detuvo un “jeep” junto a nosotros.
Un capitán hizo girar sus largas piernas y bajó a tierra, ordenándonos con voz estentórea que le remolcásemos hasta el taller más próximo. Así lo hicimos con gran satisfacción y, cuando nuestro vehículo se puso en movimiento arrastrando el suyo, nos obsequió con amistosos thanks y okay, a lo que nosotros respondimos con leves inclinaciones de cabeza.
No
nos sentíamos muy locuaces, pues nuestras mentes estaban con nuestros colegas.
¿Se habrían percatado a tiempo del fallo garrafal que significaba llevar
camuflados los faros? A pesar del peligro que corríamos de ser localizados,
advertimos por radio a nuestros camaradas que quitaran de inmediato los que disimulaba
la luz de sus faros. Pero, como luego habríamos de saber, la notificación
resultó tardía, pues dos de nuestros grupos de comandos habían sido reconocidos
y capturados. Ya oscurecido, hacia las cinco y media de la tarde del 16 de
diciembre, llegamos a las primeras casas de Huy. Ante casi todas ellas había
vehículos militares estacionados, de modo que nuestra llegada no llamó la
atención. Seguimos calle abajo hasta llegar a la orilla izquierda del Mosa,
donde se abría un bosquecillo que, según las trazas, se utilizaba como
aparcamiento. El lugar resultaba ideal para ocultarse y, después de un corto
trayecto por la hierba, nos detuvimos tras unos matorrales. Apagamos las luces
y paramos el motor. De pronto nos rodeó un gran silencio, de cuando en cuando
turbado por el lejano rumor de las columnas en marcha y del estampido del
cañón. Una vez nos hubimos familiarizado con el medio ambiente, llegamos a la
conclusión de haber encontrado un lugar perfecto para realizar nuestros planes.
Desde allí podríamos establecer comunicación con los nuestros, sin grave riesgo
de ser descubiertos.
Por primera vez desde que nos internamos en territorio enemigo se nos presentó la ocasión de efectuar la primera comida a base de conservas. Después decidimos en conferencia que nuestro portavoz se adelantara solo a primeras horas de la mañana, conduciendo el “jeep”, para trasladarse al puente y observar durante una hora lo que ocurría allí. Y, como era necesario dormir un poco cuando menos, nos fuimos los tres a unos centenares de metros de la orilla del Mosa, mientras el conductor se quedaba en el “jeep”. Ahora pudimos comprobar que nos encontrábamos a unos 300 o 400 m del puente sobre el Mosa, bien visible a causa de los faros de la interminable caravana de vehículos de toda especie que lo cruzaba. Seguros de que nadie nos descubriría en medio de la oscuridad, nos aproximamos hasta un espeso matorral junto al acceso del puente; llegamos hasta un tiro de piedra de éste, y vimos que estaba bien guardado. A corta distancia, y en la ribera opuesta, descubrimos un grupo de típicas tiendas de campaña norteamericanas. Notamos que había un movimiento de entradas y salidas fuera de lo usual. De repente, un proyector escrutó con su haz la orilla donde nos encontrábamos; esto nos hizo pensar que los norteamericanos se habían enterado de algún modo de nuestra misión.
Pensamos que uno de nuestros grupos habría caído en manos del enemigo; por lo tanto decidimos no marchar por la carretera principal. En la madrugada del 17 de diciembre abandonamos nuestro escondite, y recorrimos la orilla derecha del Mosa, en busca de un camino de huída. Los mapas que llevávamos nos fueron de gran utilidad.
Después de una hora de marcha, siempre en medio de nutridas caravana, nos encontramos de nuevo cerca de las montañas de Hohen Venn. No recuerdo el nombre de la localidad desde que las poderosas baterías americanas disparaban continuamentesobre nuestras líneas. La tierra de nadie en este sector del frente nos pareció inadecuada, de manera que buscamos una zona boscosa más idónea. con gran sorpresa por nuestra parte no vimos la menor traza de combatientes enemigos.
A dos kilómetros de distancia escuchamos un nutrido fuego de infantería, signo evidente de que nos encontrábamos cerca del frente de batalla. Con el "jeep" abandonamos el camino del bosque y nos dirigimos hacia la localidad de Recht. Después de una hora de marcha, detuvimos el vehículo y escuchamos a cierta distancia el zumbido de un motor, sin duda el de un vehículo pesado. Mientras dos de nuestros camaradas permanecían en el auto, los otros dos fuimos hacia el lugar de donde procedía el ruido. Al poco tiempo, en un calvero del bosque, vimos un camión pesado, a cuyo alrededor habían soldados alemanes. Después supimos que se trataba de un vehículo de Transmisiones.
A unos 50m de ellos arrojamos al suelo casco y armas, mientras seguíamos adelante, latiéndonos con fuerza el corazón. A sus preguntas de dónde veníamos, respondimos solamente que nos llevasen a presencia de su jefe. En cuanto a mí, acompañado por los dos sargentos, fui en busca de los otros dos camaradas que permanecían en el "jeep". No transcurrió mucho antes de que estuviésemos de vuelta en nuestra unidad.
aqui, una imagen de los soldados regulares en Las Ardenas
Creo
que casi 26 días después de que el Sargento Rohde iniciase su muy insegura y
temeraria aventura, su mando le comisionó una misión de la misma naturaleza en
el frente de las Árdenas. Esta vez el 10 de enero de 1945, cuando, todos ya
sabemos, la ofensiva alemana en en sector había sido controlada totalmente y se
hallaba en retroceso. Según mi libro, de los 16 intrépidos sobrevivientes se
formaron 3 grupos mandados respectivamente por el Kapitänleutnant Schmidt, el
capitán Stielau y el sargento Rohde.
Copio a continuación un párrafo a modo introductorio que considero importante y luego el relato de nuestro sargento.
Esta vez formarían tres gruppos, y el traslado sería a pie. Los aviones de reconocimiento alemanes ya no podían efectuar sus vuelos normales en busca de datos sobre los movimientos del enemigo, sobre todo en las zonas donde era probable que se iniciase la contraofensiva aliada.
Al grupo del sargento Rohde pertenecían el brigada Moorhaupt, que como sargento americano sería el portavoz del grupo, y el teniente Petter, arqueólogo, en calidad de soldado de primera estadounidense.
Como de ordinario, llevaban los encendedores con la cápsula de veneno, píldoras estimulantes (¿qué será eso?), fusiles norteamericanos y pistolas alemanas "Walther".
Sobre la medianoche nos trasladaron muy cerca del frente de batalla, dejándonos frente a un alto y macizo edificio donde se alojaba la plana mayor del batallón. Antes tuvimos un incidente: el fusil de Moorhaupt se había disparado, ocasionándole una leve herida en la cabeza.
Nos internamos unos seiscientos metros en el bosque. A la derecha corría un arroyo; si no recuerdo mal, el Ruth. Llegamos al Puesto de Mando del batallón, cuyo comandante, Appel, y su ayudante Kocherscheidt, nos acompañarían hasta los puestos de escucha. Tan pronto como estuviésemos en territorio enemigo y nos interrogasen, diríamos que íbamos buscando al capitán Keatner, de la compañía E de la 82.ª División Aerotransportada. Como santo y seña elegimos la doble expresión "House-mouse"; no sabíamos la consigna norteamericana del día. La noche era oscura y muy fría. Sobre nuestras posiciones caían las granadas enemigas. Por unos momentos nos refugiamos en el bosque; después salimos al descubierto y salvamos el arroyo avanzando sobre unas heladas tablas, adentrándonos de nuevo en la espesura. Habíamos rebasado ya nuestras avanzadillas y marchábamos hacia los puestos de escucha. Por cierto que los dos hombres no estaban cumpliendo con su deber, y el comandante Appel los sacó de sus agujeros, en los que se hallaban escondidos como ratas.
Caminábamos siempre en fila india. Stielau iba en cabeza, y yo cerraba la marcha. Convinimos en separarnos después de cruzar las avanzadillas enemigas; el grupo de Stielau seguiría en línea recta, Schmidt lo efectuaría a la derecha y yo, con mis hombres, por el lado opuesto. Pasaban quince minutos de la medianoche. Nos encontrábamos junto a un pequeño grupo de abetos. Vi que el capitán Stielau se tendía sobre la nieve, para reincorporarse seguidamente y marchar con su gente al encuentro de una patrulla enemiga, a unos 60m de distancia. De pronto alguién gritó: "Who is that?" Todos estábamos a cubierto. Moorhaupt, nuestro portavoz, se incorporó y se dirigió hacia el centinela norteamericano, situado a unos metros de distancia hacia la derecha. "Who are you?" Respuesta: "Who are you?" Moorhaupt le informó que éramos una patrulla de la 82.ª División Aerotransportada, y que nos dirigíamos a nuestra unidad. El americano insistió: "¿82? ¡81!" "No, 82." En realidad, la 81 no existía. Vimos a otros dos norteamericanos salir de una trinchera. Nos indicaron el camino que llevaba hacia una carretera situada a poca distancia. Moorhaupt se metió apresuradamente en la maleza, tal vez apremiado por una urgente necesidad.
En
una zona boscosa, junto a la carretera, nos dieron el alto por segunda vez.
Confiábamos en que también nos acompañaría la suerte. "Password
please" (Santo y seña, por favor). Moorhaupt explicó que éramos centinelas
avanzados y nos habíamos perdido. Nos dejaron seguir adelante, y al cabo de
media hora llegamos a una población. Habían muchos carros de combate a ambos
lados de la carretera, al parecer listos para entrar en acción. También los había
en gran número estacionados en las calles de la localidad. Sus dotaciones se
hallaban tendidas en el suelo, junto a las cadenas, en sacos de dormir. Varios
soldados que arrastraban un jeep nos miraron en silencio. Tal vez pensaron que
llevábamos prisa y no queríamos ser molestados.
En medio del pueblo había una depresión pantanosa, helada, cruzada por un pontón para carros. Junto a la hondanada había varios cañones en posición. Mientras contemplábamos la escena, un centinela gritó: "¡Eh! ¿De qué unidad sois?" Le respondimos que de la compañía E, capitán Keatner. "Está bien: adelante." En los arrabales vimos más carros de combate, como figuras en un tablero de ajedrez, sin duda preparados para atacar. Lo mismo que al observar las piezas artilleras, comprobamos que los disparos de nuestros cañones no ocasionaban estragos en los carros y en la artillería del enemigo; quedaban algo cortos. Sin embargo, ya corregirían el tiro a nuestro regreso. Después de andar cuarenta y cinco minutos, nos encontramos con una casa solitaria en la carretera, donde se alojaba la Policía Militar de la División. El centinela se puso en seguida al acecho, al ver que desconocíamos el santo y seña. Moorhaupt le explicó que llevábamos dos días de patrulla, y que nos habíamos perdido. De todas maneras queríamos seguir carretera adelante. El hombre nos dejó pasar. En el camino nos encontrámos con un soldado norteamericano, al que preguntamos el nombre de la localidad más cercana. Nos miró estupefacto.
"¡Pero si allí están los alemanes!"
Nuestro portavoz le dijo que teníamos una misión que cumplir, y que de
todos modos seguiríamos carretera adelante. Pasamos el resto de la jornada
ocultos en la maleza. Ante el temor de ser descubiertos por los aparatos de
reconocimiento artillero, que volaban muy bajo, no nos atrevimos a efectuar el
menor movimiento.
Sobre las 23 horas nos dispusimos a emprender el camino de vuelta. La noche era clara y la nieve despedía reflejos. Llegamos a la comandancia de la Policía Militar, y de pronto surgieron tres figuras ante nosotros: "¡Alto! ¿Quienes sois?" Moorhaupt, sobresaltado balbució su nombre: "El sargento Morris". Los otros le dijeron que nos aproximáramos hasta unos diez metros. Vimos que se trataba de un sargento y dos soldados de la Policía Militar. "¿De donde venís?" Moorhaupt: "Del bosque". Nos ordenaron acercarnos hasta cinco metros.
"¿Unidad? ¿División? -inquirió el
sargento-. Vengan conmigo a hablar con el oficial.
Mientras Moorhaupt y yo entramos en la casa con el sargento norteamericano, Petter debió permanecer fuera con los dos soldados. Sabíamos que apenas hablaba inglés y temimos por él. En el cuerpo de guardia se nos preguntó de nuevo por la unidad en que servíamos. Moorhaupt nombró al capitán Keatner, y contestó perfectamente al interrogatorio, con magnífico acento norteamericano. Y es que Moorhaupt se había criado en los Estados Unidos.
Nos indicaron otro edificio en el que debía de encontrarse nuestro capitán Keatner. Al mismo tiempo nos enteramos de algo que ignorábamos: el santo y seña, que aquel día era "Ranger Orange". Mientras Moorhaupt hablaba, yo no despegué los labios. Pensaba en nuestro camarada Petter, y en cómo le habría ido con los dos soldados norteamericanos. Temía lo peor en cualquier momento. Pero al salir tuve la grata sorpresa de ver a Petter que había dicho algo a los soldados y se dirigía a unas matas. Poco después se reunía con nosotros, explicándonos que uno de los soldados le había preguntado: "¿Se puede saber de donde venís?" Petter: "From the woods". Hacía poco que se lo oyera a Moorhaupt. El soldado insistió: "¿Se puede saber que hacíais a estas horas por la carretera?"A lo que Petter respondió en tono áspero: "Let me go". Y fue entonces cuando le vi ocultándose tras el matorral, en tanto, que se bajaba los pantalones. Uno de los soldados murmuró entre dientes: "Tienes una forma muy chusca de hablar".
Volvimos
a las posiciones artilleras. Desde allí contemplamos el disparo de una
"V-1", sobre la que los americanos tiraban como posesos. Caminábamos
por la cuneta cuando vimos cómo se acercaban dos jeeps. "Vienen por
nosotros", pensamos. Respiramos aliviados al comprobar que pasaban de
largo.
Caminamos hacia las líneas alemanas, evitando un campo de minas, el mismo de nuestro viaje de ida. Poco después nos encontramos con un norteamericano, ante cuya pregunta Moorhaupt respondió que acabábamos de acompañar a primera línea a un oficial.
A la altura de los escuchas alemanes repetimos en vano nuestra consigna "House-mouse". No se movía un alma. Kocherscheidt debía esperarnos allí, y no estaba. A corta distancia nos tropezamos con un soldado de los nuestros, muerto. Mientras tanto, el puesto de escucha había sido retirado. Pasamos de nuevo el arroyo. Petter iba el último sobre las resbaladizas tablas. De pronto oímos un chapoteo a nuestra espalda, y vimos a Petter caído en las frías aguas. Salió corriendo de ellas, al mismo tiempo que arrojaba cuanto llevaba.
Emprendimos la marcha tras él, y cuando le atrapamos gritaba y se
debatía tanto que nos costó un gran esfuerzo tranquilizarle. La fuerte tensión
de la marcha por territorio enemigo le puso al borde de la desesperación.
Entonces surgieron tres figuras en el lindero del bosque. Al principio creíamos
que eran norteamericanos, pero de pronto observamos que los tres llevaban capotes
muy largos. A guisa de precaución, Moorhaupt gritó el alto con fuerte
entonación inglesa. Y de acuerdo con lo convenido, nos quitamos el casco. No
había duda: estábamos ya en líneas alemanas.
Al terminar la guerra, además de Heinz Rohde vivían tres de sus camaradas de la compañía-comando de la 150.ª Brigada Acorazada.
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