Ante la Historia manipulada, por la fantasía televisiva y partidista. De una serie decepcionante. Y que coste que desde esta página nunca hemos opinado sobre nada ni nadie, pero excepcionalmente y dado el repelente trato que en esta serie se ha dado a los héroes de Baler.....¡ESTA ES SU VERDADERA HISTORIA!
J.M.G Redactor Jefe de GAGOMILITARIA
Baler no se rinde, así defendieron 57 militares el último territorio español en Filipinas
Día 23/07/2014 - 06.33h
En 1898, y durante casi un año, un pequeño destacamento hispano resistió en una iglesia la embestida del enemigo esperando unos refuerzos que nunca llegaron
Harapientos, enfermos, y débiles por no tener nada que
llevarse a la boca. Aunque también valientes y decididos a dar hasta la
última gota de sangre por su país. Así fue como los apenas 57 militares presentes en Baler (a 200 kilómetros de Manila) defendieron en 1898 el último territorio español ubicado en Filipinas: una pequeña iglesia en la que esperaron durante casi un año la llegada de unos refuerzos hispanos que nunca llegaron.
En los 337 días de resistencia, estos soldados no admitieron nunca la
derrota de la metrópoli. Sin embargo, terminaron por abandonar el lugar
tras recibir noticias de la retirada definitiva de España de la colonia.
Por ello, fueron conocidos en la Historia como los últimos de Filipinas.
Corría por entonces el
Siglo XIX, una época aciaga para el ya inexistente imperio español. Y
es que, el tiempo feliz en el que en el territorio hispano «no se ponía el sol»
ya hacía años que se había ido por el retrete y había desaparecido de
la memoria colectiva. De aquellas regiones conquistadas y colonizadas
por medio mundo, tan sólo quedaban en cartera Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Y andábamos a bofetadas con los lugareños para mantenerlas.
España se enfrentaba a la liquidación de su imperio colonial
Precisamente uno de los territorios que más dolores de
cabeza daba en aquellos años a los españoles era una pequeña colonia
ubicada cerca de China: Filipinas. Allí, desde 1896 y bajo un calor
mortal, los militares libraban una batalla a fusil y machete en un
intento de sofocar una revuelta que podía acabar con el dominio hispano en la zona.
Con todo, tras más de una contienda y algún que otro susto, la
metrópoli decidió cambiar el cuchillo por la pluma y, a finales de ese
mismo año, firmó un tratado de paz con los líderes del levantamiento que pacificó la zona –o, al menos, eso se pensaba-. Un breve respiro para España en una época repleta de guerras.
Filipinas y EE.UU. aprovechan su momento
Mientras andábamos a mandobles en los territorios de
ultramar luchando por mantener los retazos que aún nos quedaban del
imperio, Estados Unidos vivía una situación bien diferente. Y es que,
como el norte del continente se le había quedado pequeño, sus
gobernantes empezaron a mirar al exterior en busca de nuevos territorios
que besaran la bandera de las barras y estrellas. ¿Cuáles fueron los
seleccionados? Entre otros, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Sabedores de
la desesperación que generaban en la Península estas colonias y la
cantidad de hombres y monedas que estaban costando a España, consideraron que era el momento de intentar apropiarse de ellas.
Por ello, a mediados del SXIX los norteamericanos abrieron
la bolsa con la intención de dar «a lot of money» a la vieja y maltrecha
España y ofrecieron nada menos que 100 millones de dólares por la isla.
Sin embargo, los hispanos no andábamos para bromas así que, con un
simple «no, thanks», les devolvimos para las américas de un puntapié.
«Cuba no está en venta». Aquello cambió la forma de pensar de la nueva
potencia mundial, en la cual se debió considerar que, si no pensábamos
deshacernos de los territorios por las buenas, habría que conseguirlos por otros métodos.
Así pues, Estados Unidos comenzó a ayudar de forma disimulada (un
secreto a voces, que se podría decir a día de hoy) a las colonias con
armas y dinero para que se independizaran de la metrópoli.
Por si hubiera pocos problemas, días después de que los
Estados Unidos se pusiera belicoso, los revolucionarios filipinos
volvieron a sacar el fusil e iniciaron una nueva cruzada contra los españoles.
Al parecer, entendieron también que no hay mejor momento para atacar a
un imperio que cuando está herido y sus frentes se dividen. Así pues,
recibiendo los cañonazos norteamericanos por mar y el plomo colonial
desde tierra, los menos de 20.000 soldados peninsulares presentes poco pudieron hacer y,
jornada tras jornada, fueron cediendo el territorio al enemigo. La
guerra, en definitiva, estaba perdida incluso antes de comenzar.
La primera masacre de Baler
Cuando la revolución estalló, no lo hizo por igual en todos
los territorios filipinos. De hecho, mientras que en unos los españoles
tuvieron que tocar a zafarrancho de improviso, en otros los movimientos
rebeldes tardaron más tiempo en fraguarse. Precisamente, una de esas
comarcas en las que la sedición llegó con algo de retraso fue Baler, una pequeña localidad ubicada al noreste de Filipinas.
«Baler está situado cerca del mar, sobre un recodo, al sur de la
ensenada o bahía de su nombre, distante de la playa unos 1.000 metros.
(…) Como todas las poblaciones filipinas, de vida puramente rural y
escaso número de habitantes, reducíase a la iglesia rectoral; (…) y
alguna casa de tablas y argamasa» afirma Saturnino Martín Cerezo (presente posteriormente en la defensa de este pueblo) en su diario de operaciones editado en 1904.
Curiosamente, a mediados de 1897 las únicas autoridades españoles presentes en este pequeño pueblo eran un cabo de la Guardia Civil y cuatro indígenas.
No obstante, todo cambió cuando, en 1898, volvió a estallar la
revolución. Y es que, temeroso de que el pueblo pudiera revelarse contra
los intereses de la metrópoli, los oficiales hispanos del lugar
–representadas entonces por el comandante Irizarri- decidieron pedir
refuerzos para mantener el orden.
Dicho y hecho. A los pocos días llegó para evitar futuras insurrecciones un destacamento de 50 cazadores españoles al mando de un joven teniente de 19 años apellidado Mota.
De escasa experiencia, la primera decisión que tomó el oficial nada más
pisar el pueblo fue dividir a su tropa. Así pues, creó diferentes
grupos que se diseminaron a lo largo y ancho de Baler. No pudo cometer
mayor error pues, tras algunas noches, los rebeldes aprovecharon su
superioridad numérica para darles de machetazos hasta la extenuación.
Faltó poco, de hecho, para que lo consiguieran pues –con la
oscuridad de aliada- asaltaron las posiciones españoles en el pueblo
acabando con media decena de españoles e hiriendo a otros tantos. A su
vez, y para desgracia hispana, la mala fortuna quiso que también
falleciera el joven y prometedor teniente Mota. Según parece, se levantó
en medio de la noche solo y, creyendo que todo su destacamento había
encontrado muerte bajo los cuchillos filipinos, cogió un revólver y se voló los sesos.
Una muy mala noticia ya que, si hubiera tenido algo de paciencia, se
podría haber enterado de que, aunque con sufrimiento, se había rechazado
al enemigo.
Tras este ataque, Irizarri entendió lo preocupante de la
situación y, hasta el chambergo de la revolución, decidió establecer la
que sería la defensa de Baler. «La primera medida que el comandante
Irizarri adoptó, tras evaluar las consecuencias del asalto, fue la de reagrupar sus tropas en la iglesia-convento junto a la desembocadura del río. Ya hemos mencionado los datos de la fortaleza, sus muros de metro y medio, sus 30 metros de longitud y 10 de anchura, sus seis ventanas, dos en la parte sur sobre la fachada principal, una orientada hacia el sur y otra hacia el oeste», afirma Manuel Leguineche en su obra «Yo te diré… La verdadera historia de los últimos de Filipinas».
Llega el relevo
Por otro lado, y debido a que el destacamento había sido
diezmado, pidió que acudiera desde España un relevo que pudiese hacerse
cargo de la situación. El 2º Batallón Expedicionario de Cazadores fue
el encargado de suministrarlo: 50 valerosos soldados armados con el
efectivo fusil Máuser y comandados (en primer término) por Enrique de las Morenas y Fossi -el nuevo Comandante Político Militar del distrito del Príncipe- y, a continuación, por el teniente Juan Alonso Zayas y el teniente Saturnino Martín Cerezo. A su vez, también partieron hacia Baler el médico provisional de Sanidad Militar Rogelio Vigil de Quiñones y Fray Cándido Gómez Carreño.
Este nuevo destacamento hizo el relevo a sus compañeros en
mayo. Eran tan sólo 54 valientes, pero estaban dispuestos a dejarse las
pestañas para defender a España aunque fuera a miles de kilómetros de
distancia. Sin embargo, cerca de ellos había una ingente cantidad de
rebeldes decididos a devolverles a la Península en una caja de pino. De
hecho, los líderes locales no tardaron ni dos jornadas en alistar una gigantesca fuerza de combate que asediara Baler y robara hasta la última miga de pan a sus defensores. Por entonces, la colonia ya se había levantado en armas y los españoles perdían batalla tras batallas contra los lugareños.
Temerosos de los filipinos, los españoles se atrincheraron en la iglesia
En concreto, en el momento de ser sitiados los españoles contaban –según los estadillos de la época- con los siguientes alimentos:
«Raciones de campaña, 7500; sacos con 500 kg de garbanzos, 20; cajas
con 440 ídem de tocino, 22; sacos con 375 ídem de habichuelas, 15; cajas
con 5.000 latas de sardinas, 50; cajas con 75 litros de aceite de
oliva, 2; sacos con 500 kilos de arroz de 1ª, 20; latas con 75 ídem de
café, 5; cajas de 161 ídem de azúcar, 7; cajas de 50 raciones de
galletas equivalentes a 2.500 raciones, 50; Saquetes con 2.507 kg de
harina, 109». Además, antes del inicio del sitio lograron hacerse con
una buena cantidad de carne de Australia (enlatada) y otros tantos kilos
de arroz. Por desgracia, no contaban con nada de sal -un elemento
básico para conservar los alimentos- ni con agua potable.
Comienza el asedio
El 1 de julio, mientras el calor asfixiante golpeaba con
fuerza a los soldados españoles, se dio el primer disparo de un asedio
que duraría 337 días. Éste salió de un fusil filipino mientras Cerezo
patrullaba, como hacía a diario con otra docena de hombres, las
inmediaciones de la iglesia. El enemigo acababa de llegar y, sabedor de
que era imposible plantarle cara en mitad de la meseta, el oficial
español tocó a retirada. Todos los militares partieron entonces hacia la seguridad de la iglesia, edificio en cuya torre ondeaba la bandera rojigualda.
El último territorio español en la colonia. «Me había cabido en suerte
contestar a los primeros disparos y debía contestar con el último.
Estábamos sitiados», explica el hispano en su diario.
Esa misma tarde, los defensores se dispusieron a defender
hasta el último hombre un edificio húmedo, estrecho y desprovisto de
cualquier comodidad. Para ello, tapiaron las ventanas dejando sólo unos pequeños resquicios por los que poder disparar sus fusiles. Por otro lado, arrancaron varias baldosas del suelo para fabricar un horno con el que cocinar pan, hicieron
una letrina en un corral anexo al recinto e, incluso, socavaron la
tierra para construir un pozo en el que encontraron agua. Una suerte que les permitió mantenerse en pie durante casi un año sin morir de deshidratación.
Mientras los Cazadores andaban de reformas, los filipinos
no se quedaron –ni mucho menos- quietos. Esa misma noche llegó un gran
contingente rebelde al mando de Teodorico Luna Novicio,
quien mandó construir también una línea de zanjas alrededor de la
iglesia para evitar la huida de los sitiados. «El mar había estaba
desierto, el pueblo había sido evacuado y permanecía silencioso, el río
no parecía vadeable, el bosque y la montaña alejados… Este era el
escenario de la lucha», completa, en este caso, Leguineche en su obra.
Un duelo «de caballeros»
En los días posteriores, mientras los héroes españoles
empezaban a aclimatarse al que sería su nuevo hogar, los filipinos
demostraron su caballerosidad enviando a los sitiados varios mensajes en
los que les informaban de la retirada española de la colonia. Trataron
por todos los medios de hacerles comprender que nadie vendría a rescatarlos y que estaban solos ante el peligro. Sin embargo, ninguno de ellos estaba dispuesto a capitular por lo que, arguyendo que se trataba de un maquiavélico plan para hacer que se rindieran, siguieron preparando la defensa sin un atisbo de duda: Filipinas era, para ellos, rojigualda.
Tan caballeroso fue en principio el combate que sitiadores y
sitiados llegaron a intercambiarse regalos. «El día 8 de julio nos
envió una carta el cabecilla Cirilo Gómez Ortíz pidiendo la suspensión
de las hostilidades, a fin de que la tropa descansara de los combates.
El hombre quiso echarlas de generoso y, diciendo que por (nuestros)
desertores había tenido noticias de la escasez que padecíamos en
cuestión de alimentos, nos ofrecía lo que quisiéramos (y) una cajetilla de cigarrillos para el capitán y un pitillo para cada uno de la tropa. Se acordó la suspensión (…) y, en justa correspondencia del obsequio, le remitimos una botella de Jerez para que brindara a nuestra salud y un puñado de medias regalías», añade Cerezo.
Con todo, la pomposidad llegó a su término cuando los
enemigos vieron que los Cazadores no estaban dispuestos a rendirse.
Tampoco ayudó, por ejemplo, que dos soldados españoles salieran a pecho
descubierto y, a la carrera, quemaran varias casas que se encontraban alrededor de la iglesia para evitar que fueran usadas como parapeto por los sitiadores.
Este acto, que dejó en lo más alto nuevamente la valentía española,
sulfuró sobremanera al enemigo. A partir de ese momento comenzaron las
continuas descargas de fusilería contra el último bastión español en
Filipinas.
Hasta el gorro de españoles, el 18 de julio un oficial
rebelde recién llegado a Baler se cansó de diálogo y pasó directamente a
las amenazas, Su objetivo: conseguir que los españoles abandonaran la
defensa. «Acabo de llegar con las tres columnas de mi mando, y enterado
de la inútil resistencia que vienen ustedes haciendo, les participo que,
si deponen las armas en un plazo de 24 horas, respetaré sus vidas e
intereses. (…) De lo contrario, se las haré entregar a la fuerza».
Si con lisonjas no habían conseguido nada, mucho menos con amenazas.
Los defensores, hastiados, le hicieron llegar la siguiente carta: «A las
doce del día termina su plazo. (…) Tenga usted entendido que si se
apodera de la iglesia será cuando no encuentre en ella más que
cadáveres, siendo preferible la muerte a la deshonra». Era la victoria o la muerte.
La importancia de la religión
En los tres meses siguientes, entre guardia, fusilazos y
cañonazos, quedó patente la importancia que tenía la religión para los
defensores. Tan determinante era, que Las Morenas (al mando del
destacamento y de la defensa) no pudo evitar esbozar una sonrisa cuando
los filipinos enviaron a dos frailes a la iglesia para convencer a los
defensores de que Filipinas había caído –como así era pues, entre EE.UU.
y los rebeldes, no quedaban ya muchos españoles en la colonia-.
Curiosamente, el oficial no hizo ningún caso a la sugerencia de
abandonar la defensa, pero si invitó a los monjes a quedarse con ellos
para dar apoyo espiritual a los soldados. Actuarían, en definitiva, como sustitutos de Carreño, muy afectado por las enfermedades locales.
Por otro lado, y según destaca Leguineche, los militares
solían rezar todos los días junto a los religiosos: «Carreño creía en el
valor del rosario en familia.
Lo rezaron aún después de la muerte del párroco, hasta el último día de
la capitulación. Los que estaban francos en el servicio, lo rezaban de
rodillas delante de una imagen de la Virgen. Los que se hallaban en
guardia lo hacían desde su tronera. (…) ¿Qué otra cosa podía quedarles a
los sitiados salvo el consuelo de la religión, el motor del
patriotismo, la disciplina castrense, la incierta esperanza del socorro?
“Morir habemos, ya lo sabemos” repetían con frecuencia los monjes».
El asesino silencioso
Sin embargo, a los tres meses del sitio, los valientes
españoles descubrieron, para su desgracia, que el único peligro de Baler
no eran los fusiles y los cañones filipinos, sino también unos verdugos
silenciosos que, poco a poco, no paraban de sumar muertos a las filas
de «los últimos de Filipinas». Estas asesinas eran las enfermedades
favorecidas por las malas condiciones higiénicas, la falta de ventilación, la humedad y la escasez de alimentos en buen estado.
El beri-beri lo provocaba la falta de vitamina B
No era mucho mejor la disentería. Favorecida por las precarias condiciones de salubridad, esta enfermedad lleva a la inflamación del intestino y genera fiebres y diarrea en el afectado –además
de vómitos y dolor abdominal-. Muchos fueron los valerosos defensores
que se tuvieron que enfrentar cara a cara con ella. Con todo, y una vez
que se observó que algunos militares la padecían, se
ordenó ventilar la iglesia, tirar los alimentos en mal estado y, para
terminar, hacer un pozo negro para evitar que los excrementos se
amontonaran tan cerca de los dormitorios. A falta de una solución
mejor, esta serie de medidas higiénicas ayudaron a los hispanos a
evitar el contagio, aunque la enfermería siguió llena de pacientes.
Unos meses agitados
Durante los meses siguientes, los defensores vivieron sus
momentos más tensos. Y es que, a la escasez de alimentos se sumaron las
continuas descargas de fusilería del enemigo. La situación terminó de
recrudecerse cuando los filipinos recibieron varias piezas de artillería
con las que esperaban reducir a escombros la iglesia de Baler. Sin
embargo, como buen caballero que era, el coronel indígena envió primero
un parlamentario con el que pretendía persuadir a los españoles de que
abandonaran el lugar: o salían, o serían aniquilados. La respuesta de
Las Morenas fue rotunda: «Puede usted empezar el cañoneo cuando quiera». Por suerte, el edificio tenía muros gruesos y la artillería era antigua, así que no hubo que lamentar daños graves.
No se pudo decir lo mismo de las enfermedades, las cuales
enterraron a más españoles que el plomo enemigo. De hecho, el beri-beri
terminó llevándose al párroco primero y, el 22 de noviembre, al capitán Las Morenas.
Todos lloraron su muerte, pues era como un padre para cada militar allí
presente. Sin el oficial por excelencia, Cerezo tomó el mando, aunque
prefirió seguir aparentando delante de los emisarios filipinos que su
superior estaba vivo para no darles una alegría. Y esa era una tarea
ardua, pues, incansables, los enemigos enviaron decenas de
parlamentarios –tanto españoles como indígenas- con la intención de
convencer a los hispanos de la derrota definitiva del ejército español
en Filipinas. Pero para los Cazadores, y en especial para el oficial al
mando, todo aquello eran patrañas. Para ellos era imposible que un imperio con más de tres siglos cayera en apenas unos pocos meses.
Desesperados por no conseguir la rendición española, los filipinos iniciaron entonces su particular guerra psicológica contra los sitiados. Ésta consistió principalmente en lanzar piedras sobre el tejado de zinc de la iglesia por las noches para no dejar dormir a los españoles e, incluso, ordenaban a los desertores hispanos que gritaran todo tipo de insultos a sus antiguos compañeros desde las trincheras. Pocas veces era efectivo, pues los Cazadores estaban resueltos a morir en aquel paraje inhóspito.
Después de siete meses de encierro, los Cazadores tuvieron
también que resistirse con todas sus fuerzas a las ofertas realizadas
por los oficiales filipinos (quienes tentaban a los españoles con
alimento y un vapor que les transportaría a España). Y es que, allá por
Navidad, la comida empezó a escasear y cualquier animal que aparecía en la iglesia era idóneo para llenar el estómago.
Desde cuervos hasta lagartijas, todo bicho viviente con algo de carne
caía en la cazuela y era repartido a partes iguales entre los extenuados
españoles.
También se hacía cada vez más palpable la falta de vitamina
B, una deficiencia que agravaba el beri-beri. Por ello, Cerezo llevó a
cabo una salida desesperada del edificio en la que halló semillas de calabaza.
Aquel botín fue un tesoro pues, tras plantarlas en un huerto cercano al
recinto, se logró detener la temible enfermedad que, cada vez con más
asiduidad, se llevaba al otro barrio a los militares. Por otro lado, la
llegada de «algo verde» relajó al médico del regimiento, quien pudo
tratar con estos alimentos mejor a los enfermos.
¿El vapor de la salvación?
Tuvieron que pasar varios meses hasta que un nuevo intento
de sacar a los Cazadores de la iglesia se hizo patente. Éste se sucedió
el 11 de abril,
momento en que los defensores casi habían abandonado toda esperanza de
salir con vida del lugar. Fue precisamente en plena tarde cuando, en la
lejanía, se escucharon varios cañonazos de un buque a vapor.
Inmediatamente, Cerezo interpretó que los refuerzos habían llegado por
fin; un inmenso ejército que desembarcaría en Baler y acabaría con las
aspiraciones de aquellos filipinos recuperando la colonia para el
imperio español.
Así recuerda Cerezo en su diario la retirada del navío: «A
las cuatro de la madrugada se apagó el reflector (del buque) y (…) sus
luces se perdieron luego sobre la ruta de Manila. Renuncio a encarecer
el efecto que semejante retirada no pudo menos de producir en nuestros
ánimos. (…) Piense cualquiera en la desesperación que sentiríamos, en el
desfallecimiento que se desplomaría sobre todos nosotros, y deducirá el
poco menos que insuperable compromiso en que me hube de ver para
reanimar a mis soldados». Nuevamente la moral de los Cazadores había
sido arrojada al suelo.
El «Uranus»
Después de haber recibido la visita de todo tipo de emisarios, a finales de mayo de 1899 se
produjo el enésimo intento de convencer a los militares españoles de
que abandonaran su encierro y cedieran el territorio a Filipinas. ¿Por
qué fue diferente éste? Porque fue el primero realizado por un alto
oficial del ejército español: el teniente coronel de Estado Mayor Cristóbal Aguilar y Castañeda, recién llegado a Baler a bordo del vapor «Uranus».
A su vez, también fue la primera ocasión en la que un parlamentario
pidió mantener una conversación usando como reclamo una bandera
española, y no una blanca. Cerezo lo recibió.
El periódico que salvó un destacamento
Con los días convertidos en semanas, los defensores
llegaron a los 11 meses de su resistencia. Para entonces, la húmeda y
antihigiénica iglesia de Baler ya se había convertido en su casa y muy
pocos pensaban ya en una salvación. Muertos de hambre y tan delgados
que, según Cerezo, se podían contar sus huesos,
los Cazadores se reunieron con sus oficiales para trazar un último
plan. Según explicó el teniente, cuando se acabaran definitivamente los
escasos víveres que quedaban tratarían de escabullirse en medio de la noche hacia un bosque cercano.
Desde allí, partirían hacia Manila, donde se presentarían ante las
autoridades hispanas… si es que quedaban. En total, y según las
directrices, deberían recorrer más de 200 kilómetros. Sin duda, una misión imposible que acabaría matándolos pero ¿qué otra cosa podían hacer?
Unos días antes de la partida, en cambio, un inesperado
«regalo» cambió drásticamente la situación de los sitiados. Cuando
abrieron, como hacían cada mañana, las puertas del templo, hallaron un
montón de periódicos. En principio, Cerezo sospechó, pues anteriormente
ya le habían hecho llegar varios diarios locales que afirmaban que
España había huido de la colonia con el fusil entre las piernas. «Burdas
falsificaciones», pensaba en su momento. En este caso, por el
contrario, el papel que le esperaba frente a la iglesia llevaba grabado
el emblema de «El Imparcial», un rotativo español.
Un número de «El Imparcial» convenció a Cerezo de la pérdida de Filipinas
Como si de una epifanía se tratase, Cerezo comprendió que
todo lo que le habían estado diciendo aquellos meses era absolutamente
cierto. España había sido expulsada de la colonia,
ya no quedaba ningún retazo del imperio en aquellas islas y, para
colmo, ellos habían sido los últimos defensores de Filipinas.
Inmediatamente reunió a los defensores que quedaban y, tras compartir
una charla intensa durante varias horas, resolvieron rendirse a los
nativos, aunque con una serie de premisas. Entre ellas, estaba la de que
serían acompañados hasta territorio hispano y ninguno de los supervivientes de Baler sería dañado. Por suerte, así se cumplió.
Lo que quedaba del destacamento abandonó el que había sido su hogar durante 11 meses el 2 de junio de 1899, tras 337 días de heroica resistencia
en los que la bandera española siempre flameó en lo alto del
campanario. Con todo, la defensa no había salido barata pues, del más de
medio centenar de hombres que habían entrado en el templo hacía casi un
año, 15 habían muerto
por enfermedad, 2 habían fallecido por las balas filipinas, 6 habían
desertado y otros 2 habían sido fusilados por el propio Cerezo después
de que intentaran pasarse al enemigo. No obstante, habían conseguido un
hueco en la historia y un título que resonaría por toda España hasta la
actualidad: «Los últimos de Filipinas».
ABC
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