Al rescate de los últimos de Filipinas
Una exposición en el Museo del Ejército, en Toledo, rememora el sitio que sufrieron 50 soldados españoles durante 337 días en una iglesia en Baler
La cuchara de alpaca del soldado Marcelo Adrián Obregón está abollada en su base. Sin embargo, no debió de ser por su uso habitual, pues apenas había qué comer en los 337 días que permaneció sitiado en la iglesia de San Luis de Tolosa, en la localidad de Baler, en la isla filipina de Luzón, entre el 1 de julio de 1898 y el 2 de junio de 1899. La cuchara la empleó también para cavar tumbas de sus compañeros. Él fue uno de los 50 hombres conocidos primero como Los héroes de Baler y, a partir de 1945, como los últimos de Filipinas, por el título de una película de propaganda
franquista. Lo del asedio de Baler, de cuyo fin se cumplen 120 años en 2019, fue una historia en la que convergen una heroica resistencia y el absurdo sacrificio de mantener una posición en una guerra que había finalizado meses atrás, cuestión fundamental que desconocían. Una exposición en el Museo del Ejército, en Toledo, reúne, hasta el 30 de junio, 160 piezas, entre uniformes, armas, mapas, óleos, fotografías, banderas... con los que "se quiere contar el asedio con rigor histórico y emotividad", ha subrayado en la presentación el comisario de la muestra, Enrique Rontomé Notario.
En ese relato se hace hincapié en que los integrantes del Batallón de cazadores expedicionario nº 2 fueron honrados por sus enemigos cuando se rindieron. Los filipinos luchaban para independizarse de la metrópoli, en paralelo al otro resto del imperio español, Cuba, ayudados por Estados Unidos. El líder revolucionario y presidente resultante de la guerra, Emilio Aguinaldo, emitió un decreto el 30 de junio de 1899 en el que se ordenaba que aquellos españoles fueran considerados "como amigos y no prisioneros" por su gesta, un salvoconducto para poder partir con vida de la antigua colonia. El decreto honraba el "valor, constancia y heroísmo" de "aquel puñado de hombres aislados y sin esperanza de auxilio alguno".
El recibimiento en su patria fue más frío. Los 33 supervivientes llegaron en el vapor Alicante a Barcelona el 1 de septiembre (los restos de los fallecidos no arribaron hasta 1904). Hubo una cena, algún acto y cada soldado regresó a sus pueblos, en una veintena de provincias. "Ningún país quiere reconocer sus derrotas y con el peso que tuvo el Desastre del 98, la pérdida de las últimas colonias, fueron olvidados", señala Jesús Valbuena, bisnieto del cabo Jesús García Quijano, el primer herido, en un pie, del sitio. Valbuena acaba de finalizar un documental sobre unos hechos que oía de niño en casa siempre con la misma lamentación: "Al pobre abuelo no se le hizo justicia".
La exposición Los héroes de Baler: La historia de los últimos de Filipinas recuerda que de los que murieron, 14 lo hicieron por el beriberi, una enfermedad causada por la deficiencia de vitaminas ante una paupérrima alimentación. Como escribió quien los lideraba, el teniente Saturnino Martín Cerezo en su relato de aquellos hechos: las extremidades se convertían "en tumefacciones asquerosas" y los enfermos morían "entre sufrimientos aterradores". Otros dos cayeron por heridas de bala enemiga, porque otros dos más fueron fusilados por desertores poco antes de la rendición. Entre los miles de insurrectos tagalos que intentaron asaltar la iglesia hubo unas 700 bajas.
Con todo ese dramatismo, los hechos se tornaron en disparate por la negativa a rendirse, a pesar de los emisarios que, en varias ocasiones, enviaron los sitiadores, con periódicos, para comunicarles que desde agosto, cuando Manila capituló, había un alto el fuego y que desde el 10 de diciembre de 1898, con el Tratado de París, España había cedido la soberanía sobre aquel territorio a EE UU. La entrada de dos franciscanos prisioneros tampoco les convenció. "No daban crédito, había desconfianza y pensaban que las publicaciones que les hacían llegar los filipinos podían estar manipuladas", añade Rontomé, conservador jefe del departamento de Arqueología y Patrimonio del museo.
Les abrió los ojos un periódico que había arrojado el teniente coronel Cristóbal Aguilar, otro de los mediadores, en el que Martín Cerezo vio una información sobre el nuevo destino de un militar conocido que le hizo comprender su error. Fue el final a los numerosos intentos de asalto, el fuego de bala casi continuo, agua hirviendo arrojada desde el interior (habían hecho un pozo) y las salidas por sorpresa de los atrapados en busca de alimentos.
En las vitrinas de la exposición, en la que han colaborado el Museo Naval, el Prado, el de Antropología, el Archivo Histórico Nacional y particulares, llaman la atención los fusiles Mauser de los españoles, machetes de sus enemigos, una fotografía del grupo cuando volvió a casa identificados con sus nombres y un reloj suizo de bolsillo del teniente médico Rogelio Vigil, en el que cada hora de aquellos 11 meses se le debió de hacer eterna.
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